A continuación vamos a
reproducir el artículo realizado por el periodista George Lowter Steer sobre el bombardeo de Guernica, en el cual se
describe con bastante precisión tanto el bombardeo como las consecuencias del
mismo.
Además de lo anterior, existen
cuatro importantes testimonios directos del bombardeo. El de Joseba Elósegui (Quiero
morir por algo, Burdebs, 1971), el de Ignacio Rezabal (Un gudari navarro,
San Sebastián, 1979), el de Alberto
Onaindia (Hombre de paz en la guerra, Buenos Aires, 1973) y el de
Castor Uriarte (Bombas y
mentiras sobre Guernica, Bilbao, 1976). A continuación reproduciremos
también partes de la obra de los dos últimos.
Relato del bombardeo de
Guernica por Steer:
Nadie en la villa pensaba
probablemente en la guerra cuando, a las cuatro y media, la campana de la torre
de la iglesia comenzó a sonar con estrépito. En toda España un toque de campana
a rebato con una sola campana significaba alarma aérea. La población corrió a
buscar refugio y los corderos de la plaza se quedaron solos, librados a su
propia suerte. Había numerosos refugios en Guernica, habilitados después del
terrible raid aéreo perpetrado contra Durango el 31 de marzo. Los sótanos
estaban cubiertos con sacos de arena y les entradas también. Un letrero de
cartón sobre la puerta con la palabra "Refugio", artísticamente
pintada, indicaba al pueblo dónde debía meterse. Aunque había habido pocas
alarmas en Guernica desde el comienzo de las hostilidades toda la población
vasca tomaba muy en serio la alarma de las campanas de su iglesia. Unos minutos
después, apareció un Heinkel 111 y lanzó seis bombas de calibre medio (de unas 50 libras), cerca de la
estación junto con una tromba de granadas. Un directivo de la Compañía del
Ferrocarril, que se hallaba en la oficina telefoneó a Bilbao para informar que
en aquel momento un aeroplano bombardeaba Guernica. Momentos más tarde apareció
otro Heinkel 111 que bombardeó ta misma zona pero esta vez con más
aproximación. El teléfono con Bilbao quedó interrumpido. El avión barrió a la
población con sus ametralladoras de frente y costado, disparadas al azar.
Finalmente enderezó la marcha, giró y se fue de vuelta a su base. El párroco R.
P. Arronategui salió de su iglesia con los sacramentos para socorrer a los que,
según le habían informado, agonizaban cerca de la estación del ferrocarril.
Marchó tranquilo a través de las calles desiertas con el óleo sagrado.
Todavía no habían comenzado
los incendios. Pasaron quince minutos y la gente comenzó a salir de los
refugios. De pronto se oyó un insistente ronroneo de motores hacia el Este. Era
el ruido de los que, en momentos menos trágicos, solíamos llamar "los
tranvías", los Junker 52, tan toscos y pesados que más parecía tenían que
estar colgados de algo, que volando por si mismos. Fueron los bombarderos más
pesados que Alemania envió a España. Vaciaron su carga de bombas por grupos de
una tonelada cada vez sobre la ciudad, cuyas calles se despejaron nuevamente.
Volaron pesadamente sobre Guernica y las bombas caían mecánicamente en línea,
después de cada pasada. Seguía el tremendo estallido de la explosión. El humo
se levantó sobre Guernica como si fuera algodón en la cabeza de un negro.
Surgió en todas partes a medida que pasaban más y más bombarderos.
Además de las numerosas
bombas de cincuenta y cien libras, los alemanes lanzaron grandes torpedos de
hasta mil libras. En una ciudad pequeña y compacta como Guernica casi siempre
alcanzaban algún edificio, rasgándolo de arriba abajo verticalmente, haciendo explosión
en los sótanos. Las bombas penetraban en los refugios. La moral de la población
había sido buena hasta este momento, pero luego fue presa del pánico. Una
escuadrilla de cazas Heinkel 51, tal vez los mismos que nos hostigaban a
nosotros aquella misma tarde, esperaba este momento. Hasta entonces habían
estado ametrallando las carreteras en torno a Guernica dispersando, matando e
hiriendo los rebaños y sus pastores. Cuando la población aterrorizada escapaba
de la ciudad, descendieron a ras de tierra para barrerla con sus
ametralladoras. Entre los muertos hubo mujeres cuyos cuerpos inertes pude ver
después. Emplearon la misma técnica que en Durango el 31 de marzo, hacia ya
casi un mes.
