En el año 2019 salió a la luz en España
una obra clásica que abordaba el periodo medieval de las Cruzadas. Su escritor
era Thomas Asbridge (1969) y el título “Las
Cruzadas. Una nueva historia de las guerras por Tierra Santa”.
Este tema de las cruzadas ya lo traté en
mi libro Mis mentiras favoritas, en el capítulo titulado: Las causas que originaron la primera cruzada fueron la protección de
los peregrinos y la ayuda a Constantinopla.
Hoy vamos a centrarnos en una pregunta concreta de la entrevista que hicieron al autor como motivo de la publicación de su obra en
España, aquella que aborda las motivaciones verdaderas que provocaron la primera cruzadas. ¿Os interesa el tema?
La entrevista completa a Thomas Asbridge
podéis encontrarla en el periódico digital El
Confidencial. Yo me voy a centrar en
el aspecto que considero más polémico, el relevante a las motivaciones de las
cruzadas.
P. ¿Se
pueden entender las Cruzadas como una agresión imperialista occidental o, al
contrario, como una operación de liberación?
R. Esa es una de las preguntas más
importantes sobre las Cruzadas que se puede hacer y yo animo a mis alumnos a
debatir sobre ello. Diría que en los últimos años algunos colegas míos
historiadores no han sido lo suficientemente cautos acerca de este tema. Han
presentado la Primera Cruzada como un acto de defensa, pero debemos
preguntarnos si la Cristiandad estaba verdaderamente en peligro. Se trata de
una mala interpretación de lo que sucedió en verdad. Las fuentes occidentales
nos dicen que indudablemente los primeros cruzados pensaban que estaban
defendiendo su religión, pero, sin embargo, al cotejar las fuentes musulmanas,
llegué a la conclusión como historiador de que en realidad Europa no estaba en
peligro. El único lugar de peligro era precisamente la Península Ibérica,
entonces en plena Reconquista. El Papado debía haber llamado a luchar aquí pero
no fue lo que ocurrió. Es peligroso entender las Cruzadas desde Occidente con
orgullo como uno se encuentre si busca en Internet. Porque desde el otro lado
se entendió como una catástrofe. Y hay pruebas en ambos sentidos.
En este sentido, resulta muy interesante
leer una obra, ya clásica, de Amin Maalouf titulada "Las cruzadas vistas por los musulmanes". Aquí podremos
entender como los reinos musulmanes estaban tan divididos y eran tan codiciosos
que no pudieron, por sí solos, contener la fuerza cristiana que los atacó. O
que cuando Saladino recuperó Jerusalén para el bando musulmán la entrada a la
ciudad fue muy diferente a la que realizaron las fuerzas cristianas de la
Primera Cruzada.
Pero vayamos a lo que escribí, ya hace
unos cuantos años, en mi libro Mis Mentiras Favoritas, sobre este polémico tema
de las razones por las que se organizaron las Cruzadas:
Las motivaciones clásicas que han
justificado las cruzadas se basan en dos aspectos esgrimidos por el Papa
Urbano II en el famoso discurso del concilio de Clermont de noviembre 1095. Por
un lado, el Papa informó a todos los presentes de las continuas vejaciones que
sufrían los peregrinos que visitaban Jerusalén, tanto durante el peligroso
camino por tierras islámicas como en la propia ciudad, donde la población
islámica entorpecía la realización de sus votos. Por otro lado, Urbano II
transmitió la petición de ayuda que le había hecho llegar Alejo I, emperador de
Constantinopla. Éste, acosado por el avance de los turcos selyúcidas, pedía
hombres a occidente para salvar el cristianismo en oriente.
Existen hasta cinco versiones del discurso
de Urbano II y resulta muy difícil desgranar la realidad de la leyenda, pues
ninguna versión es anterior a la toma de Jerusalén. No obstante, el discurso
fue un éxito y al grito de Deus le volt (Dios lo quiere), miles de personas
tomaron la cruz con la intención de liberar Jerusalén. Hoy día sorprende como
con unas razones tan laxas se pudo movilizar a tal cantidad de personas. Pero
si investigamos un poco el contexto político-social del S. XI descubriremos que
existían motivaciones más profundas que las nombradas por el Papa para generar
tal migración de gente hacia oriente.
Urbano II fue un Papa de su tiempo, cuyo
objetivo principal era continuar con la senda abierta por el Papa Gregorio VII
en 1073. Este enérgico Papa inició una lucha contra los poderes seculares,
defendiendo la primacía del poder pontificio sobre el resto de monarcas. Esta
actitud le enfrentó con el emperador Enrique IV de Alemania, quien llegó a
designar a un antipapa y atacó Roma, siendo rechazado por los normandos
asentados en el sur de Italia. Por tanto, a Urbano II, como gregoriano
convencido, le impulsaba una visión muy particular del poder internacional: la
Iglesia debía ser la cabeza visible ante el resto de fuerzas y Estados. Pero
esta idea chocaba con la realidad.
