Cuando preguntamos a las personas profanas sobre los
exilios llevados a cabo en España dos son los momentos clave a los que se
suelen referir. Por un lado la expulsión de los judíos, acompañada de diversos
mitos que dejan a los Reyes Católicos como unos monstruos intransigentes. Por
otro, el gran exilio republicano tras la guerra civil, plagado de tristes
escenas documentadas fotográficamente.
Ambos acontecimientos, debido a la interesada
publicidad y a la gran significación histórica que tuvieron (no vamos ahora a
minimizarlos), han logrado ocultar los otros numerosos exilios de los que
nuestro país fue triste protagonista. Hasta el punto de asociar exilio a
minorías o derrotados en una guerra, cuando también existieron exilios
políticos que afectaron a todo el espectro ideológico.
España tiene el dudoso honor de ser uno de los
países que más exilios ha perpetrado entre los siglos XV-XX. ¿Te interesa saber
cuáles fueron?
Los exilios en España están ligados al Estado
Moderno, pues fue en este momento en el que grandes masas de personas fueron
obligadas a establecerse fuera de forma temporal o permanentemente debido a
multitud de factores.
Lo anterior no quiere decir que no existieran
exilios en épocas históricas anteriores y, sin duda, sería bueno lograr
estudiar algunos de ellos. Pero de forma general podemos indicar que se
trataron de exilios protagonizados por personajes concretos y sus familiares
más allegados. El mítico Cid puede ser un buen ejemplo de ello.
Y es que la Edad Media podemos considerarla un
presagio de lo que ocurriría más adelante. Exilios como el de los mozárabes de
Al-Ándalus fueron un triste ejemplo de lo que ocurriría en los siglos
venideros.
Gregorio Marañón, uno de los tantos exiliados que
tuvo España, cuantificaba en su obra Españoles
fuera de España los exilios españoles: “Para
darnos cuenta del profundo valor de las emigraciones españolas es preciso
recordar, ante todo, su número y su volumen. Puede decirse que las emigraciones
políticas no se han interrumpido desde que España se constituye como Estado,
cuando se unen Castilla y Aragón, por el matrimonio de los Reyes Católicos, y
cuando, poco después, en 1492, el último rey moro pierde Granada y termina la
Reconquista.
En
el espacio de poco más de cuatro siglos, a partir de entonces, han ocurrido
catorce grandes éxodos políticos, sin contar con innumerables expatriaciones
menos nutridas, aun cuando a veces de tanta trascendencia política como las más
numerosas. Sobre todo a partir del final del siglo XVIII, las fronteras
españolas, y principalmente la de Francia, han sido constantemente holladas por
los emigrados, ya con el paso trémulo de dolor, al partir sin saber cuándo será
el retorno, ya con la prisa alegre de la vuelta. No es exageración decir que
han sido excepcionales los hombres de gobierno españoles que no han conocido
esa gran tristeza y esa gran alegría; y algunos más de una vez”.
Gregorio Marañón, crítico con la dictadura de Primo
de Rivera (fue condenado a un mes de cárcel) y crítico con el comunismo que
hizo suya la República, estuvo exiliado entre 1936 y 1942. Un bando le tomaba
por un peligroso intelectual de izquierdas (aunque luego utilizara su figura
para lavar su imagen en el exterior) mientras que en el otro la mutación hacia
el comunismo le había obligado a huir temiendo ser fusilado. Sin duda fue una
persona muy autorizada a hablar de los exilios españoles por conocerlos en
primera persona.
Y aunque en el párrafo anterior Marañón se centra en
la vertiente de sufrimiento, desgarro y miseria que suele acompañar a los
exiliados, olvida acompañarlo con la otra cara de la moneda; con la
desertización material, moral e intelectual que deja en el país el exilio de
personas. Estas dos vertientes nunca deben separarse, pues explican
perfectamente la desgracia doble de un exilio.
Comencemos nuestro somero repaso a ese conjunto de
exilios patrios trasladándonos al inicio de la Edad Moderna. En España, este
comienzo estuvo marcado por un doble proceso de configuración y afirmación de
la Monarquía hispánica y su Imperio. Las víctimas de este proceso unificador
fueron las minorías religiosas y políticas existentes en su interior.
En 1492 podemos colocar el inicio de los exilios
modernos en nuestro país. Los judíos
fueron expulsados por no compartir el credo cristiano y tener hábitos
distintos; es decir, se erradicó una parte de la población española por motivos
religiosos.
El objetivo oficial de esta medida pretendía
facilitar la integración de los conversos en la religión católica; al eliminar
cualquier posible contacto con los judíos se pensaba que se integraría mucho
mejor y tendrían menos oportunidades o tentaciones para volver a su religión
originaria.
