En el año 1953 se estrenó la película Los caballeros las prefieren rubias, basada
en la novela del mismo título de Anita Loos y protagonizada por la incomparable
Marilyn Monroe, quién protagonizaba el ideal de belleza de la época.
Tal vez, desde entonces, se tiene la idea de que los
hombres prefieren a las mujeres rubias antes que a las morenas o las castañas.
Y en 2018 salió un estudio, realizado por la Universidad de Augsburg, en
Minnesota (Estados Unidos), en el que se afirmaba que, para los hombres, las
mujeres rubias son más atractivas y parecen más jóvenes que las mujeres cuyo
color de pelo es moreno o castaño. No obstante, como también señalaron los
autores del estudio, David C. Matz y Verlin B. Hinsz, los hombres no elegirían
a una mujer rubia para casarse o tener hijos pues las consideran más frívolas.
Dejando a un lado las opiniones al respecto, hay que
indicar que este gusto de los hombres por las mujeres rubias nos ha sido legado
por los romanos, quienes ya sufrieron el encanto fatal de las mujeres rubias.
¿Os interesa el tema?
Las mujeres romanas, como todas las del sur del
mediterráneo de la época, poseían cabellos castaños y morenos. Y sólo se teñían
el pelo cuando comenzaban a aparecer las temidas canas. Pero todo cambió para
ellas cuando Julio César, en su regreso de la campaña en la que sometió la
Galia, trajo como prisioneras a numerosas mujeres de blanca piel y rubios
cabellos.
Desde ese momento, las mujeres romanas pudientes decidieron
cambiar el color de sus cabellos por el rubio, que como exótico, resultaba
tremendamente atractivo para el hombre romano. Aquello fue una verdadera
revolución social pues, hasta entonces, eran las prostitutas las que estaban
obligadas a teñirse de rubias para diferenciarse de las nobles y decentes
mujeres romanas.
Para cambiar su color de pelo ello utilizaron tintes y
pelucas.
Según comenta Raffel Pagés, afamado peluquero que posee
un museo sobre la Historia de la Peluquería en Barcelona, para teñir el cabello
de rubio las romanas utilizaban sobre todo azafrán y también una famosa receta
compuesta a base de grasa de cabra y cenizas de haya, aunque no era muy
saludable para el cabello.
En efecto, Plinio el Viejo nos ofrece la receta de tan
peculiar ungüento en su obra Historia Natural (XXVIII, 51):
“El sapo,
también, es muy útil para este propósito, una invención de las Galias, para dar
un tinte rojizo al cabello. Se prepara con sebo y ceniza, de las que las
mejores son las de haya y carpe: hay dos tipos, el sapo sólido y el líquido,
ambos muy utilizados por los pueblos germanos, por los hombres más que por las
mujeres”.
Además de la receta de Plinio, las romanas también
utilizaban la denominada pila mattiaca,
una bolas de tierra proveniente de la ciudad de Mattium (ciudad en el norte de
Hesse, Alemania) con las que obtenían un rubio rojizo. Marcial dejó escrito el
uso de este tipo de tinte en sus famosos Epigramas (Libro XIV, 27):
“Si a teñir te
dispones, ya canosa, tus longevos cabellos, toma — ¿a dónde te llegará la
calva?— unas bolas matiacas”.
Aquí marcial aconseja teñirse de rubia las canas antes
que arrancarse los cabellos canosos, pues el único resultado de tal costumbre
sería quedarse calva sin remedio.
El maquillaje de una señora - Una matrona romana es maquillada y peinada por sus esclavas en el tocador. Óleo por Juan Giménez Martín. Siglo XIX. Congreso de los Diputados, Madrid. |
“La loción de
los catos enciende las cabelleras teutónicas: podrás ir mejor arreglada con
cabelleras cautivas”.
En efecto, en la Roma antigua existía un prolífero
mercado de pelucas confeccionadas con las cabelleras de esclavas bárbaras.
La esposa de un emperador como Claudio, Mesalina, y la
emperatriz Faustina tenían más de 700 modelos de pelucas, especialmente rubias
para sus noches lujuriosas y de desenfreno sexual. Según nos contó Juvenal,
Mesalina frecuentaba las noches en un burdel cuan prostituta ataviada con una
de esas pelucas rubias (Sátiras, VI, 114-132):
“Fíjate en los
rivales de los dioses, escucha lo que aguantó Claudio, Cuando la esposa se daba
cuenta de que su marido dormía tenía el valor de preferir una estera al
dormitorio del Palatino, de tomar, augusta cortesana, una capucha de noche, y
abandonar al esposo, no haciéndose acompañar por nadie más que por una esclava.
Pero
es que con una peluca rubia que escondía su cabello negro fue a meterse en un
burdel asfixiante con sus cortinas harapientas, y un cuartito vacío que era
para ella. A continuación, desnuda y con los pezones ribeteados de oro, estuvo
allí tomando el falso nombre de «Lobita», y dejó al descubierto el vientre que
te parió, generoso Británico.