Los monarcas cristianos europeos no
estaban de acuerdo con esta visión papal del reparto del poder y defendían su
soberanía particular con especial celo. Además, la Iglesia, desde 1054, no
estaba unida. En ese año se produjo el gran cisma que separó a los cristianos
de oriente de los de occidente. Las excusas esgrimidas fueron viejas
diferencias litúrgicas (pan ácimo en eucaristía) y canónicas, si bien la
realidad era que en oriente el Papa de Roma nunca había sido considerado un
superior a su patriarca. Desde entonces el cristianismo se dividió entre
católicos occidentales y ortodoxos orientales.
Urbano II deseaba,
por tanto, aumentar el poder del papado respecto al resto de poderes
terrenales. Y tuvo la gran idea de invocar una cruzada contra los infieles
musulmanes. Se trataría de un ejército cristiano y católico, cuya cabeza
visible era el Papa, pues la lucha contra el infiel musulmán era una lucha
religiosa. Era una ocasión única para demostrar a los belicosos monarcas
terrenales que la fe movía montañas y que el poder divino del Papa estaba por
encima de cualquier mortal, por muy rey que fuera. Además, la formación de este
ejército católico y el éxito de su empresa, recuperar los santos lugares,
llevaría a la debilitada Constantinopla a una negociación poco ventajosa
respecto al cisma religioso que mantenía con Roma. Presionados por el efecto
pinza entre occidente y los nuevos Estados católicos en oriente, a los
bizantinos nos les quedaría más remedio que plegarse ante el Papa.
Para llevar a cabo tan grandiosa empresa
el Papa Urbano II tuvo que justificar la cruzada por medio de razones que
tocaran el corazón y removieran las voluntades. De ahí las causas oficiales que
dio a conocer en Clermont. ¿Qué hay de cierto en ellas?
La primera razón esgrimida fueron las
penurias de los cristianos que peregrinaban a Jerusalén.
Esta tradición se remonta al S. IV, creciendo exponencialmente el número de
peregrinos según avanzaba la etapa medieval. En el S. X, la devoción a las reliquias,
y la creencia de su poder salvador, estaba muy extendida y Jerusalén era la
meta máxima para todo creyente. Orar donde lo hizo Jesús y visitar los lugares
que aparecían en la Biblia producía una mística especial. A Jerusalén, como a
cualquier otra ciudad que guardara reliquias santas, se viajaba tanto para
cumplir una promesa como para obtener un perdón o una cura a una enfermedad.
Dada la fama que aún hoy tienen las peregrinaciones podemos intuir la cantidad
de peregrinos que todos los años marchaban hacia Jerusalén en el S. XI.
Urbano II encendió el corazón de los
cristianos relatando las diversas tropelías y abusos que recibían estos
peregrinos en sus viajes: eran extranjeros en Jerusalén, maltratados por los
enemigos de las fe, esquilmados sus ahorros, puestas en peligro sus vidas por
el mero hecho de ir a orar como un pobre peregrino que busca a Dios. ¿Es todo
cierto?
Conocemos la peregrinación organizada en
1064 por diversos obispos de Alemania, en la que unos 7000 fieles marcharon a
Jerusalén. Aunque tomaron la precaución de pactar con los señores de las
tierras que atravesaban, no pudieron evitar ser atacados por salteadores
beduinos. Tuvieron que defenderse para salvar sus vidas, cosa que lograron
gracias a la inestimable ayuda del emir turco que gobernaba la región.
Este ejemplo resulta muy gráfico para
entender la situación en aquellas tierras. Los peregrinos, al final del S. XI,
no tenían muchos más problemas que en otros tiempos.
El viaje a Jerusalén era
arriesgado por los ladrones que acechaban la ruta, pero los mismos individuos
existían en el cristianísimo camino jacobeo. Además, resulta lógico pensar que
en tiempos de guerra la inseguridad aumenta, caso que se daba en la zona de
Anatolia, paso obligado en la ruta terrestre a Jerusalén desde occidente. Pero
por esta misma razón, muchos peregrinos optaban por viajar a oriente en barco y
muchos puertos italianos se especializaron en el transporte de peregrinos,
destacando sobretodos Amalfi.
En el S. XI la situación de los peregrinos
no era ni mucho menos catastrófica. Mucho peores habían sido los años
anteriores, donde la conquista selyúcida de Anatolia había provocado gran
inseguridad, o con la intransigencia del sultán fatimí Al-Hakim. Este fanático
religioso ordenó derribar en el año 1009 la Iglesia del Santo Sepulcro. Hasta
se llegaron a quejar los peregrinos que pasar a Jerusalén les costaba un
Besante de oro. Bueno, a mí también me pareció carísima la entrada a la Torre
de Londres, pero ya que fui allí entré. Es el precio que hay que pagar por ser
turista.
La otra razón que puso Urbano II como
principal para acudir a Jerusalén era el peligro a que Constantinopla cayera en
manos musulmanas. ¿Era eso cierto? La
verdad es que, como en el caso de los peregrinos, Urbano II exageró un poquito.
