domingo, 26 de abril de 2015

Documentos sobre Bombardeo de Guernica



A continuación vamos a reproducir el artículo realizado por el periodista George Lowter Steer sobre el bombardeo de Guernica, en el cual se describe con bastante precisión tanto el bombardeo como las consecuencias del mismo.

Además de lo anterior, existen cuatro importantes testimonios directos del bombardeo. El de Joseba Elósegui (Quiero morir por algo, Burdebs, 1971), el de Ignacio Rezabal (Un gudari navarro, San Sebastián, 1979), el de Alberto Onaindia (Hombre de paz en la guerra, Buenos Aires, 1973) y el de Castor Uriarte (Bombas y mentiras sobre Guernica, Bilbao, 1976). A continuación reproduciremos también partes de la obra de los dos últimos.


Relato del bombardeo de Guernica por Steer:

Nadie en la villa pensaba probablemente en la guerra cuando, a las cuatro y media, la campana de la torre de la iglesia comenzó a sonar con estrépito. En toda España un toque de campana a rebato con una sola campana significaba alarma aérea. La población corrió a buscar refugio y los corderos de la plaza se quedaron solos, librados a su propia suerte. Había numerosos refugios en Guernica, habilitados después del terrible raid aéreo perpetrado contra Durango el 31 de marzo. Los sótanos estaban cubiertos con sacos de arena y les entradas también. Un letrero de cartón sobre la puerta con la palabra "Refugio", artísticamente pintada, indicaba al pueblo dónde debía meterse. Aunque había habido pocas alarmas en Guernica desde el comienzo de las hostilidades toda la población vasca tomaba muy en serio la alarma de las campanas de su iglesia. Unos minutos después, apareció un Heinkel 111 y lanzó seis bombas de calibre medio (de unas 50 libras), cerca de la estación junto con una tromba de granadas. Un directivo de la Compañía del Ferrocarril, que se hallaba en la oficina telefoneó a Bilbao para informar que en aquel momento un aeroplano bombardeaba Guernica. Momentos más tarde apareció otro Heinkel 111 que bombardeó ta misma zona pero esta vez con más aproximación. El teléfono con Bilbao quedó interrumpido. El avión barrió a la población con sus ametralladoras de frente y costado, disparadas al azar. Finalmente enderezó la marcha, giró y se fue de vuelta a su base. El párroco R. P. Arronategui salió de su iglesia con los sacramentos para socorrer a los que, según le habían informado, agonizaban cerca de la estación del ferrocarril. Marchó tranquilo a través de las calles desiertas con el óleo sagrado.
Todavía no habían comenzado los incendios. Pasaron quince minutos y la gente comenzó a salir de los refugios. De pronto se oyó un insistente ronroneo de motores hacia el Este. Era el ruido de los que, en momentos menos trágicos, solíamos llamar "los tranvías", los Junker 52, tan toscos y pesados que más parecía tenían que estar colgados de algo, que volando por si mismos. Fueron los bombarderos más pesados que Alemania envió a España. Vaciaron su carga de bombas por grupos de una tonelada cada vez sobre la ciudad, cuyas calles se despejaron nuevamente. Volaron pesadamente sobre Guernica y las bombas caían mecánicamente en línea, después de cada pasada. Seguía el tremendo estallido de la explosión. El humo se levantó sobre Guernica como si fuera algodón en la cabeza de un negro. Surgió en todas partes a medida que pasaban más y más bombarderos.
