Dentro de los más relevantes personajes
históricos, el cartaginés Aníbal ocupa un lugar eminente. Todo el mundo conoce
los datos básicos de su biografía vital, como la toma de Sagunto, que llevó a
la Segunda Guerra Púnica; el intento de conquista de Italia atravesando con sus
elefantes los Pirineos y los Alpes; o su genial estrategia en la Batalla de
Cannas, que supuso la mayor derrota de los romanos en su historia.
El conocimiento del archienemigo de Roma
por antonomasia, ese que juró ante los dioses un odio infinito hacia los
romanos, nos ha llegado profundamente deformado hasta nuestros días. Y ello se
debe a que toda la información que tenemos sobre él la hemos obtenido de sus
enemigos más acérrimos, los romanos. Ningún texto directo conservamos sobre Aníbal
que no sea romano. Y eso, amigos lectores, nunca es bueno para conocer a nadie.
¿Os interesa aproximaros un poco más a la figura del gran general cartaginés?
De
Aníbal no conocemos ni su aspecto físico.
Sólo sabemos que era tuerto. Y tampoco existe consenso sobre cómo perdió su
ojo. Unos dicen que en una batalla mientras, que otros por una inflamación
acaecida durante su penoso trayecto hacia Italia desde Hispania.
Respecto a su niñez, los autores grecolatinos nos legaron muy poca información:
sabemos que tuvo un preceptor espartano,
llamado Sosilos, que le enseñó griego, además de la vida de Alejandro Magno
y el arte de la guerra. Conocimientos teóricos que pudo aplicar, acompañando
desde pequeño a su padre, en las guerras que mantuvo por la conquista de
Hipania.
Pero lo que seguro conocen de la infancia
de Aníbal es el episodio en donde, con 11 años, juró el odio eterno a los
romanos en Cádiz, frente a un altar. Algunos autores incluso ponen en su boca
estas palabras: “Juro que en cuanto la
edad me lo permita [...] emplearé el
fuego y el hierro para romper el destino de Roma”.
Juramento contra los romanos. Caricatura de John Leech. 1850 |
Temo decirles que este episodio es más
legendario que real, dada la experiencia vital de Aníbal. Un intento posterior
a los hechos que pretendía mostrarnos a un archienemigo en el sentido clásico
del cine o los comics de superhéroes. Sólo tenemos que fijarnos en la descripción que hace el historiador Tito
Livio de Aníbal para encontrar al personaje malo malísimo de cualquier
película de James Bond:
“Ningún
otro jefe despertaba en los soldados el grado de confianza que suscitaba
Aníbal. Nadie tenía tanta audacia para afrontar el peligro, ni más sangre fría
en medio del peligro. Ninguna fatiga podía agotar su cuerpo ni vencer su alma;
resistía igual el frío y el calor; en cuanto a la comida y la bebida, se
acomodaba a sus necesidades, no a su placer; para vigilar y dormir no hacía
ninguna diferencia entre el día y la noche; el tiempo que le dejaban sus
obligaciones lo dedicaba al sueño, y ese sueño no lo buscaba en un lecho blando
o en el silencio: muchos le vieron muchas veces cubierto con un abrigo de soldado,
acostado en el suelo en medio de los centinelas y de los puestos de guardia.
Sus ropas no eran en nada distintas a las de los jóvenes de su edad: eran sus
armas y sus caballos los que llamaban la atención. De todos los jinetes y de
todos los soldados de infantería era, de lejos, el mejor; iba el primero al
combate y era el último en retirarse”.
“Pero
esas grandes cualidades contrastaban con vicios enormes: una crueldad inhumana,
una perfidia más que púnica, ningún anhelo por la verdad, ni sentido de lo sagrado,
ni temor de los dioses, ningún respeto por los juramentos ni escrúpulo
religioso”.
En resumen, la vieja táctica de encumbrar
las habilidades del enemigo (hemos vencido a un enemigo sin igual) a la par que
se le describe como la personificación del demonio con cuernos y rabo
(nosotros, los buenos de la película, tuvimos que acabar con él).
Personalmente
me quedo con los elogios más que con los menosprecios.
