En el año 1990, el Ayuntamiento de San
Sebastián de los Reyes (Madrid) recalificó un terreno rústico (la finca
Pesadilla y alrededores) en urbanizable, permitiendo al banco Banesto,
propietaria de la finca, poder construir un centro deportivo y a la empresa
Torres un gran centro hotelero en las proximidades. La oposición se quejó
amargamente de que esta recalificación no supuso ningún beneficio para el
Ayuntamiento, mientras que ahora esos terrenos tendrían un valor incalculable.
Además, no entendían que el Ayuntamiento no permitiera instalar allí un camping
y, poco tiempo después, recalificara el terreno para la construcción del hotel.
Podemos imaginar que en la decisión tomada
por el consistorio debieron existir algunos condicionantes más allá de los
posibles empleos que se generarían en los complejos construidos. La
recalificación de terrenos siempre fue un buen negocio para los gobiernos y eso
lo vemos en todas las épocas históricas.
Decía Pío Baroja que “en las ciudades, si Dios está en algún lado, es en los solares”. Se
refería, por supuesto, a la fortuna que podía obtenerse a la hora de recalificar un terreno de rústico a
urbanizable. Sólo con este cambio administrativo realizado por la alcaldía se
lograba multiplicar el valor de la
hectárea de manera muy importante. Un auténtico milagro divino.
Las plusvalías generadas en estos cambios
de uso de los terrenos se reparten entre políticos, promotores y propietarios
de suelo. Estos últimos ven como su finca incrementa su valor un 1.000% (en la
década prodigiosa de 1998-2007) sin haber invertido un solo euro (al menos de
manera confesable). Y todo ello se opera en la trastienda de los ayuntamientos
con el visto bueno de las consejerías, ofreciendo un buen caldo de cultivo para
la corrupción. Sólo es necesario echar un vistazo al catastro de cualquier
localidad para comprobar el incremento exponencial que han tenido estos cambios
en los diferentes Ayuntamientos.
En resumen, los principales casos de
corrupción política se pueden reducir a dos casos: los derivados del espurio
cobro de comisiones en la contratación de las obras públicas y los ocasionados
por una fraudulenta aplicación de los procesos de planeamiento urbanístico.
Me gustaría recordar que la Constitución
Española tiene un único supuesto en el que prohíbe la especulación al Estado.
Se recoge en el artículo 47 y ordena a los poderes públicos impedir la
especulación del suelo.
La Ley del Suelo de 1997 convertía casi
todo el suelo en susceptible de ser urbanizado. Y ello dio sus frutos: entre 1990 y 2005 la superficie edificada
aumentó un 40%, a un ritmo de 800.000 viviendas anuales (por comparar, tantas
como Francia, Alemania y Reino Unido juntos).
En esos años, de golpe y porrazo, promotores y constructores, así como
políticos, se enriquecieron desde la nada y se convirtieron en millonarios
gracias al llamado pelotazo.
Un pelotazo
consistía en comprar un terreno no urbanizable que, en poco tiempo, pasaba a
urbanizable por medio de una oportuna recalificación (o reclasificación según
el argot técnico). Luego se vendía el terreno a un constructor y ganancias
millonarias sin riesgo ninguno. Ganaba el promotor que vendía el terreno, el
político que lo recalificaba al nuevo uso y el constructor de turno que
levantaba las viviendas y las vendía a preciso cada vez mayores.
Esta manera de actuar sufrió un crac
definitivo cuando surgió la crisis internacional de 2008 y todo el mundo
comenzó a revisar detenidamente las cuentas de los Ayuntamientos. En ese
momento se descubrieron casos increíbles, aunque y otros habían saltado antes a
la luz pública. Un caso mediático fue el de Francisco Hernando, conocido como Paco
el Pocero. Este promotor levantó una mega-urbanización de 13.000 viviendas en
un secarral de Seseña, en Toledo. Lo curioso fue comprobar que sólo 14 días
antes de la recalificación compró el 44% del suelo. Ahora, esta persona de
origen humilde se dedica a gestionar aviones privados. Y el alcalde fue juzgado
por este hecho posteriormente.
Que
la recalificación de terrenos es algo que siempre ha dado mucho dinero a lo
largo de la historia lo podemos comprobar observando los restos documentales y
arqueológicos que tenemos de las civilizaciones pasadas.
En el Museo Arqueológico Nacional de
Madrid tenemos una pieza egipcia llamada Estela
de Nebsumenu. Se trata de una estela en piedra en la que aparecen tanto
figuras como jeroglíficos, algo típico de esa cultura. En el texto, traducido,
podemos leer la recalificación de un suelo rústico en urbano:
“En
el año uno de mi mandato yo, como rey del Alto y Bajo Egipto, Seankhiptáh, hijo
de Ra, al que le ha sido dada la vida eterna, dispongo: Que las tierras arables
de Nebsuménu; canciller del Bajo Egipto y supervisor de selladores del estado,
pasen a ser distritos urbanos del sur y del este; además de las tierras
meridionales y sus canales, y las tierras baldías, al este y al oeste de la
tierra de Hému”.
Respecto a las figuras que aparecen en la
estela, una es el faraón Seankhiptáh,
mientras que la otra es el alto funcionario Nebsuménu, dueño de las tierras y
beneficiario del decreto. Aunque no sabemos que pudo originar tal cambio de uso
de los terrenos si nos podemos imaginar que los beneficios para aquel funcionario
serían enormes.
En
la antigua Roma vamos a ver otro tipo de pelotazos inmobiliarios dignos del
presente. En este caso me voy a detener en la
figura de Marco Licinio Craso, un
famoso general que se convirtió en millonario gracias a la especulación
inmobiliaria en Roma.