Tal como demostró Joseph Pérez en Historia de una tragedia, la expulsión
tuvo como excusa este argumento religioso pero escondía el anhelo de la
unificación política. Algo imposible en una minoría social que actuaba y se
regía como un estado dentro del Estado español.
Se estima que vivían en España unos 200.000 judíos a
finales del siglo XV, siendo unos 80.000 los que decidieron exiliarse (el resto
prefirieron convertirse y mantener sus posesiones). La gran parte de ellos
viajaron a Portugal (unos 50.000), mientras que el resto se diseminaron por
África norte y, sobre todo, por el Imperio otomano, lugar en el que
consiguieron grandes logros.
La expulsión anterior minimizó los dos exilios
religiosos siguientes. Algo incomprensible cuando la dureza y amplitud de los
mismos fue notablemente superior. Sin duda, la falta de estudios en ambos
casos, en comparación con el exilio judío, puede ser una causa de ese diferente
trato historiográfico.
Desde 1540 vamos a comenzar a ver el inicio de la
salida al extranjero de los primeros intelectuales protestantes. Este exilio religioso no ha tenido mucha “publicidad”
historiográfica debido a su carácter selectivo y minoritario. Apenas afectó a
los miembros de la élite intelectual y clerical.
En España el luteranismo no arraigó de la misma
forma que en países vecinos debido a la existencia de la inquisición. En 1540
comenzaron las primeras detenciones tras descubrir el foco principal en el
convento de San Isidoro del Campo (Sevilla). Ello supuso que muchos
intelectuales se marcharan con destino a Suiza, Alemania, Flandes, Italia,
Francia e Inglaterra.
En 1559 la inquisición celebró varios actos de fe
con más de 50 personas quemadas en la hoguera, lo que supuso el final del
protestantismo en España. No obstante, desde el exilio los protestantes
intentaron hacer llegar sus textos a la Península, si bien era una quimera que
pudiese arraigar con la inquisición algún aspecto de ese pensamiento religioso.
La siguiente gran expulsión en nuestro país fue la
de los moriscos, la cual aconteció
en el año 1609. Los moriscos eran los musulmanes del al-Ándalus bautizados tras
la pragmática de conversión forzosa de los Reyes Católicos del 14 de febrero de
1502. Tanto los convertidos con anterioridad al catolicismo de forma voluntaria
como los convertidos obligatoriamente en adelante pasaron a ser denominados
moriscos. Este grupo social nunca llegó a adaptarse a la sociedad cristiana y
siempre se mantuvieron alejados del grueso de la sociedad, principalmente en
Valencia y el Reino de Aragón.
En estos lugares vivían fundamentalmente en el
campo, en calidad de vasallos de los señores, en condiciones mucho más duras
que las de la población católica. Odiados por los católicos viejos, rechazados
por la Corona, que veía con inquietud la posibilidad de una nueva sublevación
que actuase como una quinta columna de los piratas berberiscos, los turcos o
los franceses y detestados por la Iglesia, que con toda lógica dudaba de la
sinceridad de su conversión, los moriscos devinieron en una masa objeto de toda
clase de sospechas y de imposible integración por cuanto suponía la pervivencia
dentro de España de un pueblo inasimilable y hostil.
El inicio del éxodo de la población musulmana se
produjo desde la misma conquista de Granada. Desde 1492 hasta 1568 se estima
que se marcharon unas 200.000 personas. Se produjo a través de un goteo
continuo desde puertos valencianos hasta Argel, Marruecos o Libia. Allí se instalaban
y se dedicaban, en muchas ocasiones, al corso. La clandestinidad de las salidas
hace que sea muy difícil cuantificar cifras concretas.
En la expulsión se tuvieron en cuenta factores como
la imposible aculturación, o la posibilidad de que este grupo supusiera una
quinta columna de los enemigos del país, aunque tales argumentos fueron meras
excusas para justificar una expulsión masiva, contundente, cruel y
espectacular.
En total fueron desterrados unas 300.000 personas en
unas condiciones mucho más atroces que las que soportaron los judíos: la
mayoría fueron robados y muchos vendidos. Un episodio lamentable ocurrió en Val
de Laguar, en donde 1500 perecieron esperando un barco que jamás llegó. Por otro
lado, todos aquellos que se resistieron a la medida fueron masacrados.
La medida fue terrible para el Reino de Valencia. Un
tercio de su población fue expulsada, lo que repercutió negativamente en su
producción agrícola. Mientras los nobles se tuvieron que conformar con la adquisición
de las tierras de los moriscos, la burguesía se arruinó al no poder cobrar las
rentas por los préstamos a los moriscos.
En el siglo XVIII los exilios conocen una nueva
vertiente: los exilios políticos.
