domingo, 4 de febrero de 2024

El bombardeo alemán sobre Bari en 1943 permitió descubrir la quimioterapia

 

El 4 de febrero se celebra el Día Mundial contra el Cáncer con el objetivo de “aumentar la concientización y movilizar a la sociedad para avanzar en la prevención y control de esta enfermedad”.

 

Aprovechando tal festividad voy a contaros una historia de mentiras alrededor de la quimioterapia, una de las formas que tenemos actualmente para combatir numerosos cánceres.

 

Los relatos sobre sacrificios necesarios en las guerras siempre fueron un cliché literario capaz de atraer a los lectores. Una luz de esperanza entre tanta muerte y destrucción, aparentemente, sin sentido alguno.

 

Recordemos, por ejemplo, el sacrificio de los 300 espartanos ante los persas. Ellos fueron unos héroes directos, pues decidieron actuar así por un bien mayor. La historia que os voy a relatar tiene a unos héroes indirectos. Un drama humano convertido en esperanza con el que ilusionar al incauto lector que se aproxima fugazmente por la historia reciente.

 

¿Os interesa el tema?

 

El bombardeo alemán sobre Bari

 

Nuestra historia comienza en 1943, en el contexto de la Segunda Guerra Mundial. Debemos situarnos en la ciudad italiana de Bari, justo al comienzo del tacón de la bota de la Península italiana. Era un 2 de diciembre y la ciudad estaba en manos de las tropas aliadas desde septiembre. Puesto que la ciudad apenas había sufrido daños, los británicos habían decidido convertir su puerto en el mar Adriático en un centro logístico.

 

Según los mandos aliados, la capacidad alemana aérea para operar en Italia era prácticamente nula. No tenían aeródromos y sus aviones se habían retirado a Alemania. Por esta razón Bari era una ciudad sin protección aérea. Apenas tenía un escuadrón de artillería antiaérea cuyo radar estaba estropeado. Como ha pasado muchas veces en la historia, tales ideas eran erróneas.

 

Los alemanes estaban desesperados por entorpecer el avance aliado y fijaron como objetivo bombardear Bari, un importante centro logístico, casi sin defensas y fácilmente identificable en la noche, con sus luces portuarias encendidas dada la actividad incesante que soportaba. Los barcos aliados permanecían días atracados esperando descargar, llenos de combustible y municiones.

 

A las 19:20h del 2 de diciembre se produjo el ataque alemán sobre una desprevenida Bari. Se utilizaron cerca de un centenar de bombarderos JU-88 y apenas duró 30 minutos. Fue suficiente para crear una gran destrucción entre los barcos allí amarrados.

 

El espectáculo era dantesco. Las explosiones se suceden por todo el muelle. Una bomba impacta sobre el oleoducto y provoca que el fuego se propague por el puerto. Los barcos explotan uno a uno bajo los impactos directos de las bombas. Los que llevaban municiones explotan, causando más destrucción que cualquier bomba alemana. Otros muchos son consumidos por las llamas. La ciudad medieval ha sido arrasada. El agua de la bahía está llena de combustible y aceite, mientras que el cielo está cubierto de columnas de humo negro.

 


Lo peor de todo fue cuando explotó el navío SS John Harvey. No fue por un impacto directo, sino por un fuego declarado en el mismo que los marineros no pudieron sofocar. El barco se desintegró en una gigantesca bola de fuego y, según relataron los testigos, un intenso “olor a ajo” se extendió por todo el puerto.

 

Este navío contenía un importante cargamento de gas mostaza (100 toneladas repartidas en 2000 bombas). El mismo se había mezclado con el aceite que flotaba en el puerto e impregnaba el humo que envolvía el área. Cientos de marineros náufragos que intentaban salvarse nadando hacia el puerto se ven impregnados por este compuesto. Así mismo, la nube tóxica envuelve toda la ciudad, envenenado el aire que respiraban tanto militares como civiles.

