domingo, 6 de febrero de 2022

Los pelotazos urbanísticos son cosa del presente


En el año 1990, el Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes (Madrid) recalificó un terreno rústico (la finca Pesadilla y alrededores) en urbanizable, permitiendo al banco Banesto, propietaria de la finca, poder construir un centro deportivo y a la empresa Torres un gran centro hotelero en las proximidades. La oposición se quejó amargamente de que esta recalificación no supuso ningún beneficio para el Ayuntamiento, mientras que ahora esos terrenos tendrían un valor incalculable. Además, no entendían que el Ayuntamiento no permitiera instalar allí un camping y, poco tiempo después, recalificara el terreno para la construcción del hotel.

Podemos imaginar que en la decisión tomada por el consistorio debieron existir algunos condicionantes más allá de los posibles empleos que se generarían en los complejos construidos. La recalificación de terrenos siempre fue un buen negocio para los gobiernos y eso lo vemos en todas las épocas históricas.


Decía Pío Baroja que “en las ciudades, si Dios está en algún lado, es en los solares”. Se refería, por supuesto, a la fortuna que podía obtenerse a la hora de recalificar un terreno de rústico a urbanizable. Sólo con este cambio administrativo realizado por la alcaldía se lograba multiplicar el valor de la hectárea de manera muy importante. Un auténtico milagro divino.

Las plusvalías generadas en estos cambios de uso de los terrenos se reparten entre políticos, promotores y propietarios de suelo. Estos últimos ven como su finca incrementa su valor un 1.000% (en la década prodigiosa de 1998-2007) sin haber invertido un solo euro (al menos de manera confesable). Y todo ello se opera en la trastienda de los ayuntamientos con el visto bueno de las consejerías, ofreciendo un buen caldo de cultivo para la corrupción. Sólo es necesario echar un vistazo al catastro de cualquier localidad para comprobar el incremento exponencial que han tenido estos cambios en los diferentes Ayuntamientos.

En resumen, los principales casos de corrupción política se pueden reducir a dos casos: los derivados del espurio cobro de comisiones en la contratación de las obras públicas y los ocasionados por una fraudulenta aplicación de los procesos de planeamiento urbanístico.

Me gustaría recordar que la Constitución Española tiene un único supuesto en el que prohíbe la especulación al Estado. Se recoge en el artículo 47 y ordena a los poderes públicos impedir la especulación del suelo.

La Ley del Suelo de 1997 convertía casi todo el suelo en susceptible de ser urbanizado. Y ello dio sus frutos: entre 1990 y 2005 la superficie edificada aumentó un 40%, a un ritmo de 800.000 viviendas anuales (por comparar, tantas como Francia, Alemania y Reino Unido juntos).

En esos años, de golpe y porrazo, promotores y constructores, así como políticos, se enriquecieron desde la nada y se convirtieron en millonarios gracias al llamado pelotazo.

Un pelotazo consistía en comprar un terreno no urbanizable que, en poco tiempo, pasaba a urbanizable por medio de una oportuna recalificación (o reclasificación según el argot técnico). Luego se vendía el terreno a un constructor y ganancias millonarias sin riesgo ninguno. Ganaba el promotor que vendía el terreno, el político que lo recalificaba al nuevo uso y el constructor de turno que levantaba las viviendas y las vendía a preciso cada vez mayores.

Esta manera de actuar sufrió un crac definitivo cuando surgió la crisis internacional de 2008 y todo el mundo comenzó a revisar detenidamente las cuentas de los Ayuntamientos. En ese momento se descubrieron casos increíbles, aunque y otros habían saltado antes a la luz pública. Un caso mediático fue el de Francisco Hernando, conocido como Paco el Pocero. Este promotor levantó una mega-urbanización de 13.000 viviendas en un secarral de Seseña, en Toledo. Lo curioso fue comprobar que sólo 14 días antes de la recalificación compró el 44% del suelo. Ahora, esta persona de origen humilde se dedica a gestionar aviones privados. Y el alcalde fue juzgado por este hecho posteriormente.

Que la recalificación de terrenos es algo que siempre ha dado mucho dinero a lo largo de la historia lo podemos comprobar observando los restos documentales y arqueológicos que tenemos de las civilizaciones pasadas.

En el Museo Arqueológico Nacional de Madrid tenemos una pieza egipcia llamada Estela de Nebsumenu. Se trata de una estela en piedra en la que aparecen tanto figuras como jeroglíficos, algo típico de esa cultura. En el texto, traducido, podemos leer la recalificación de un suelo rústico en urbano:

En el año uno de mi mandato yo, como rey del Alto y Bajo Egipto, Seankhiptáh, hijo de Ra, al que le ha sido dada la vida eterna, dispongo: Que las tierras arables de Nebsuménu; canciller del Bajo Egipto y supervisor de selladores del estado, pasen a ser distritos urbanos del sur y del este; además de las tierras meridionales y sus canales, y las tierras baldías, al este y al oeste de la tierra de Hému”.
 
Estela de Nebsumenu. MAN. Madrid
Respecto a las figuras que aparecen en la estela, una es el faraón  Seankhiptáh, mientras que la otra es el alto funcionario Nebsuménu, dueño de las tierras y beneficiario del decreto. Aunque no sabemos que pudo originar tal cambio de uso de los terrenos si nos podemos imaginar que los beneficios para aquel funcionario serían enormes.