Además de las numerosas bombas de cincuenta y cien libras, los alemanes lanzaron grandes torpedos de hasta mil libras. En una ciudad pequeña y compacta como Guernica casi siempre alcanzaban algún edificio, rasgándolo de arriba abajo verticalmente, haciendo explosión en los sótanos. Las bombas penetraban en los refugios. La moral de la población había sido buena hasta este momento, pero luego fue presa del pánico. Una escuadrilla de cazas Heinkel 51, tal vez los mismos que nos hostigaban a nosotros aquella misma tarde, esperaba este momento. Hasta entonces habían estado ametrallando las carreteras en torno a Guernica dispersando, matando e hiriendo los rebaños y sus pastores. Cuando la población aterrorizada escapaba de la ciudad, descendieron a ras de tierra para barrerla con sus ametralladoras. Entre los muertos hubo mujeres cuyos cuerpos inertes pude ver después. Emplearon la misma técnica que en Durango el 31 de marzo, hacia ya casi un mes.
Los aviones de caza se lanzaban en línea, como el frente de una ola avanza sobre la fresca arena al borde de la playa. Reventaban en espuma, arrojándose en picado, escupiendo fuego sobre el campo. ¡Veinte ametralladoras accionando juntas en línea y el roncar de diez motores! Volaban siempre con su proa hacia Guernica. Para los pilotos el jueguecito debió ser como dejarse arrastrar por la ola, cuando uno se baña en la orilla del mar. La población, espantada, permanecía entretanto en las cunetas boca abajo o con la espalda pegada al tronco de algún árbol. Algunos se deslizaban contorsionándose en alcantarillas y agujeros, y, finalmente, otros, cerraban simplemente los ojos y corrían en campo abierto a través de los verdes prados. Muchos cometieron el disparate de encerrarse nuevamente en la ciudad para huir del ataque aéreo. Fue entonces cuando comenzó el bombardeo pesado de Guernica. Fue entonces cuando el puño opresor borró la ciudad de Guernica de la faz de aquel plácido paisaje de Bizkaia.
Serian aproximadamente las cinco y cuarto. Durante dos horas y media escuadrillas integradas de tres a doce aviones de tipos Heinkel 111 y Junker 52 bombardearon Guernica despiadadamente y con un sistema prefijado. Eligieron sus zonas de ataque de manera ordenada. Iniciaron la operación al este de la Casa de Juntas y al norte de la fábrica de armas. Las primeras bombas cayeron como una corona de estrellas alrededor del hospital, en la carretera de Bermeo. Volaron todas las ventanas como impulsadas por un soplo divino. Los heridos de las milicias fueron lanzados fuere de sus camas. La estructura de soporte del edificio se resquebrajó con la vibración. Sobre las casas despedazadas cuyas cortinas, alfombras, vigas astilladas, entarimados reventados, muebles rotos y dispersos, estaban ya listos para ser pasto de las llamas, los aviones lanzaron copos de plata. Eran tubos de dos libras de peso, de una largura aproximadamente igual al antebrazo de una persona, brillantes como la plata: tenían sus paredes externas de aluminio y magnesio.