El método utilizado por Craso nos recuerda
a las mafias del fuego que actuaron
en España en los años 60 y 70 del siglo pasado, donde la urbanización se hizo a
golpe de mechero. Es más, aunque las autoridades siguen negando la actuación de
mafias que queman bosques en la actualidad para la recalificación de suelos
posteriormente, la certeza de que el 95% de los incendios actuales son
provocados genera serias dudas de ello entre la población.
La ley de Montes 21/2015, una revisión de
la del año 1957 que prohibía la recalificación de terrenos quemados en 30 años,
permitió recalificar el terreno quemado si existían razones de interés público
de primer orden; razones que ninguna CCAA ha logrado definir claramente aún a
día de hoy.
Gracias a esta interpretación subjetiva de
la nueva ley se cometen actos curiosos como el del Monte Abantos, en Madrid. En
1999 sufrió un incendio importante y en el año 2002 existió una recalificación
para realizar pisos y chalés en una falda del monte (zona Prado de la Era).
Volviendo a Craso, este romano avispado tuvo la genial idea de aprovecharse de
un mal endémico de Roma: los incendios. Para ello construyó tres empresas diferentes: una de incendiarios, otra de bomberos y una última inmobiliaria.
Puesto que aprovecharse de incendios fortuitos no era suficiente, este romano
falto de escrúpulos enviaba a sus incendiarios a provocar fuegos en viviendas.
Luego se personaban sus bomberos y, en medio de la calamidad generada,
compraban las parcelas a sus dueños a precios irrisorios. El último paso era
edificar nuevas insuale, los típicos
pisos de viviendas romanos, e incrementar de forma desmedida los alquileres. El
negocio era redondo. Plutarco nos lo resume perfectamente: “Como veía que los incendios y los
derrumbamientos de casas eran un mal endémico e inevitable en Roma –debido a
que los edificios eran muchos y muy pesados–, se dedicó a comprar los edificios
incendiados y los próximos a éstos, pues los propietarios se los cedían a bajo
precio a causa de su temor e incertidumbre; de manera que la mayor parte de
Roma estaba en sus manos”.
El de Craso no fue un caso aislado pues en
Roma la especulación inmobiliaria estaba al orden del día. Cicerón, el famoso
orador, tenía una gran fortuna invertida en los alquileres. Y de sus palabras
podemos imaginar que se trataba de un casero usurero que dejaba que sus
propiedades se deterioraban hasta el punto de expulsar a los inquilinos. Con
ello lograba reformarlas y aumentar los alquileres. El siguiente texto es
paradigmático:
“Pero
me preguntas por qué he mandado llamar a Crisipo: dos de mis tiendas se han
derrumbado y las otras están cayéndose, así es que no sólo los inquilinos, sino
que se han ido hasta los ratones. Otra gente llama a esto un desastre, pero
para mí ni siquiera es una incomodidad. ¡Oh Sócrates y seguidores de Sócrates,
nunca os lo podré agradecer lo suficiente! ¡Dioses inmortales, qué
insignificantes son estas cosas para mí! Pero, sin embargo, por aviso y consejo
de Vestorio, me he trazado un plan de reconstrucción que convertirá mi pérdida
en ganancia” (M. Tullius Cicero, Litterae
ad Atticum, 14.9).
Pero todas estas acciones se quedan en
nada si nos trasladamos unos siglos más adelante y analizamos al mayor especulador inmobiliario de nuestro
país: Francisco de Sandoval y Rojas, el Duque de Lerma.
El valido y persona de confianza de Felipe
III fue el principal defensor del cambio de toda la corte española desde Madrid
a Valladolid en el año 1601. Aunque la razón principal esgrimida para ello fue la de
proteger al monarca de la insalubridad de Madrid, motivos políticos
influyeron en la decisión, como controlar mejor al rey en una zona próxima a
sus feudos o alejarle de la influencia de su tía María de Austria, que no veía
con buenos ojos la influencia ejercida por el valido sobre su sobrino.
Pero además de los políticos estaban los
económicos, más importantes si cabe para el Duque de Lerma, pues le generaron
una enorme fortuna. Antes de cambiar la capitalidad de la corte, el avispado
valido compró a precios irrisorios numerosas propiedades en Valladolid, las
cuales, con la nueva capitalidad, le generaron enormes beneficios.
No satisfecho con este pelotazo
inmobiliario, invirtió sus ganancias en comprar a precios de saldo numerosas
propiedades madrileñas. En su mente estaba volver a llevar la Corte a Madrid
posteriormente, cosa que realizó en el año 1606. Además de los beneficios
inmobiliarios que logró repitiendo la operación del traslado de la Corte,
también se enriqueció con los sobornos cobrados a los comerciantes madrileños a
los que el cambio sumió en la ruina.
Aunque ni el Duque de Lerma ni Craso ni
Cicerón pueden equipararse a los gobernantes políticos actuales, en el sentido
de que eran personas privadas cuyo objetivo era enriquecer sus familias, si
podemos indicar que existe una
corrupción que traspasa el tiempo histórico y que afecta a los gobernantes
dedicados a gestionar el patrimonio inmobiliario.
Todo esto nos demuestra hasta qué punto la
corrupción es inherente al gobernante público y la importancia que existe en
mantener una transparencia exquisita en todos estos asuntos para atajar los casos
más flagrantes de especulación
inmobiliaria fraudulenta. Gracias a los mecanismos actuales en las sociedades democráticas todos estos pelotazos son, en su mayor parte, descubiertos y juzgados como corresponde.
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