El 4 de febrero se celebra el Día Mundial
contra el Cáncer con el objetivo de “aumentar la concientización y movilizar
a la sociedad para avanzar en la prevención y control de esta enfermedad”.
Aprovechando tal festividad voy a contaros
una historia de mentiras alrededor de la quimioterapia, una de las formas que
tenemos actualmente para combatir numerosos cánceres.
Los relatos sobre sacrificios necesarios
en las guerras siempre fueron un cliché literario capaz de atraer a los
lectores. Una luz de esperanza entre tanta muerte y destrucción, aparentemente,
sin sentido alguno.
Recordemos, por ejemplo, el sacrificio de
los 300 espartanos ante los persas. Ellos fueron unos héroes directos, pues
decidieron actuar así por un bien mayor. La historia que os voy a relatar tiene
a unos héroes indirectos. Un drama humano convertido en esperanza con el que
ilusionar al incauto lector que se aproxima fugazmente por la historia
reciente.
¿Os interesa el tema?
El bombardeo alemán sobre Bari
Nuestra historia comienza en 1943, en el
contexto de la Segunda Guerra Mundial. Debemos situarnos en la ciudad italiana
de Bari, justo al comienzo del tacón de la bota de la Península italiana. Era
un 2 de diciembre y la ciudad estaba en manos de las tropas aliadas desde
septiembre. Puesto que la ciudad apenas había sufrido daños, los británicos
habían decidido convertir su puerto en el mar Adriático en un centro logístico.
Según los mandos aliados, la capacidad
alemana aérea para operar en Italia era prácticamente nula. No tenían
aeródromos y sus aviones se habían retirado a Alemania. Por esta razón Bari era
una ciudad sin protección aérea. Apenas tenía un escuadrón de artillería
antiaérea cuyo radar estaba estropeado. Como ha pasado muchas veces en la
historia, tales ideas eran erróneas.
Los alemanes estaban desesperados por
entorpecer el avance aliado y fijaron como objetivo bombardear Bari, un
importante centro logístico, casi sin defensas y fácilmente identificable en la
noche, con sus luces portuarias encendidas dada la actividad incesante que
soportaba. Los barcos aliados permanecían días atracados esperando descargar, llenos
de combustible y municiones.
A las 19:20h del 2 de diciembre se produjo
el ataque alemán sobre una desprevenida Bari. Se utilizaron cerca de un
centenar de bombarderos JU-88 y apenas duró 30 minutos. Fue suficiente para
crear una gran destrucción entre los barcos allí amarrados.
El espectáculo era dantesco. Las explosiones
se suceden por todo el muelle. Una bomba impacta sobre el oleoducto y provoca
que el fuego se propague por el puerto. Los barcos explotan uno a uno bajo los
impactos directos de las bombas. Los que llevaban municiones explotan, causando
más destrucción que cualquier bomba alemana. Otros muchos son consumidos por
las llamas. La ciudad medieval ha sido arrasada. El agua de la bahía está llena
de combustible y aceite, mientras que el cielo está cubierto de columnas de
humo negro.
Lo peor de todo fue cuando explotó el
navío SS John Harvey. No fue por un impacto directo, sino por un fuego
declarado en el mismo que los marineros no pudieron sofocar. El barco se
desintegró en una gigantesca bola de fuego y, según relataron los testigos, un
intenso “olor a ajo” se extendió por todo el puerto.
Este navío contenía un importante cargamento
de gas mostaza (100 toneladas repartidas en 2000 bombas). El mismo se había
mezclado con el aceite que flotaba en el puerto e impregnaba el humo que
envolvía el área. Cientos de marineros náufragos que intentaban salvarse
nadando hacia el puerto se ven impregnados por este compuesto. Así mismo, la
nube tóxica envuelve toda la ciudad, envenenado el aire que respiraban tanto
militares como civiles.
El ataque alemán había sido todo un éxito.