 

El ataque alemán había sido todo un éxito. Es más, se trató de una de las más exitosas acciones emprendidas por la Luftwaffe. Con tan solo un par de bombarderos abatidos, se había logrado hundir 17 barcos y, otros 8 habían quedado seriamente dañados. Los aliados habían sufrido un millar de bajas militares y otro similar de bajas civiles. Pero lo peor estaba por llegar.

 

Los heridos colapsaron los centros sanitarios. La mayoría llegaban exhaustos por haber estado largas horas en las frías aguas del puerto. Empapados y cubiertos por la viscosidad oleosa, mezcla de agua, petróleo y aceite (y gas mostaza), que cubría la superficie de la bahía. Los médicos se centraron en los heridos más graves que necesitaban cirugía, dejando al resto durante horas en ese estado, mientras sus cuerpos inhalaban y se impregnaban del agente tóxico.

 

Aquí debo advertir que nadie conocía la existencia del cargamento de gas mostaza en el navío SS John Harvey. De haberse comunicado con tiempo muchas vidas podrían haberse salvado.

 

En la mañana del día siguiente los heridos comenzaron a referir escozor en los ojos, lagrimeo y fotofobia que se siguieron de la aparición de un espectacular edema palpebral y ceguera. A continuación, se observó un enrojecimiento de la piel y, a las 12 horas del ataque, las primeras ampollas. Incluso los más leves comenzaron a deteriorarse rápidamente, comenzando una persistente tos acompañada, pocos después, de fallo cardiovascular. Ningún tratamiento convencional funcionaba. La primera muerte de causa desconocida se produjo a las 18 horas de la exposición; a las 48 horas ya habían fallecido 14 personas sin motivo aparente.

 

Los médicos sospecharon que las muertes se debían a algún agente químico lanzado por los alemanes y notificaron la existencia de “muertes misteriosas” al responsable de Sanidad en el Cuartel General Aliado en Argel, el general Fred Blesse. El mismo envió con urgencia a Bari al teniente coronel médico Stewart Francis Alexander.

 

Alexander examinó a los heridos y rápidamente concluyó que el agente implicado era el gas mostaza. Rápidamente se dieron órdenes para proveer a los heridos de un tratamiento adecuado a base de sulfamidas y lavado para eliminar el agente químico de sus organismos. Lamentablemente, para muchos fue demasiado tarde. Según el informe elaborado posteriormente: “Se produjeron 617 bajas conocidas por exposición a la mostaza (entre los 800 hospitalizados) en el episodio de la Bahía de Bari, de las que 83 (un 13.6%) resultaron fatales”. Por comparar la magnitud de la tragedia indicar que, en la Primera Guerra Mundial, de los 71345 norteamericanos hospitalizados por el gas, solo el 2% fallecieron. Además, el recuento de Alexander fue incompleto, al no tener en cuenta la población civil afectada y a todos aquellos trasladados a otras ciudades.

 

Gracias a que se recuperó una bomba del fondo de la bahía con gas mostaza pudo demostrar que el mismo pertenecía a los aliados, concretamente a los norteamericanos. Ahora bien, los mandos aliados decidieron mantener tal información en secreto, provocando que las víctimas civiles no pudieran acceder al tratamiento adecuado. En juego estaba la reputación de los aliados, descubiertos transportando un agente químico que, teóricamente, no podían utilizar. O el peligro que, reconociendo la posesión de tal gas, los alemanes se vieran justificados a emplearlo.

 

Cuando el relato cambia la historia

 

La primera táctica para obviar responsabilidades ante lo que ocurrió en Bari, como hemos indicado, fue negar lo evidente. Las muertes, tal como presionó Churchill a la hora de publicar los informes médicos, se debieron “a quemaduras debidas a la acción del enemigo”. El Primer Ministro Británico no podía asumir las consecuencias de Bari justo cuando se había acordado planificar en Teherán el desembarco aliado en Normandía, donde los norteamericanos tendrían todo el protagonismo. Italia estaba bajo jurisdicción británica y reconocer que en Bari se había auto-gaseado era un duro golpe moral ante la opinión pública.