No parece Aníbal mucho más cruel que los romanos en sus campañas en Hispania,
en donde utilizó tanto la fuerza como la diplomacia. Aunque no está del todo
confirmado, parece ser que se casó en Hispania con una princesa íbera de
nombre Himilce, con la que tuvo un hijo, Áspar. Sea como fuera, la presencia de
mercenarios íberos en sus tropas hace pensar que no a todos los pueblos los
hacía pasar a cuchillo en Iberia. Algo que aprendería de su padre, Amílcar
Barca, y de su madre, una mujer ibérica.
Pero donde tenemos la verdadera dimensión
de su crueldad, en comparación con los romanos, es analizando su epopeya bélica
contra ellos. Mientras Aníbal liberaba a los prisioneros, pues su objetivo
nunca fue aniquilar Roma, los romanos concibieron la Segunda Guerra Púnica como
una guerra de exterminio. Sólo tenemos que fijarnos en el final a la que sometería
años después a Cartago, arrasada hasta los cimientos tras una carnicería sin
igual.
Una
perfidia más que púnica dice Tito Livio. Los púnicos, al igual que sus padres, los
fenicios, han tenido muy mala publicidad histórica. Y tanto griegos como
romanos nos legaron una visión sesgada de estos comerciantes del Mediterráneo.
Por ejemplo, en los cómics de Astérix aparecen retratados como pérfidos
comerciantes sólo interesados por el dinero, uno de sus clichés favoritos.
Ahora bien, pocos son los que conocen que fueron ellos los difusores del
alfabeto por toda la ribera mediterránea o que fueron los primeros en salvar
los vientos que impedían cruzar el Estrecho de Gibraltar sumergiendo una vela y
aprovechando las corrientes marinas. Hasta Camerún llegó la expedición de
Hannon, aunque nadie se acuerde de ello ya.
Y Cartago, que pronto superó como colonia
exitosa a su metrópoli fenicia, debía ser una ciudad llena de bibliotecas,
cosmopolita y con un gobierno eficaz que evitó guerras civiles o perniciosas
tiranías. Ya lo dijo Aristóteles, quién escribió en su política: “también los cartagineses tienen fama de
gobernarse bien y con mucha ventaja sobre los demás”.
Pero nada de esto conocemos hoy en día.
Las personas profanas en historia no tienen una idea preconcebida de Cartago
porque fue borrada de la faz de la tierra por Roma. Así de simple se desaparece
de la Historia. Aunque como los romanos eran los buenos de la película…
Pero vayamos al respeto por los
juramentos. Tito Livio indica que Aníbal no tenía ningún respeto por los
acuerdos firmados pero, en verdad, esa actitud es más romana que púnica. O, al
menos, en igualdad de condiciones. En Hispania conocemos numerosos casos de la
fidelidad al juramento de los romanos, como en el caso de los lusitanos y
Viriato. Pero en lo que a nuestra figura concierne resulta paradigmático el
pretexto de la Segunda Guerra Púnica, la
toma de la ciudad de Sagunto.
Último día de Sagunto. Óleo de Francisco Domingo Marqués. 1869 |
En otro post anterior estudié este caso
pormenorizadamente (aquí)
pero por resumir mucho el asunto indicaré que los que verdaderamente rompieron
un acuerdo fueron los romanos (El Tratado del Ebro) y que Sagunto fue la excusa
perfecta para esgrimir una guerra contra Cartago, la cual se estaba haciendo
nuevamente una peligrosa competidora en el Mediterráneo. Ahora bien, dos no
pelean si uno no quiere y Aníbal también debía tener ganas de enseñarle a los romanos
sus artes en la guerra. El asunto de Sagunto podía haber sido resuelto con
diplomacia y mano izquierda, pero Aníbal, al seguir con su envite durante
meses, conocía las consecuencias que se derivarían de su conquista.
Que Aníbal estaba preparado para la guerra
contra Roma se entiende al analizar cómo afrontó la campaña contra ellos.
Sorprendió a todos realizando una increíble
travesía para la época: atravesó los Pirineos y los Alpes con su ejército,
superando grandes dificultades y colocando el campo de batalla en Italia, para
sorpresa mayúscula de los romanos.