Es más, se trató de una de las más exitosas acciones emprendidas por la Luftwaffe.
Con tan solo un par de bombarderos abatidos, se había logrado hundir 17 barcos
y, otros 8 habían quedado seriamente dañados. Los aliados habían sufrido un
millar de bajas militares y otro similar de bajas civiles. Pero lo peor estaba
por llegar.
Los heridos colapsaron los centros
sanitarios. La mayoría llegaban exhaustos por haber estado largas horas en las
frías aguas del puerto. Empapados y cubiertos por la viscosidad oleosa, mezcla
de agua, petróleo y aceite (y gas mostaza), que cubría la superficie de la
bahía. Los médicos se centraron en los heridos más graves que necesitaban cirugía,
dejando al resto durante horas en ese estado, mientras sus cuerpos inhalaban y
se impregnaban del agente tóxico.
Aquí debo advertir que nadie conocía la
existencia del cargamento de gas mostaza en el navío SS John Harvey. De
haberse comunicado con tiempo muchas vidas podrían haberse salvado.
En la mañana del día siguiente los heridos
comenzaron a referir escozor en los ojos, lagrimeo y fotofobia que se siguieron
de la aparición de un espectacular edema palpebral y ceguera. A continuación,
se observó un enrojecimiento de la piel y, a las 12 horas del ataque, las
primeras ampollas. Incluso los más leves comenzaron a deteriorarse rápidamente,
comenzando una persistente tos acompañada, pocos después, de fallo
cardiovascular. Ningún tratamiento convencional funcionaba. La primera muerte
de causa desconocida se produjo a las 18 horas de la exposición; a las 48 horas
ya habían fallecido 14 personas sin motivo aparente.
Los médicos sospecharon que las muertes se
debían a algún agente químico lanzado por los alemanes y notificaron la
existencia de “muertes misteriosas” al responsable de Sanidad en el
Cuartel General Aliado en Argel, el general Fred Blesse. El mismo envió con
urgencia a Bari al teniente coronel médico Stewart Francis Alexander.
Alexander examinó a los heridos y rápidamente
concluyó que el agente implicado era el gas mostaza. Rápidamente se dieron
órdenes para proveer a los heridos de un tratamiento adecuado a base de
sulfamidas y lavado para eliminar el agente químico de sus organismos.
Lamentablemente, para muchos fue demasiado tarde. Según el informe elaborado
posteriormente: “Se produjeron 617 bajas conocidas por exposición a la
mostaza (entre los 800 hospitalizados) en el episodio de la Bahía de Bari, de
las que 83 (un 13.6%) resultaron fatales”. Por comparar la magnitud de la
tragedia indicar que, en la Primera Guerra Mundial, de los 71345 norteamericanos
hospitalizados por el gas, solo el 2% fallecieron. Además, el recuento de
Alexander fue incompleto, al no tener en cuenta la población civil afectada y a
todos aquellos trasladados a otras ciudades.
Gracias a que se recuperó una bomba del
fondo de la bahía con gas mostaza pudo demostrar que el mismo pertenecía a los
aliados, concretamente a los norteamericanos. Ahora bien, los mandos aliados decidieron
mantener tal información en secreto, provocando que las víctimas civiles no pudieran
acceder al tratamiento adecuado. En juego estaba la reputación de los aliados,
descubiertos transportando un agente químico que, teóricamente, no podían
utilizar. O el peligro que, reconociendo la posesión de tal gas, los alemanes
se vieran justificados a emplearlo.
Cuando el relato cambia la historia
La primera táctica para obviar
responsabilidades ante lo que ocurrió en Bari, como hemos indicado, fue negar
lo evidente. Las muertes, tal como presionó Churchill a la hora de publicar los
informes médicos, se debieron “a quemaduras debidas a la acción del enemigo”.