Desde 1704 vamos a ver un exilio continuado de los
llamados austracistas. Se trata de
todas aquellas personas afines a los Austrias en la Guerra de sucesión
española. El primer exilio se produjo, como hemos indicado, en 1704, al
fracasar la conjura austracista contra el virrey de Cataluña, Velasco. A pesar
de este fracaso, el bando austriaco, junto a apoyos ingleses, provocaron el
exilio borbónico de Barcelona.
Según avanzó la guerra y los borbones fueron ganando
terreno, los austracistas de Valencia y Aragón fueron exiliándose a Cataluña o
el extranjero. Finalmente, tras la toma de Barcelona en 1713-1714, se produjo
el gran exilio austracista. La fuerte represión borbónica provocó un exilio
forzado que quedó registrado en las listas denominadas “echados de Barcelona”.
Los destinos principales fueron Fuenterrabía, Ceuta, Génova, Roma, Rosellón,
Marsella y, por supuesto, la corte de Viena. En total se ha calculado que se
exiliaron entre 25.000 y 30.000 españoles.
Con la Paz de Viena (1725) se permitió regresar a los
austracistas, aunque recuperar sus posesiones fue difícil y supuso pleitos
contra el Estado que llegaron hasta sus descendientes.
En 1767 se produjo una expulsión religiosa con
motivos políticos. Se expulsaron de España y todos sus territorios a los jesuitas.
La medida fue inspirada por Campomanes y Manuel de
Roda, mientras que quién dirigió la expulsión fue el conde de Aranda.
La operación se planificó en la madrugada del 2 al 3
de abril. Y entre abril y mayo se llevaron a cabo los desplazamientos hacia los
puertos de la costa. Los destinos de los exiliados fueron Córcega, en primera
instancia, en donde pasaron muchas penurias, y luego los Estados Pontificios
(Bolonia, Ferrara y Rávena).
En total fueron expulsados unos 5.000 jesuitas. 855
se secularizaron para volver a España (aunque no todos lo lograron), quedándose
el resto en Italia.
Aunque una de las excusas que se pusieron en la
época fue que los jesuitas fueron los principales instigadores del motín de
Esquilache (1766), las verdaderas razones fueron otras. En concreto, por
constituir un núcleo de poder absolutamente al margen del Estado. Además, su monopolio
de la educación les creó bastantes enemigos, tanto entre laicos como entre
eclesiásticos.
En el siglo XIX los expulsados por motivos
ideológicos fueron la norma pues España vivió, durante gran parte del siglo,
una discontinua aunque persistente guerra civil.
Entre 1813 y 1814, con el final de la guerra de
Independencia y el retorno de Fernando VII los afrancesados salieron de España con dirección a Francia. Se estima
que salieron unas 10.000 personas.
Resulta curioso comprobar que, junto a ellos, muchos
liberales, enemigos en el conflicto, también tomaron el camino del exilio. Los liberales exiliados tras la vuelta del
absolutismo se instalaron en Francia e Inglaterra (Londres principalmente). Y a
estos primeros se les fueron sumando todos aquellos implicados en las
tentativas insurreccionales fallidas que ocurrieron posteriormente.
Pero la gran diáspora se produjo en 1823, tras la
invasión de los cien mil hijos de San Luis y la segunda restauración
absolutista. Entre estos exiliados estuvo Francisco de Goya.
Durante el trienio liberal las expatriaciones fueron
escasas y afectaron a grupos muy comprometidos con el absolutismo que
prefirieron instalarse en Francia (Bayona y París). En cambio, el éxodo
político iniciado en 1823 fue de amplias proporciones y larga duración. Se
estima un éxodo de unas 20.000 personas.
La amnistía de 1832 y la muerte de Fernando VII al
año siguiente permitieron la vuelta de los liberales a España.
El siguiente grupo exiliado de nuestro país fue el
de los carlistas. Fueron exiliados
tras cada una de sus derrotas ante los liberales asentados en el poder.
El primer exilio se produjo en 1833 y fue
protagonizado por Don Carlos y sus allegados. Se marcharon a Portugal,
negándose a reconocer como heredera legítima a Isabel (regencia de María
Cristina).
Durante la primera guerra carlista muchos refugiados
cruzaron la frontera hacia Francia, instalándose en Bayona, Béziers y Toulouse.
Luego, con la derrota en 1839, unos 8.000 carlistas terminaron pasando a
Francia. Más tarde, el final de la resistencia en Cataluña en 1840 supuso que
otros 15.000 carlistas pasaran a Francia.
Las sucesivas amnistías y las presiones de las
autoridades francesas redujeron este contingente en la década de los cuarenta.
Entre 1849-1872 hubo exilios carlistas, aunque poco importantes.
La segunda guerra carlista y su final en 1876
provocó un nuevo exilio, calculando el estado francés que acogió a unos 20.000
refugiados. Fueron internados en campos y recibieron un insuficiente subsidio
con el objeto de obligarles a aceptar los indultos del gobierno español. La
mayor parte de los soldados volvieron, mientras que los oficiales terminaron
quedándose en Europa o América.