Travesía de los Alpes. Heinrich Leutemann |
La
travesía que utilizó para realizar este
fabuloso recorrido aún no se conoce con
exactitud y los diferentes investigadores no se ponen de acuerdo sobre
ello. Tito Livio y Polibio, las dos fuentes principales, fueron muy imprecisos
al respecto y la arqueología nada ha podido aclarar sobre el asunto. Por tanto,
la imaginación más que el método científico ha profundizado en este aspecto de
la campaña militar, existiendo millares de tratados al respecto. Lo que sí
sabemos es que la mayoría de sus escasos elefantes de guerra murieron por el
camino y no fueron para nada decisivos en las batallas posteriores, a pesar de
la creencia popular.
A finales del año 218 a.C. ya estaba en
Italia demostrando a los romanos su genio militar. Fue derrotando a todos y
cada uno de los ejércitos que le salieron al frente (Tesino, Trebia, Lago
Trasimeno, Plestia, Ager Falernus y Geronium) con una audacia inusual. Y el 2 de agosto de 216 a.C., en Cannas,
infligió a las huestes romanas la mayor derrota de su historia. 50.000
hombres fueron capaces de derrotar totalmente a 87.000 romanos aplicando una
estrategia de pinza que aún se estudia en las academias militares (en la
Primera Guerra Mundial esta misma táctica fue seguida en el Plan Schlieffen
alemán para invadir Francia). Mientras que Aníbal perdió unos 6.000 hombres, en
el bando romano murieron unos 50.000 soldados. Una derrota sin paliativos que
provocó el terror en la ciudad de Roma. No obstante, todavía debemos esperar
unas derrotas más para escuchar el temeroso grito de los romanos: “Hannibal ad portas” (Aníbal está a las
puertas).
La muerte deLucio Emmilio Paulo en Cannas. John Trumbull. 1773 |
No
conocemos las verdaderas razones por las que Aníbal no intentó destruir la
ciudad de Roma. Ninguna fuente nos ha mostrado su
verdadero pensamiento y todo lo que podemos conjeturar son hipótesis.
Muchos suponen que se trató de un problema
logístico, pues no tenía medios para sitiar la ciudad. En verdad, los
historiadores son más partidarios de otro pensamiento más profundo: Aníbal no
deseaba la destrucción física de Roma, sino su destrucción política. Deseaba
que los romanos perdieran a sus aliados, se rindieran y firmaran un tratado
ventajoso para Cartago. Su idea no era destruirles y en eso se equivocó. Pues
los romanos concibieron esta guerra como una de exterminio y supervivencia
vital. Rendirse no estaba en sus planes y pusieron toda la carne en el asador
para enfrentarse al desafío de Aníbal, algo que el general cartaginés no tuvo
de su patria, que siempre racaneó los medios proporcionados.
La suerte para Roma fue la eclosión de una
figura que corre paralela a Aníbal, Publio Cornelio Escipión. Este militar
romano llevó la guerra a Hispania, derrotó a los cartagineses allí y obligó a
un enfrentamiento final a Cartago en la llanura de Zama el 19 de octubre de 202 a.C. Aníbal se enfrentó a Escipión con
todas sus fuerzas, elefantes incluidos. Pero en esta ocasión el general romano
le infringió una derrota sin paliativos a pesar de contar con un ejército
numéricamente inferior. Anuló a sus elefantes de guerra, protagonistas de la
primera carga frontal, confundiéndolos con deslumbramientos y música, para
posteriormente lancearlos en pasillos que les abrieron los legionarios. Luego,
la caballería romana y de los aliados númidas puso en fuga a la caballería
cartaginesa. Y cuando la infantería de ambos ejércitos se estaba aplicando a
fondo regresó la caballería romana para decidir la batalla.
Batalla de Zama. Grabado de Cornelis Cort. 1567 |
Zama no fue el final de Aníbal. Huyó de la
batalla y de Cartago, escasamente clemente con los generales derrotados. Poco
sabemos de lo que le ocurrió después, aunque para el año 196 a.C. le
encontramos nuevamente en Cartago, como un importante magistrado público. Desde
su cargo combatió la corrupción, evitó el enfrentamiento con los romanos y
acercó numerosas reformas al pueblo. Hasta tal punto que una temerosa
aristocracia cartaginesa conspiró en su contra y difundió el falso rumor en
Roma de que Aníbal preparaba una nueva guerra aliado con el rey Antíoco III.