El Primer Ministro Británico no podía asumir las consecuencias de Bari justo
cuando se había acordado planificar en Teherán el desembarco aliado en
Normandía, donde los norteamericanos tendrían todo el protagonismo. Italia
estaba bajo jurisdicción británica y reconocer que en Bari se había auto-gaseado
era un duro golpe moral ante la opinión pública.
Pero, aunque logró engañar a la población
civil y a los soldados aliados, no lo hizo con los alemanes, que tomaron nota
sobre la capacidad real del enemigo para iniciar una guerra química en Europa.
Puesto que las mentiras tienen las patas
muy cortas se decidió crear un relato consistente que permitiera sacar algo
positivo de tamaña tragedia. Otra mentira, pero en esta ocasión con el objetivo
de dar esperanza. Por ello se comenzó a difundir la idea que el desastre de Bari
no había sido baldío.
Según el relato oficial, las muestras
recogidas en Bari sobre los efectos del gas mostaza en el ser humano
permitieron a los científicos de la Universidad de Yale utilizar este compuesto
en el tratamiento de ciertos tumores cancerígenos, pues dañaban el sistema
linfático y la médula ósea.
La afirmación anterior choca de bruces con
una realidad persistente: el gas mostaza se conocía desde la Primera Guerra
Mundial y resulta extraño pensar que no se realizaran estudios con el mismo
entre 1917 y 1943.
En efecto, la primera vez que se usó el
gas mostaza fue en Ypres (de ahí su nombre de Yperita). Los alemanes, el 11 de
julio de 1917, lanzaron sobre los británicos unas bombas llenas de cloretil
sulfato. Los ingleses bautizaron aquel compuesto como gas mostaza por su
persistente olor a ajo y mostaza. Su éxito, respecto a otras armas químicas
probadas anteriormente (como el gas clorina) radicaba en que era eficaz incluso
con máscara (además de por inhalación actuaba sobre la piel) y era muy
persistente en el aire, contaminando objetos y grandes áreas.
La única manera de combatir tal agente
químico era descontaminando rápidamente a los afectados. A pesar de su tardía
inclusión en la guerra causó ocho veces más bajas que todos los demás agresivos
químicos juntos empleados.
Los gobiernos comenzaron a desarrollar
programas para el estudio de la guerra química. Por ejemplo, en los Estados
Unidos se creó un equipo en 1918 para su estudio, tanto en el ámbito ofensivo
como defensivo.
Aunque en 1925 las principales potencias
firmaron en el Protocolo del Gas de Ginebra la prohibición del uso de armas
químicas en los conflictos bélicos, nada se prohibió sobre su estudio y
almacenamiento.
El origen real de la quimioterapia
El primer investigador que escribió sobre
la posibilidad de utilizar agentes químicos para tratar el cáncer fue el alemán
Paul Ehrlich. En sus estudios con el Salvarsan en 1908 descubrió que era
efectivo contra la sífilis y la tripanosomiasis, deduciendo que, algún día, se
podrían eliminar células cancerosas con agentes químicos. Su trabajo puede
considerarse la prehistoria de la quimioterapia.
En los siguientes años, diversas pruebas
demostraron la eficacia de la penicilina o la estreptomicina para combatir
gérmenes. El camino hacia la quimioterapia contra el cáncer ya sobrevolaba por el
aire. Y fue, en 1929, cuando Berenblum advirtió que la mostaza sulfurada tenía propiedades
antitumorales en sus estudios con animales. Ese mismo año se probó en el
Memorial Hospital gas mostaza en doce humanos afectados por lesiones tumorales
cutáneas, encontrando respuestas positivas en todos ellos. Ahora bien, los
experimentos en tumores no localizados no tuvieron tanto éxito.
Por tanto, debemos indicar que las propiedades
antitumorales del gas mostaza quedaron demostradas en 1929. Aquí nació la quimioterapia
moderna y no en Bari.