Los aviones de caza se
lanzaban en línea, como el frente de una ola avanza sobre la fresca arena al
borde de la playa.
Reventaban en espuma, arrojándose en picado, escupiendo fuego
sobre el campo. ¡Veinte ametralladoras accionando juntas en línea y el roncar
de diez motores! Volaban siempre con su proa hacia Guernica. Para los pilotos
el jueguecito debió ser como dejarse arrastrar por la ola, cuando uno se baña
en la orilla del mar. La población, espantada, permanecía entretanto en las
cunetas boca abajo o con la espalda pegada al tronco de algún árbol. Algunos se
deslizaban contorsionándose en alcantarillas y agujeros, y, finalmente, otros,
cerraban simplemente los ojos y corrían en campo abierto a través de los verdes
prados. Muchos cometieron el disparate de encerrarse nuevamente en la ciudad
para huir del ataque aéreo. Fue entonces cuando comenzó el bombardeo pesado de
Guernica. Fue entonces cuando el puño opresor borró la ciudad de Guernica de la
faz de aquel plácido paisaje de Bizkaia.
Serian aproximadamente las
cinco y cuarto. Durante dos horas y media escuadrillas integradas de tres a
doce aviones de tipos Heinkel 111 y Junker 52 bombardearon Guernica
despiadadamente y con un sistema prefijado. Eligieron sus zonas de ataque de
manera ordenada. Iniciaron la operación al este de la Casa de Juntas y al norte
de la fábrica de armas. Las primeras bombas cayeron como una corona de
estrellas alrededor del hospital, en la carretera de Bermeo. Volaron todas las
ventanas como impulsadas por un soplo divino. Los heridos de las milicias
fueron lanzados fuere de sus camas. La estructura de soporte del edificio se
resquebrajó con la
vibración. Sobre las casas despedazadas cuyas cortinas,
alfombras, vigas astilladas, entarimados reventados, muebles rotos y dispersos,
estaban ya listos para ser pasto de las llamas, los aviones lanzaron copos de
plata. Eran tubos de dos libras de peso, de una largura aproximadamente igual
al antebrazo de una persona, brillantes como la plata: tenían sus paredes
externas de aluminio y magnesio.
Dentro, como en el principio
del mundo de Prometeo, dormía el fuego. Fuego en forma de polvo plateado, de
sesenta y cinco gramos de peso, listo pare fluir a través de seis aberturas
situadas en la base del argentado tubo. Así, cuando las casas se desplomaron
sobre sus habitantes llovió fuego en conserva desde el cielo, para abrasarlos.
Cada veinte minutos llegaba una nueva oleada de aviones. Entre explosión y
explosión, los chorros de fuego de metal derretido prendían cortinas y
alfombras: puertas y vigas. Un enorme manto gris cubrió a Guernica: parecía
sostenido desde el suelo por pilares blancos que emanaban de los incendios. En
tas cortas pausas que ofrecía el arte de la guerra organizada, los habitantes
corrían por la ciudad despejando las salidas de los asfixiantes refugios y
rescatando a los niños de las casas en llamas. Recuperaban también enseres de
escaso valor. Se oían gemidos (en Guernica) y se trabajaba sin tregua para
sacar a los heridos de entre las ruinas antes de que llegara la siguiente
oleada de aviones, lo cual sucedía unos veinte minutos después. Los sacerdotes
hablaban al pueblo para mantenerlo en calma. Ya para entonces los habitantes de
Guernica se habían armado de una especie de espíritu de resistencia pasiva.