Los romanos obviaron la veracidad de tales acusaciones y aplaudieron el
pretexto con el cual podían apresar al general cartaginés y llevarle a Roma
encadenado. No en vano Aníbal se había convertido en una especie de mito que
había puesto de rodillas a Roma.
Y como si de la persecución de Bin Laden
se tratara, los romanos se afanaron en
perseguir a Aníbal hasta los confines del mundo. El cartaginés tuvo que
huir de su patria traicionado por los suyos. Llegó hasta la corte de Antíoco
III, enemigo de Roma que le dio cobijo hasta que las derrotas ante los romanos
le obligaron de nuevo a escapar. Marchó hasta Armenia, donde el rey Artaxias le
encomendó la realización de una nueva capital para su reino. El proyecto quedó
inconcluso, pues tuvo de nuevo que huir ante la presión romana, refugiándose en
el reino de Bitinia.
En Bitinia, Prusias, su rey, no sólo le
encomendó la planificación de una nueva ciudad llamada Prusa (hoy Bursa,
Anatolia, Turquía), que aún hoy existe, sino que también le empleó como
estratega contra la fronteriza Pérgamo. En una de las batallas navales entre
ambos reinos, el ingenio de Aníbal decidió la victoria: localizó con un ardid
la nave capitana y concentró sobre ella el fuego de las catapultas, que
enviaron numerosas vasijas con serpientes. La confusión que creó permitió la
victoria de Bitinia a pesar de su inferioridad numérica.
Pero cuando los romanos llegaron en ayuda
de Pérgamo ni Aníbal pudo frenar su poderío. El rey de Bitinia le traicionó y
le entregó a los romanos. Y Aníbal,
encerrado en una habitación en la ciudad de Libisa, decidió tomar un veneno
antes de ser atrapado con vida. Corría el año 183 a.C. y Aníbal tenía por
aquel entonces 63 años.
Terminaba así la existencia vital de una
figura que sólo tuvo el respeto del único general que le derrotó en el campo de
batalla, Escipión el Africano. Fue este ilustre romano el que le permitió
volver a residir en Cartago y quién se opuso a perseguirle cuando llegaron los
rumores de su infundada traición. Tal fue la sintonía de ambas figuras que
ambos murieron el mismo año y asqueados con su patria. Escipión fue acusado
públicamente de corrupción en los acuerdos de paz firmados con Antíoco III y
murió retirado en su villa alejado de Roma. En su epitafio colocó el siguiente
mensaje: “Patria ingrata, no posees ni
siquiera mis huesos”.
Tampoco Cartago tuvo los restos de Aníbal,
restos que reposaron cerca de Libisa (actual Gebze) en Kocaeli y que en el
pasado se perdieron para siempre.
Aníbal
fue un militar a la altura de los más grandes, un político que ayudó al pueblo,
un constructor capaz de diseñar y levantar ciudades. Un personaje, en
definitiva, muy distinto del cruel y sanguinario que nos muestran las fuentes
romanas.
Sus enemigos le intentaron hacer
desaparecer de la historia, borrando su recuerdo y ocultando sus éxitos. Nada
sabemos sobre sus pensamientos o sus pasiones. Pero nos queda su audacia al
concebir un plan de ataque, cruzando los Pirineos y los Alpes, que se
consideraba imposible en su época; o su ingenio militar, plasmado en la
estrategia de Cannas. Como otros grandes estrategas militares, tales como
Napoleón, murió en el exilio, repudiado por todos aquellos a los que defendió.
Pero, a pesar de los siglos transcurridos, su figura sigue estando presente y
se resiste a abonar el terreno del olvido.
Aníbal, un hombre más recordado que
Cartago, la ciudad a la que sirvió y que le repudió en la derrota. Un personaje
trascendental que fue mucho más que el archienemigo de Roma. Un hombre que, con sus matices, fue todo
menos el malo de la película.
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