 

Pero, aunque logró engañar a la población civil y a los soldados aliados, no lo hizo con los alemanes, que tomaron nota sobre la capacidad real del enemigo para iniciar una guerra química en Europa.

 

Puesto que las mentiras tienen las patas muy cortas se decidió crear un relato consistente que permitiera sacar algo positivo de tamaña tragedia. Otra mentira, pero en esta ocasión con el objetivo de dar esperanza. Por ello se comenzó a difundir la idea que el desastre de Bari no había sido baldío.

 

Según el relato oficial, las muestras recogidas en Bari sobre los efectos del gas mostaza en el ser humano permitieron a los científicos de la Universidad de Yale utilizar este compuesto en el tratamiento de ciertos tumores cancerígenos, pues dañaban el sistema linfático y la médula ósea.

 

La afirmación anterior choca de bruces con una realidad persistente: el gas mostaza se conocía desde la Primera Guerra Mundial y resulta extraño pensar que no se realizaran estudios con el mismo entre 1917 y 1943.

 

En efecto, la primera vez que se usó el gas mostaza fue en Ypres (de ahí su nombre de Yperita). Los alemanes, el 11 de julio de 1917, lanzaron sobre los británicos unas bombas llenas de cloretil sulfato. Los ingleses bautizaron aquel compuesto como gas mostaza por su persistente olor a ajo y mostaza. Su éxito, respecto a otras armas químicas probadas anteriormente (como el gas clorina) radicaba en que era eficaz incluso con máscara (además de por inhalación actuaba sobre la piel) y era muy persistente en el aire, contaminando objetos y grandes áreas.

 

La única manera de combatir tal agente químico era descontaminando rápidamente a los afectados. A pesar de su tardía inclusión en la guerra causó ocho veces más bajas que todos los demás agresivos químicos juntos empleados.

 

Los gobiernos comenzaron a desarrollar programas para el estudio de la guerra química. Por ejemplo, en los Estados Unidos se creó un equipo en 1918 para su estudio, tanto en el ámbito ofensivo como defensivo.

 

Aunque en 1925 las principales potencias firmaron en el Protocolo del Gas de Ginebra la prohibición del uso de armas químicas en los conflictos bélicos, nada se prohibió sobre su estudio y almacenamiento.

 

El origen real de la quimioterapia

 

El primer investigador que escribió sobre la posibilidad de utilizar agentes químicos para tratar el cáncer fue el alemán Paul Ehrlich. En sus estudios con el Salvarsan en 1908 descubrió que era efectivo contra la sífilis y la tripanosomiasis, deduciendo que, algún día, se podrían eliminar células cancerosas con agentes químicos. Su trabajo puede considerarse la prehistoria de la quimioterapia.

 

En los siguientes años, diversas pruebas demostraron la eficacia de la penicilina o la estreptomicina para combatir gérmenes. El camino hacia la quimioterapia contra el cáncer ya sobrevolaba por el aire. Y fue, en 1929, cuando Berenblum advirtió que la mostaza sulfurada tenía propiedades antitumorales en sus estudios con animales. Ese mismo año se probó en el Memorial Hospital gas mostaza en doce humanos afectados por lesiones tumorales cutáneas, encontrando respuestas positivas en todos ellos. Ahora bien, los experimentos en tumores no localizados no tuvieron tanto éxito.

 

Por tanto, debemos indicar que las propiedades antitumorales del gas mostaza quedaron demostradas en 1929. Aquí nació la quimioterapia moderna y no en Bari.