El rostro de la ciudad se
estaba convirtiendo en cenizas, y todas las caras estaban de color gris, como
Guernica. Mas el terror había alcanzado un estado de resignada tenacidad como
jamás se vio en Bizkaia. En los intervalos algunos escaparon del pueblo, pero
el miedo a los aviones de caza y a la separación de sus familias decidió a
muchos a permanecer en él. Y los aviones volvieron una y otra vez con sus tubos
metálicos para arrojarlos sobre Guernica, destruir otro sector de la ciudad y
enterrar a más seres humanos en los refugios. El sector de la ciudad en el que
era posible moverse se fue reduciendo. La iglesia de San Juan ardía
furiosamente con un enorme agujero producido por una bomba en la mitad de su
techo: el altar y el púlpito ardían como una antorcha. Hasta algunos edificios
aislados fueron alcanzados. En la iglesia parroquial de Andra Mari, en la
esquina de la plaza donde habían estado los corderos, era presa del fuego le
capilla situada detrás del altar.
La gente no atrapada en los
refugios, huyó hacia el Norte ante el descomunal incendio. Entonces los aviones
que atacaban Guernica perdieron altura y comenzaron a volar muy bajo. Debía ser
muy difícil localizar el objetivo en medio del humo y el hollín que lanzaba
aquella hoguera gigante. Volaban a seiscientos pies de altura, con calma,
lanzando sus tubos argentados, que caían sobre las casas que aún estaban en
pie, en medio de un horno que desprendía un calor insoportable, y luego se
deslizaban de piso en piso. Guernica era una ciudad muy densa, un enjambre
ideal para servir de pasto a los aviones alemanes. Ya nadie se preocupaba allá abajo
de salvar nada. Entre bombardeo y bombardeo, las gentes de la ciudad en llamas
se sentaba en aturdidos grupos de centenares en las carreteras de Bermeo y
Múgica. Afortunadamente, los aviones de caza habían desaparecido y no volaban
al acecho de la población civil en fuga para masacrarla en campo abierto. Para
las siete y media de la tarde, el fuego estaba devorando totalmente la pequeña
y poblada ciudad excepto la Casa de Juntas y las casas de las familias
fascistas, que siendo más ricas que las otras vivían en mansiones de piedra
apartadas del pueblo. El voraz incendio no se corrió a sus propiedades, aunque
el fuego, bajo el impulso del viento, extendió en algunos casos sus garras
hasta ellas. A las siete y cuarenta y cinco minutos se fue el último avión
Relato del bombardeo por
Cástor Uriarte:
Cuando a las cuatro y media
de la tarde, estaba comprobando las sumas de la precitada liquidación en la
oficina de los contratistas de la calle San Juan [...] vimos un avión que daba
vueltas sobre la villa y se marchaba hacia Amorebieta, después de soltar tres
bombas explosivas sobre diferentes puntos de la villa. La gente que como
día feriado era numerosa, asustada, se guareció en los refugios o huyó hacia
los bosques y caseríos cercanos. Yo me amparé en el refugio que habíamos hecho
en los sótanos y allí aguanté, una hora aproximadamente, el bombardeo
ininterrumpido [...]
El bombardeo duró hasta las ocho menos cuarto de la tarde. Al salir, comprobé que mi coche [...] estaba ardiendo por efecto de una bomba incendiaria que cayó encima de él y me dirigí hacia la vía del ferrocarril, para ver lo que había pasado a las fábricas de material de guerra... Quedé sorprendido al ver que la aviación las dejó intactas; por lo visto intencionadamente, para poder aprovechar su producción cuando tomaran Guernica. También lo estaban la Casa de Juntas y el Arbol de Guernica, por temor, sin duda, a la protesta de los elementos vascos, sobre todo navarros, que venían con las tropas franquistas.
El bombardeo duró hasta las ocho menos cuarto de la tarde. Al salir, comprobé que mi coche [...] estaba ardiendo por efecto de una bomba incendiaria que cayó encima de él y me dirigí hacia la vía del ferrocarril, para ver lo que había pasado a las fábricas de material de guerra... Quedé sorprendido al ver que la aviación las dejó intactas; por lo visto intencionadamente, para poder aprovechar su producción cuando tomaran Guernica. También lo estaban la Casa de Juntas y el Arbol de Guernica, por temor, sin duda, a la protesta de los elementos vascos, sobre todo navarros, que venían con las tropas franquistas.
Relato del bombardeo por
Alberto Onaíndia, testigo ocular:
Era lunes y día de mercado.