Dentro, como en el principio del mundo de Prometeo, dormía el fuego. Fuego en forma de polvo plateado, de sesenta y cinco gramos de peso, listo pare fluir a través de seis aberturas situadas en la base del argentado tubo. Así, cuando las casas se desplomaron sobre sus habitantes llovió fuego en conserva desde el cielo, para abrasarlos. Cada veinte minutos llegaba una nueva oleada de aviones. Entre explosión y explosión, los chorros de fuego de metal derretido prendían cortinas y alfombras: puertas y vigas. Un enorme manto gris cubrió a Guernica: parecía sostenido desde el suelo por pilares blancos que emanaban de los incendios. En tas cortas pausas que ofrecía el arte de la guerra organizada, los habitantes corrían por la ciudad despejando las salidas de los asfixiantes refugios y rescatando a los niños de las casas en llamas. Recuperaban también enseres de escaso valor. Se oían gemidos (en Guernica) y se trabajaba sin tregua para sacar a los heridos de entre las ruinas antes de que llegara la siguiente oleada de aviones, lo cual sucedía unos veinte minutos después. Los sacerdotes hablaban al pueblo para mantenerlo en calma. Ya para entonces los habitantes de Guernica se habían armado de una especie de espíritu de resistencia pasiva.
El rostro de la ciudad se estaba convirtiendo en cenizas, y todas las caras estaban de color gris, como Guernica. Mas el terror había alcanzado un estado de resignada tenacidad como jamás se vio en Bizkaia. En los intervalos algunos escaparon del pueblo, pero el miedo a los aviones de caza y a la separación de sus familias decidió a muchos a permanecer en él. Y los aviones volvieron una y otra vez con sus tubos metálicos para arrojarlos sobre Guernica, destruir otro sector de la ciudad y enterrar a más seres humanos en los refugios. El sector de la ciudad en el que era posible moverse se fue reduciendo. La iglesia de San Juan ardía furiosamente con un enorme agujero producido por una bomba en la mitad de su techo: el altar y el púlpito ardían como una antorcha. Hasta algunos edificios aislados fueron alcanzados. En la iglesia parroquial de Andra Mari, en la esquina de la plaza donde habían estado los corderos, era presa del fuego le capilla situada detrás del altar.
La gente no atrapada en los refugios, huyó hacia el Norte ante el descomunal incendio. Entonces los aviones que atacaban Guernica perdieron altura y comenzaron a volar muy bajo. Debía ser muy difícil localizar el objetivo en medio del humo y el hollín que lanzaba aquella hoguera gigante. Volaban a seiscientos pies de altura, con calma, lanzando sus tubos argentados, que caían sobre las casas que aún estaban en pie, en medio de un horno que desprendía un calor insoportable, y luego se deslizaban de piso en piso. Guernica era una ciudad muy densa, un enjambre ideal para servir de pasto a los aviones alemanes. Ya nadie se preocupaba allá abajo de salvar nada. Entre bombardeo y bombardeo, las gentes de la ciudad en llamas se sentaba en aturdidos grupos de centenares en las carreteras de Bermeo y Múgica. Afortunadamente, los aviones de caza habían desaparecido y no volaban al acecho de la población civil en fuga para masacrarla en campo abierto. Para las siete y media de la tarde, el fuego estaba devorando totalmente la pequeña y poblada ciudad excepto la Casa de Juntas y las casas de las familias fascistas, que siendo más ricas que las otras vivían en mansiones de piedra apartadas del pueblo. El voraz incendio no se corrió a sus propiedades, aunque el fuego, bajo el impulso del viento, extendió en algunos casos sus garras hasta ellas. A las siete y cuarenta y cinco minutos se fue el último avión