 

La investigación quedó estancada hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, momento en el que los Estados Unidos forman un equipo, colaborando con la Universidad de Yale, para investigar cómo actuaban los agentes de guerra química a nivel sistémico y desarrollar antídotos para la protección de las tropas. Por supuesto, en el contexto de guerra, todo quedaría oculto como secreto militar.

 

Muy pronto el grupo de Yale logró descubrir un antídoto para las mostazas nitrogenadas ensayando con ratones. Los resultados sobre células cancerosas los llevó a experimentar con humanos.

 

Las primeras pruebas se llevaron a cabo en agosto de 1942 (un año y medio antes que el bombardeo de Bari). El paciente fue un polaco afectado de un linfosarcoma al que la radioterapia no había funcionado. Ya en fase terminal se le ofreció este tratamiento experimental de quimioterapia con gas mostaza. Los resultados fueron impresionantes respecto al tumor, que fue desapareciendo. Lamentablemente, el paciente falleció en diciembre de ese año tras haber recibido tres ciclos de quimioterapia.

 

Las pruebas se repitieron con otros cinco pacientes oncológicos, prescribiendo pautas de quimioterapia más conservadoras. Todo ello se mantuvo en secreto en los informes, catalogando el compuesto como sustancia X. El primer grupo de estudio de Yale se disgregó en junio de 1943, si bien los estudios se siguieron realizando por otros equipos en varios centros estadounidenses.

 

La primera publicación sobre la quimioterapia antineoplásica apareció en la revista Science en 1946, una vez finalizada la guerra. Los británicos, por su parte, también publicaron en 1947 el resultado de sus ensayos clínicos con la mostaza, llevados a cabo en 1942 bajo secreto militar.

 

¿Por qué ocultar esta realidad camuflándolo con el bombardeo de Bari?


Existe una poderosa razón para intentar ocultar la investigación llevada a cabo sobre el gas mostaza cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial. Al unísono de las pruebas médicas con gas mostaza hubo experimentos militares con este compuesto, cuyas intenciones eran bien distintas a las de salvar vidas.

 

En efecto, el Departamento de Defensa estadounidense, a partir de 1943, había desarrollado un programa de evaluación de los efectos del gas mostaza en sujetos de experimentación humanos, a menudo sin previo consentimiento de estos. Según un estudio publicado en los años ochenta: “Para cuando la guerra había terminado, sobre 60000 militares habían sido utilizados en este programa de desarrollo de defensa química: al menos 4000 de estos sujetos habían participado en tests desarrollados con altas concentraciones de gas mostaza o Lewisita en cámaras de gas o en ejercicios de campo sobre terrenos contaminados”.

 

Por tanto, lanzando el relato de que “la elaboración de los fármacos anticancerosos se inició con la identificación accidental de la actividad antitumoral de la mostaza nitrogenada”, y que todo ocurrió tras el bombardeo de Bari se podían eliminar, de un plumazo, todos los experimentos militares realizados con escasa ética.

 

Tal como afirmó Santos Enrech Francés en el magnífico artículo en el que me he basado para realizar este post (aquí): “Porque la idea romántica de unos pobres marineros sacrificados accidentalmente por el bien de la humanidad es más tolerable que la posibilidad de que el nuevo tratamiento fuera fruto indirecto de unas investigaciones de muy dudosa concepción ética, tanto en sus medios como en sus fines”.

 

Reconociendo el engaño

 

Lo ocurrido en Bari no comenzó a conocerse hasta el año 1967, cuando se pudo acceder de manera completa a la documentación militar clasificada.  No sería hasta la década de los años 70 cuando muchos militares descubrieron, por fin, que habían estado expuestos al gas mostaza, lo que había generado problemas secundarios en los años posteriores (problemas respiratorios, cánceres…).

 

Los británicos, por su parte, sólo reconocieron haber tenido conocimiento del gas mostaza en 1986, concediendo indemnizaciones a 600 marineros.

 

Hasta la próxima

 

 

 

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