Pasábamos cerca de la estación cuando oímos una explosión de bomba, a la que
siguieron inmediatamente otras dos. Un avión que volaba muy bajo lanzó su carga
y se alejó en unos instantes. Era la primera experiencia de guerra de Guernica.
El pánico de los primeros momentos conmovió a la población y a los aldeanos
llegados al mercado semanal. Notamos un excitado alboroto. Bajamos del coche y
procuramos indagar lo sucedido y calmar a muchas mujeres que se mostraban
nerviosas y excitadas. Minutos más tarde cayeron nuevas bombas en las proximidades
del convento de las Madres Mercedarias, y la gente comenzó a abandonar las
calles y a esconderse en abrigos, en sótanos y bajo cubierto. Muy pronto
asomaron como viniendo del mar unos ocho aparatos pesados que lanzaron
numerosas bombas, y tras ellos se siguió una verdadera lluvia de bombas
incendiarias.
Durante más de tres horas se
sucedieron oleadas de bombarderos, de aviones con bombas incendiarias y de
aparatos sueltos que bajaban a unos 200 metros de altura para ametrallar a las pobres
gentes que huían despavoridas. Yo no conocía la marca de los aviones, porque no
entiendo nada de estas peculiaridades.
Durante mucho tiempo
estuvimos en la salida de la Villa hacia Munitibar y Marquina. El estallido de
las bombas, los incendios que comenzaron a producirse y la persecución de los
aparatos de ametrallamiento nos obligaron a cobijarnos bajo los árboles, en soportales
de casas, en pleno campo echándonos a tierra cuando veíamos acercarse algún
avión. No había ningún antiaéreo, ninguna defensa, éramos presa cercada y
acorralada por unas fuerzas diabólicas que perseguían a miles de indefensos
habitantes. Por las calles andaban sueltas las bestias del mercado, burros,
cerdos, gallinas. En medio de aquella conflagración, veíamos a gente que huía
gritando, rezando o gesticulando contra los asaltantes. Nos alejamos por fin de
la Villa que ardía, pero viendo llegar varios aviones que pasarían sobre
nosotros, abandonamos el coche y corrimos a escondernos bajo los árboles. Allí
pasaba un riachuelo con su puentecillo de losas, y nos protegimos bajo el
mismo, mientras a pocos metros estallaban tres bombas levantando una polvareda
que nos cegaba. Alguien dejó la carretera y subió unos metros en la arboleda. Cuando
se hizo la calma, descubrimos a una mujer muerta, ametrallada, y a un joven
gudari que había sido víctima de la expansión de la bomba. No tenía herida
alguna, pero de boca y nariz manaba gran cantidad de sangre. A ambos les di la absolución. Nos
dijeron que el gudari se llamaba Gotzon. Todas las cunetas y zanjas estaban
llenas de gente que quería esconderse o protegerse contra el ataque a mansalva
de la aviación enemiga. La Providencia nos libró aquel día. Muchas ramitas de
árboles y abundante tierra cayó sobre nuestras cabezas cada vez que explotaban
bombas en nuestro derredor. A las ocho menos cuarto de aquel radiante atardecer
de abril cesó la sistemática destrucción de nuestra Villa Santa. Habían sido
aviones alemanes que fueron enviados sobre Guernica para hacer un ensayo de
guerra totalitaria. Era el primer ejemplo de este género de lucha: primero unas
bombas para alarmar a la población, luego oleadas de bombarderos con explosivos
seguidos de bombas incendiarias y, por último, aviones ligeros que ametrallaban
a los desgraciados que pretendían huir para salvar su vida. Otras experiencias de
bombardeos he tenido más tarde en Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial.
Pero nunca me sentí tan desamparado y tan víctima indefensa como aquel 26 de
abril de 1937.
Guernica ardía. No veíamos
mucho fuego durante las dos primeras horas porque era de día y el humo ocultaba
las hogueras. Pero cuando quisimos penetrar en la villa, no podíamos dar muchos
pasos sin sentirnos ahogados por el humo y las llamaradas que comenzaron a
consumir las viviendas todas. Inmenso gentío se congregó en las afueras del
conglomerado de casas. Unos lloraban, otros rezaban, no pocos miraban el espectáculo
como petrificados de horror y de espanto.
FUENTE: Paul Preston. La muerte de Guernica.
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