La petición de ayuda del emperador bizantino
Alejo I a Urbano II está demostrada y fuera de toda duda. Los mensajeros de
Alejo I llegaron justo a tiempo para que el Papa Urbano II proclamara la
petición de ayuda en el concilio de Piacenza. Pero el Papa suficiente tenía con
asentar su poder en Italia, por lo que su prédica tuvo escasas consecuencias.
Por ello, en Clermont preparó mucho más concienzudamente su discurso y supo
sacar provecho de la petición bizantina. Pues, en ningún momento, Alejo I pidió
una cruzada ni nada parecido. Constantinopla siempre tuvo la necesidad de
recurrir a la ayuda de occidente desde que los musulmanes comenzaron a subirse
a sus barbas. Era bastante habitual, en el S. XI, que numerosos mercenarios
provenientes de occidente engrosaran las filas de las tropas bizantinas,
compensando la endémica falta de hombres de Constantinopla. Unos se enrolaban
por cuestiones religiosas, para combatir al infiel, y otros por razones más
mundanas, como una buena paga. Los musulmanes los conocían como Frany,
apelativo de franco. Aunque suponían una gran ayuda para Constantinopla, estos
mercenarios también les ocasionaron algunos problemas. El más destacado fue el
protagonizado por Roussel de Bailleul, quien quiso formar un estado independiente
en Asia menor. Entonces, el débil Basileus bizantino tuvo que pedir ayuda al
enemigo musulmán para vencer a tan inesperado adversario.
Dados estos precedentes, no parece muy
probable que Alejo I pidiera una fuerza tan excesiva como la que Urbano II
llegó a formar. Tan sólo habría pedido unos cuantos devotos mercenarios con los
que rellenar los huecos de sus tropas. Y esto debió ser así porque
Constantinopla, al final del S. XI, estaba en mejores condiciones que en años
pasados. Por ejemplo, en 1071, las tropas bizantinas sufrieron un gran
escalabro en la batalla de Manzikert, a raíz de la cual los turcos selyúcidas
se asentaron firmemente en la península de Anatolia.
Entonces sí que se temió un avance
musulmán hacia Europa, pues Constantinopla, el tapón de oriente, daba muestras
de agonía. Gregorio VII, que ocupaba el trono de San Pedro por aquella época,
no dudó en predicar una cruzada para ayudar a sus hermanos orientales. Una cosa
era estar enemistados con los ortodoxos y otra bien distinta dejarles caer en
manos del enemigo común islámico. No obstante, esta llamada no suscitó gran
interés y Bizancio se salvó gracias a que entre los turcos existían muchas
disputas internas.
Tras la muerte de Alp Arslan, el héroe de
Manzikert, en 1072, las rebeliones internas dividieron el territorio en
diversos estados enfrentados, hecho que se consumó definitivamente tras la
muerte de su sucesor Malik Shah en 1092. De esta forma, un joven Kilij Arslan
heredó la zona más próxima a Bizancio. Pero lejos de poner allí sus miras
expansionistas, el turco selyúcida se enfrentaba con Danishmend, quien había
fundado un reino al este de Anatolia. Siria, la otra zona selyúcida, estaba aún
más dividida, enfrentándose dos hermanos a muerte, Radwan de Alepo y Dukak de
Damasco. Si a esto sumamos que todos estaban enfrentados con Karbuka, atabeg de
Mosul que deseaba extender su influencia sobre Siria, y que en Egipto la dinastía
Fatimí se la tenía jurada a los turcos por ser suníes, entenderemos la causa
por la que no cayó Constantinopla ante los musulmanes y por qué razón éstos no
supieron unirse para derrotar a los cruzados que marcharon a Jerusalén.
Viendo que las excusas esgrimidas no se
sostenían lo más mínimo, debemos preguntarnos por las razones reales que llevaron al
éxito de esta propuesta. Estas razones os las desgrano en el libro Mis
Mentiras Favoritas, aunque os puedo adelantar que mezclan intereses tanto
económicos como sociales de la época.
En mi libro relacionaba la agresión de las
Cruzadas con la Guerra de Irak. Hoy en día, en Occidente, se relaciona con las
oleadas de inmigrantes que llegan a Europa desde países musulmanes (crisis de
refugiados), pues los sectores populistas siempre terminan abogando al supuesto
choque de civilizaciones para defender su visión cerrada y particular del mundo.
Mientras, en el campo musulmán, se apela a las cruzadas por parte del terrorismo
islámico, como forma de enfrentarse al enemigo de religión.
Particularmente, prefiero fijarme en los
aspectos positivos que nos dejaron las Cruzadas. En los intercambios culturales
y en la riqueza que ambos pueblos lograron obtener gracias a la convivencia y
coexistencia pacífica. Deberíamos aprender mucho más de las bacterias y de la
evolución, pues siempre fue más rentable cooperar que enfrentarse. Pero el ser
humano siempre suele tropezar varias veces en la misma piedra….
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