En la antigua Roma vamos a ver otro tipo de pelotazos inmobiliarios dignos del presente. En este caso me voy a detener en la figura de Marco Licinio Craso, un famoso general que se convirtió en millonario gracias a la especulación inmobiliaria en Roma.

El método utilizado por Craso nos recuerda a las mafias del fuego que actuaron en España en los años 60 y 70 del siglo pasado, donde la urbanización se hizo a golpe de mechero. Es más, aunque las autoridades siguen negando la actuación de mafias que queman bosques en la actualidad para la recalificación de suelos posteriormente, la certeza de que el 95% de los incendios actuales son provocados genera serias dudas de ello entre la población.

La ley de Montes 21/2015, una revisión de la del año 1957 que prohibía la recalificación de terrenos quemados en 30 años, permitió recalificar el terreno quemado si existían razones de interés público de primer orden; razones que ninguna CCAA ha logrado definir claramente aún a día de hoy.

Gracias a esta interpretación subjetiva de la nueva ley se cometen actos curiosos como el del Monte Abantos, en Madrid. En 1999 sufrió un incendio importante y en el año 2002 existió una recalificación para realizar pisos y chalés en una falda del monte (zona Prado de la Era).

Volviendo a Craso, este romano avispado tuvo la genial idea de aprovecharse de un mal endémico de Roma: los incendios. Para ello construyó tres empresas diferentes: una de incendiarios, otra de bomberos y una última inmobiliaria. Puesto que aprovecharse de incendios fortuitos no era suficiente, este romano falto de escrúpulos enviaba a sus incendiarios a provocar fuegos en viviendas. Luego se personaban sus bomberos y, en medio de la calamidad generada, compraban las parcelas a sus dueños a precios irrisorios. El último paso era edificar nuevas insuale, los típicos pisos de viviendas romanos, e incrementar de forma desmedida los alquileres. El negocio era redondo. Plutarco nos lo resume perfectamente: “Como veía que los incendios y los derrumbamientos de casas eran un mal endémico e inevitable en Roma –debido a que los edificios eran muchos y muy pesados–, se dedicó a comprar los edificios incendiados y los próximos a éstos, pues los propietarios se los cedían a bajo precio a causa de su temor e incertidumbre; de manera que la mayor parte de Roma estaba en sus manos”.

El de Craso no fue un caso aislado pues en Roma la especulación inmobiliaria estaba al orden del día. Cicerón, el famoso orador, tenía una gran fortuna invertida en los alquileres. Y de sus palabras podemos imaginar que se trataba de un casero usurero que dejaba que sus propiedades se deterioraban hasta el punto de expulsar a los inquilinos. Con ello lograba reformarlas y aumentar los alquileres. El siguiente texto es paradigmático:

Pero me preguntas por qué he mandado llamar a Crisipo: dos de mis tiendas se han derrumbado y las otras están cayéndose, así es que no sólo los inquilinos, sino que se han ido hasta los ratones. Otra gente llama a esto un desastre, pero para mí ni siquiera es una incomodidad. ¡Oh Sócrates y seguidores de Sócrates, nunca os lo podré agradecer lo suficiente! ¡Dioses inmortales, qué insignificantes son estas cosas para mí! Pero, sin embargo, por aviso y consejo de Vestorio, me he trazado un plan de reconstrucción que convertirá mi pérdida en ganancia” (M. Tullius Cicero, Litterae ad Atticum, 14.9).

Pero todas estas acciones se quedan en nada si nos trasladamos unos siglos más adelante y analizamos al mayor especulador inmobiliario de nuestro país: Francisco de Sandoval y Rojas, el Duque de Lerma.

El valido y persona de confianza de Felipe III fue el principal defensor del cambio de toda la corte española desde Madrid a Valladolid en el año 1601. Aunque la razón principal esgrimida para ello fue la de proteger al monarca de la insalubridad de Madrid, motivos políticos influyeron en la decisión, como controlar mejor al rey en una zona próxima a sus feudos o alejarle de la influencia de su tía María de Austria, que no veía con buenos ojos la influencia ejercida por el valido sobre su sobrino.

Pero además de los políticos estaban los económicos, más importantes si cabe para el Duque de Lerma, pues le generaron una enorme fortuna. Antes de cambiar la capitalidad de la corte, el avispado valido compró a precios irrisorios numerosas propiedades en Valladolid, las cuales, con la nueva capitalidad, le generaron enormes beneficios.

No satisfecho con este pelotazo inmobiliario, invirtió sus ganancias en comprar a precios de saldo numerosas propiedades madrileñas. En su mente estaba volver a llevar la Corte a Madrid posteriormente, cosa que realizó en el año 1606. Además de los beneficios inmobiliarios que logró repitiendo la operación del traslado de la Corte, también se enriqueció con los sobornos cobrados a los comerciantes madrileños a los que el cambio sumió en la ruina.

Aunque ni el Duque de Lerma ni Craso ni Cicerón pueden equipararse a los gobernantes políticos actuales, en el sentido de que eran personas privadas cuyo objetivo era enriquecer sus familias, si podemos indicar que existe una corrupción que traspasa el tiempo histórico y que afecta a los gobernantes dedicados a gestionar el patrimonio inmobiliario.

Todo esto nos demuestra hasta qué punto la corrupción es inherente al gobernante público y la importancia que existe en mantener una transparencia exquisita en todos estos asuntos para atajar los casos más flagrantes de especulación inmobiliaria fraudulenta. Gracias a los mecanismos actuales en las sociedades democráticas todos estos pelotazos son, en su mayor parte, descubiertos y juzgados como corresponde.

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