La investigación quedó estancada hasta el
inicio de la Segunda Guerra Mundial, momento en el que los Estados Unidos
forman un equipo, colaborando con la Universidad de Yale, para investigar cómo
actuaban los agentes de guerra química a nivel sistémico y desarrollar
antídotos para la protección de las tropas. Por supuesto, en el contexto de
guerra, todo quedaría oculto como secreto militar.
Muy pronto el grupo de Yale logró
descubrir un antídoto para las mostazas nitrogenadas ensayando con ratones. Los
resultados sobre células cancerosas los llevó a experimentar con humanos.
Las primeras pruebas se llevaron a cabo en
agosto de 1942 (un año y medio antes que el bombardeo de Bari). El paciente fue
un polaco afectado de un linfosarcoma al que la radioterapia no había funcionado.
Ya en fase terminal se le ofreció este tratamiento experimental de
quimioterapia con gas mostaza. Los resultados fueron impresionantes respecto al
tumor, que fue desapareciendo. Lamentablemente, el paciente falleció en
diciembre de ese año tras haber recibido tres ciclos de quimioterapia.
Las pruebas se repitieron con otros cinco
pacientes oncológicos, prescribiendo pautas de quimioterapia más conservadoras.
Todo ello se mantuvo en secreto en los informes, catalogando el compuesto como
sustancia X. El primer grupo de estudio de Yale se disgregó en junio de 1943,
si bien los estudios se siguieron realizando por otros equipos en varios
centros estadounidenses.
La primera publicación sobre la
quimioterapia antineoplásica apareció en la revista Science en 1946, una
vez finalizada la guerra. Los británicos, por su parte, también publicaron en
1947 el resultado de sus ensayos clínicos con la mostaza, llevados a cabo en
1942 bajo secreto militar.
¿Por qué ocultar esta realidad
camuflándolo con el bombardeo de Bari?
Existe una poderosa razón para intentar ocultar
la investigación llevada a cabo sobre el gas mostaza cuando comenzó la Segunda
Guerra Mundial. Al unísono de las pruebas médicas con gas mostaza hubo
experimentos militares con este compuesto, cuyas intenciones eran bien
distintas a las de salvar vidas.
En efecto, el Departamento de Defensa estadounidense,
a partir de 1943, había desarrollado un programa de evaluación de los efectos
del gas mostaza en sujetos de experimentación humanos, a menudo sin previo consentimiento
de estos. Según un estudio publicado en los años ochenta: “Para cuando la
guerra había terminado, sobre 60000 militares habían sido utilizados en este
programa de desarrollo de defensa química: al menos 4000 de estos sujetos
habían participado en tests desarrollados con altas concentraciones de gas
mostaza o Lewisita en cámaras de gas o en ejercicios de campo sobre terrenos
contaminados”.
Por tanto, lanzando el relato de que “la
elaboración de los fármacos anticancerosos se inició con la identificación accidental
de la actividad antitumoral de la mostaza nitrogenada”, y que todo ocurrió
tras el bombardeo de Bari se podían eliminar, de un plumazo, todos los
experimentos militares realizados con escasa ética.
Tal como afirmó Santos Enrech Francés en
el magnífico artículo en el que me he basado para realizar este post (aquí):
“Porque la idea romántica de unos pobres marineros sacrificados
accidentalmente por el bien de la humanidad es más tolerable que la posibilidad
de que el nuevo tratamiento fuera fruto indirecto de unas investigaciones de
muy dudosa concepción ética, tanto en sus medios como en sus fines”.
Reconociendo el engaño
Lo ocurrido en Bari no comenzó a conocerse
hasta el año 1967, cuando se pudo acceder de manera completa a la documentación
militar clasificada. No sería hasta la
década de los años 70 cuando muchos militares descubrieron, por fin, que habían
estado expuestos al gas mostaza, lo que había generado problemas secundarios en
los años posteriores (problemas respiratorios, cánceres…).
Los británicos, por su parte, sólo
reconocieron haber tenido conocimiento del gas mostaza en 1986, concediendo
indemnizaciones a 600 marineros.
Hasta la próxima
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