Entre 1836-1843 los conflictos entre liberales
provocaron puntuales destierros, aunque poco significativos numéricamente
hablando; igual podemos decir de los primeros republicanos.
Más importante fue el exilio obligatorio de líderes progresistas y demócratas en la
década de 1860. Portugal, para los demócratas y Francia, Bélgica, Suiza o
Inglaterra para los progresistas fueron los principales destinos. Entre ellos
estaban futuras personalidades políticas como Prim, Sagasta o Zorrilla.
En 1868 se produjo el destronamiento y destierro de
la reina Isabel II a París, lugar en
donde moriría. Otras víctimas del
sexsenio democrático (junto a los fieles a Isabel II) fueron los federales, los
cantonalistas e internacionalistas, cuya vida en el exilio fue penosa.
En 1874 cae la primera república y regresa la
monarquía con Alfonso XII, lo que provoca el exilio de numerosos republicanos
hacia Francia. Desde allí debieron volver a emigrar más lejos por exigencias
españolas al gobierno francés.
La restauración de la monarquía ofreció a España un
merecido periodo de estabilidad que minimizó, aunque no terminó de forma
definitiva con los sucesivos exilios.
El siglo XX tiene la triste fama de ser una época
llena de desgarradores exilios. Y ello no sólo afectó a España, sino que fue la
norma en todo el continente europeo. Y todo ello debido al auge de ideologías
confrontadas y beligerantes que consideraban al rival político como al enemigo
mortal.
El fin del imperio colonial provocó numerosos
exilios, sobre todo de jóvenes que no deseaban enrolarse en la guerra o
personajes puntuales protagonistas de revueltas y motines (los anarquistas, por
ejemplo).
En la dictadura de Primo de Rivera varios personajes
importantes, y de distinto signo político, se exilian: Sanchez Guerra, Unamuno,
Blasco Ibañez o Marcelino Domingo.
Incluso bajo la experiencia democrática republicana
hubo diferentes exilios: políticos del anterior gobierno, la familia real de
Alfonso XIII a Roma y los jesuitas (unas 3500 personas en 1932).
Además de los anteriores hubo exilios tras el
fracaso de la sanjurjada (1932), tras los episodios de 1934 e incluso los meses
precedentes a la guerra civil. Los temores de personalidades de derechas,
simples creyentes y gentes asustadas por el cariz que tomaba la violencia
social, emigraron a Estoril o el País Vasco Francés.
También tomaron el mismo camino personalidades de la
primera república, a ltomar conciencia de la deriva que estaba tomando esta
segunda república, tales como Alcalá-Zamora o Alejandro Lerroux.
Durante la guerra miles de refugiados salieron de la
Península huyendo de la confrontación bélica. Génova o Marsella fueron los
destinos más frecuentes.
No obstante, el exilio
republicano tras el final de la guerra civil, documentado fotográficamente
en toda su crudeza, se ha erigido como el icono perfecto de la salida forzada
del país por motivos políticos.
La magnitud del exilio, en la frontera francesa se
acumularon 500.000 personas (aunque unas 200.000 volvieron en los meses
siguientes); la especificidad de ciertos grupos, como los contingentes de niños
a Inglaterra o la URSS; o el perfil sociológico del mismo (abundaban
intelectuales y gente de cultura, siendo sólo un tercio las personas sin
cualificación profesional) fueron factores determinantes en esta imagen que
logró minimizar u olvidar exilios pasados en el siglo XX.
Igualmente, la relevancia de este exilio se explica
por dos factores más: partida del país de todo un aparato de Estado y la
configuración de gobiernos en el extranjero derivó en un exilio prolongado y,
en muchos casos, definitivo. Esta radicalidad e irreversibilidad no se dio en
exilios anteriores. Francia, México o Argentina fueron destinos principales
para estos exiliados.
La comentada irreversibilidad y la gran cuantía de
exiliados hicieron de este exilio el más devastador, con diferencia, de todos
los sufridos en el siglo XX. Pero sin olvidar este hecho irrefutable, tampoco
debemos olvidar exilios anteriores que afectaron a políticos “de derechas” o a
minorías expulsadas por oponerse a la idea unitaria o absolutista del Estado.
Durante la etapa franquista también hubo exiliados
políticos, quienes desde París o Toulouse organizaron lugares comunes de lucha
contra la dictadura, independientes de los republicanos de 1939. Aquí tuvieron
cabida izquierdistas, disidentes falangistas y personalidades de distinta
importancia que no desconectaron del país y que volvieron tras la muerte de
Franco para poner su aportación en la Transición Española. Pero esto… ¡ya es
otra historia!
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