Relato del bombardeo por Cástor Uriarte:

Cuando a las cuatro y media de la tarde, estaba comprobando las sumas de la precitada liquidación en la oficina de los contratistas de la calle San Juan [...] vimos un avión que daba vueltas sobre la villa y se marchaba hacia Amorebieta, después de soltar tres bombas explosivas sobre diferentes puntos de la villa. La gente que como día feriado era numerosa, asustada, se guareció en los refugios o huyó hacia los bosques y caseríos cercanos. Yo me amparé en el refugio que habíamos hecho en los sótanos y allí aguanté, una hora aproximadamente, el bombardeo ininterrumpido [...]
El bombardeo duró hasta las ocho menos cuarto de la tarde. Al salir, comprobé que mi coche [...] estaba ardiendo por efecto de una bomba incendiaria que cayó encima de él y me dirigí hacia la vía del ferrocarril, para ver lo que había pasado a las fábricas de material de guerra... Quedé sorprendido al ver que la aviación las dejó intactas; por lo visto intencionadamente, para poder aprovechar su producción cuando tomaran Guernica. También lo estaban la Casa de Juntas y el Arbol de Guernica, por temor, sin duda, a la protesta de los elementos vascos, sobre todo navarros, que venían con las tropas franquistas.

Relato del bombardeo por Alberto Onaíndia, testigo ocular:

Era lunes y día de mercado. Pasábamos cerca de la estación cuando oímos una explosión de bomba, a la que siguieron inmediatamente otras dos. Un avión que volaba muy bajo lanzó su carga y se alejó en unos instantes. Era la primera experiencia de guerra de Guernica. El pánico de los primeros momentos conmovió a la población y a los aldeanos llegados al mercado semanal. Notamos un excitado alboroto. Bajamos del coche y procuramos indagar lo sucedido y calmar a muchas mujeres que se mostraban nerviosas y excitadas. Minutos más tarde cayeron nuevas bombas en las proximidades del convento de las Madres Mercedarias, y la gente comenzó a abandonar las calles y a esconderse en abrigos, en sótanos y bajo cubierto. Muy pronto asomaron como viniendo del mar unos ocho aparatos pesados que lanzaron numerosas bombas, y tras ellos se siguió una verdadera lluvia de bombas incendiarias.
Durante más de tres horas se sucedieron oleadas de bombarderos, de aviones con bombas incendiarias y de aparatos sueltos que bajaban a unos 200 metros de altura para ametrallar a las pobres gentes que huían despavoridas. Yo no conocía la marca de los aviones, porque no entiendo nada de estas peculiaridades.
Durante mucho tiempo estuvimos en la salida de la Villa hacia Munitibar y Marquina. El estallido de las bombas, los incendios que comenzaron a producirse y la persecución de los aparatos de ametrallamiento nos obligaron a cobijarnos bajo los árboles, en soportales de casas, en pleno campo echándonos a tierra cuando veíamos acercarse algún avión. No había ningún antiaéreo, ninguna defensa, éramos presa cercada y acorralada por unas fuerzas diabólicas que perseguían a miles de indefensos habitantes. Por las calles andaban sueltas las bestias del mercado, burros, cerdos, gallinas. En medio de aquella conflagración, veíamos a gente que huía gritando, rezando o gesticulando contra los asaltantes. Nos alejamos por fin de la Villa que ardía, pero viendo llegar varios aviones que pasarían sobre nosotros, abandonamos el coche y corrimos a escondernos bajo los árboles. Allí pasaba un riachuelo con su puentecillo de losas, y nos protegimos bajo el mismo, mientras a pocos metros estallaban tres bombas levantando una polvareda que nos cegaba. Alguien dejó la carretera y subió unos metros en la arboleda. Cuando se hizo la calma, descubrimos a una mujer muerta, ametrallada, y a un joven gudari que había sido víctima de la expansión de la bomba. No tenía herida alguna, pero de boca y nariz manaba gran cantidad de sangre. A ambos les di la absolución. Nos dijeron que el gudari se llamaba Gotzon. Todas las cunetas y zanjas estaban llenas de gente que quería esconderse o protegerse contra el ataque a mansalva de la aviación enemiga. La Providencia nos libró aquel día. Muchas ramitas de árboles y abundante tierra cayó sobre nuestras cabezas cada vez que explotaban bombas en nuestro derredor. A las ocho menos cuarto de aquel radiante atardecer de abril cesó la sistemática destrucción de nuestra Villa Santa. Habían sido aviones alemanes que fueron enviados sobre Guernica para hacer un ensayo de guerra totalitaria. Era el primer ejemplo de este género de lucha: primero unas bombas para alarmar a la población, luego oleadas de bombarderos con explosivos seguidos de bombas incendiarias y, por último, aviones ligeros que ametrallaban a los desgraciados que pretendían huir para salvar su vida. Otras experiencias de bombardeos he tenido más tarde en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial. Pero nunca me sentí tan desamparado y tan víctima indefensa como aquel 26 de abril de 1937.
Guernica ardía. No veíamos mucho fuego durante las dos primeras horas porque era de día y el humo ocultaba las hogueras. Pero cuando quisimos penetrar en la villa, no podíamos dar muchos pasos sin sentirnos ahogados por el humo y las llamaradas que comenzaron a consumir las viviendas todas. Inmenso gentío se congregó en las afueras del conglomerado de casas. Unos lloraban, otros rezaban, no pocos miraban el espectáculo como petrificados de horror y de espanto.

FUENTE: Paul Preston. La muerte de Guernica.


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