Recibió
zalamera a los que entraban y les pidió el dinero. [Y tumbada boca arriba se
tragó los pollazos de muchos.] Luego, cuando el chulo despedía ya a sus chicas,
partió triste, y, con todo, hizo lo que pudo, cerrar la última su cuartito,
ardiendo aún con la calentura de su clitoris rígido, y se retiró agotada de
tíos pero aún no saciada. Afeada por sus mejillas oscuras y sucia con el humo
del candil llevó la almohada imperial el olor de la casa de putas”.
La importancia del rubio era tal que se utilizaban
diversos términos para designarlo y referirse a las diferentes tonalidades del
rubio: flavus, aureus, croceus, fulvus,
rufus, rutilus...
Fue más adelante, en tiempos del emperador Adriano,
cuando se puso de moda que los hombres también tiñeran de rubio su cabello, a
veces para tapar las canas, algo que posteriormente el emperador Cómodo
seguiría hasta el extremo. De él se cuenta que espolvoreaba la cabellera con
oro molido.
Por supuesto, no
todos eran partidarios de los tintes y las pelucas. Los autores más
conservadores criticaron esta moda que atentaba contra las costumbres romanas
más ancestrales. El poeta Propercio es un buen ejemplo (Elegías, II, 18):
“Todavía ahora
imitas insensata a los pintados britanos y coqueteas con tu cabeza teñida con
brillo extranjero? Tal como la naturaleza la dio, así es ideal toda belleza:
feo es el color belga para los rostros romanos.
¡Qué
surjan bajo tierra muchos males para la doncella que cambia su cabello con
artificio inapropiado! ¿Es que si una se tiñera sus sienes con tinte azul, por eso esa belleza azulada le sentaría bien?”.
Y otros incidían, no sin razón, en los perjuicios que
provocaban los agresivos tintes utilizados por las romanas. Aquí destacaré las
palabras de Ovidio (Amores, I, 14):
“Ya te lo decía:
- Deja de teñir tus cabellos -, ahora ya no tienes ni un pelo que puedas
colorear… No eran negros, ni dorados, sino de un tono intermedio, igual que el
del alto cedro, al que se arranca su corteza en los húmedos valles del empinado
Ida… Tuyo es el delito, y tuya fue la mano que derramó el veneno en tu cabeza”.
Tampoco Tertuliano era muy aficionado a los tintes,
algo que expresaba con genial ironía (Los adornos de las mujeres, II, 6):
“Veo que algunas
incluso se tiñen el cabello de color rubio azafrán. Hasta les avergüenza, su
país, porque no han nacido ni en Germania, ni en la Galia. Así cambian de
patria con el cabello (…) Las que se esfuerzan en hacerlo negro de blanco son
las que lamentan haber vivido hasta la
vejez. ¡Qué temeridad!”.
El cabello, símbolo privilegiado de belleza y elemento
de provocación erótica, aparece descrito una y otra vez en los textos latinos
de Ovidio o Catulo. Por ejemplo, en este último, vemos una propensión por las
melenas rubias como símbolo de belleza, tal como nos demuestra en varios de sus
poemas: c. 64.63 sobre la rubia Ariadna “sin
retener en su flava [rubia] cabeza la
sutil mitra”; c. 66.62 sobre Berenice “votados
despojos de una flava cabeza”. Para las mujeres terrenales Catulo utiliza
el término cándida, que también podría referirse a la piel, como en el c. 13, 4
“cena, no sin una cándida chica” o c.
35, 8 “aunque una cándida muchacha mil
veces”.
Pero me voy a despedir con un par de incisivos poemas
de Marcial, en el que nos queda clara la aversión de los romanos por quedarse
calvos y las ridículas soluciones que se inventaban.
(Epigramas, Libro , 49):
“A un calvo
El
otro día, viéndote por casualidad sentado a ti solo, te tomé por tres personas.
Me engañó el número de tu calva: tienes cabellos a una parte y tienes a la
otra, y tan largos como los que pueden sentar bien incluso a un adolescente; en
su mitad, tienes la cabeza desnuda y en un largo espacio no se deja ver ni un
solo pelo.
Este
error te vino bien en diciembre, cuando el emperador distribuyó comida:
volviste con
tres raciones. Creo que así fue Gerión. Te aconsejo que evites el pórtico de
Filipo: como te vea Hércules, estás perdido”.
(Epigramas, Libro X, 83):
“Calva mal
disimulada
Recoges
de aquí y de allá tus cuatro pelos y la anchurosa explanada de tu
resplandeciente calva la tapas, Marino, con las melenas de los temporales.
Pero, movidos al impulso del viento, se vuelven y son devueltos a su sitio y tu
cabeza desnuda la ciñen de este lado y del otro con grandes mechones. Podría
pensarse que entre Espendóforo y Telesforo está Hérmeros, el de Cidas. ¿Quieres
reconocer con mayor franqueza que eres un anciano, para que parezca de una vez
que eres una sola persona? No hay cosa más ridícula que un calvo melenudo”.
Marcial sigue de relativa actualidad |
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