Una de las imágenes más reconocibles del
cristianismo es el crucifijo, la efigie tridimensional de Jesucristo
crucificado. Su origen no parece retrotraerse mucho más allá del siglo V, aunque
en la actualidad se trata de un símbolo importante que recuerda la victoria de
Cristo sobre la muerte y el pecado.
Tanto el arte pictórico, el escultórico
como, más actualmente, el cine, nos han mostrado invariablemente la figura de
Cristo crucificado de una manera muy concreta. Dejando a un lado la
idealización o la verosimilitud en los detalles, un detalle siempre está
presente: Jesucristo aparece clavado a la cruz con unos clavos atravesándole
las manos (y en ocasiones también los pies).
Es más, la polémica al respecto se ha
centrado en la existencia de tres o cuatro clavos (según se claven los pies
juntos o separados). Si hasta el siglo XIII predominó la imagen de cuatro
clavos, luego se hizo más popular la de tres. Pero la pregunta principal es
otra. ¿Clavaron a Cristo en la cruz con clavos en las manos?
Según
la tradición cristiana, la crucifixión de Jesús con clavos en las manos la
tenemos recogida, de manera indirecta, en el Evangelio de Juan (20:25).
En este pasaje Tomás indica lo siguiente cuando varios discípulos le dijeron
que habían visto al Señor: “Si no veo en
sus manos las heridas de los clavos, y si no meto mi dedo en ellas y mi mano en
su costado, no lo podré creer”.
También
en las Revelaciones de Santa Brígida
tenemos recogida la crucifixión. Según la Santa patrona de Suecia, de Europa y
de las viudas, vio “sus crueles
ejecutores lo agarraron y lo extendieron en la cruz, clavando primero su mano
derecha en el extremo de la cruz que tenía hecho el agujero para el clavo.
Perforaron su mano en el punto en el que el hueso era más sólido. Con una
cuerda, le estiraron la otra mano y se la clavaron en el otro extremo de la
cruz de igual manera.
A
continuación, cruzaron su pie derecho con el izquierdo por encima usando dos
clavos de forma que sus nervios y venas se le extendieron y desgarraron”
(Las Profecías y Revelaciones de Santa Brígida de Suecia. Libro 1. Capítulo 10).
Pero en la historia no sólo utilizamos
fuentes documentales, sino también hallazgos arqueológicos y aquí existen
algunos ejemplos que nos hacen dudar de la imagen clásica que nos ha legado la
tradición documental cristiana.
Aunque no fueron los primeros en
utilizarla, los romanos emplearon el
castigo de la crucifixión de manera muy extendida, siendo uno de los
ejemplos más evidentes las crucifixiones masivas que se produjeron tras sofocar
la rebelión liderada por Espartaco (Tercera guerra servil, 73-71 a.C.).
Anteriormente a los romanos la crucifixión
parece que la utilizaron los asirios (todo lo referente a la guerra se les
atribuye a ellos), los persas (Herodoto indicó que Dario I lo uso, The Histories, vols. 1:128.2; 3:132.2,
159.1), los griegos e incluso el mismo Alejandro Magno (con los supervivientes
de Tiro). Aunque serían los cartagineses quienes la introducirían en el mundo
romano.
Por los romanos sabemos que la muerte por el castigo de crucifixión era una de las
peores condenas que podían existir. Los ciudadanos romanos estaban exentos
de este castigo (eran decapitados), que era reservado para los esclavos, los
piratas o los criminales más aborrecidos. Sólo existía una excepción para los
ciudadanos romanos, el castigo de alta traición al Estado.
Las descripciones
que tenemos de la crucifixión no son
nada edificantes, pues el objetivo del castigo no era sólo humillar y matar al
reo, sino mutilar y deshonrar su cuerpo.
Existían varias modalidades pero lo
habitual era colocar al condenado en un travesaño de madera que se hacía elevar
sobre un tronco hundido en la tierra. Luego se mantenía en esa posición
mediante cuerdas o clavándole diversos clavos en las extremidades, tanto
superiores como inferiores. El reo podía ser colocado con la cabeza hacia
arriba o apuntando al suelo y la muerte era lenta y dolorosa; ésta no se
producía por las heridas ocasionadas, sino por sofocación.
En efecto, el crucificado sufría
enormemente intentando respirar, pues sus esfuerzos se veían dificultados por
las heridas al ser calvado a la cruz. A eso había que añadir que numerosos
pájaros carroñeros acudían a tomar parte del festín y que las heridas se
infectaban durante los días que transcurrían hasta su muerte. En muchas
ocasiones los soldados romanos se apiadaban
del condenado rompiéndole las rodillas con un gran mazo. De esta forma no podía
aguantar el peso de su cuerpo que caía a plomo sobre sus pulmones y lo
terminaba asfixiando.
Aunque los romanos nos legaron varios
ejemplos de crucifixiones en su dilatada existencia no fueron muy exactos a la
hora de dar detalles sobre cómo colocaban a los reos en la cruz. Para ello
debemos recurrir a la arqueología.
Y la principal
fuente arqueológica que tenemos para averiguar un poco con más detalle la
manera en la que crucificaban los romanos es la tumba de un hombre llamado Yehohanan, hijo de Hagakol, que había
fallecido crucificado también en el siglo I.
Aunque no podemos asegurar al 100% que Cristo y Yehohanan fueron crucificados
del mismo modo, su proximidad cronológica si nos permite realizar varias
inferencias válidas que nos aproximan mucho más a la realidad histórica de lo
que parecen haber hecho las fuentes documentales.
La tumba se descubrió en Giv'at ha-Mivtar
(Ras el-Masaref), al norte de Jerusalén, en el año 1968. Y lo importante de
esta tumba fue encontrar en el hueso del talón un clavo oxidado, muestra de que
había sido crucificado.
Aunque en el primer trabajo de los restos
el profesor Nicu Haas, antropólogo de la Universidad Hebrea y Escuela de
Medicina Hadasha, de Jerusalén, concluyó que un solo clavo de 18 cm había sido
utilizado para asegurar los pies a la cruz, esta teoría fue desmentida
posteriormente.
El último estudio, realizado por el profesor Joe Zias y el doctor Eliezer
Seketes, de la Universidad Hebrea y Escuela de Medicina Hadasha en 1985,
demostraron que el estudio anterior tenía varios errores interpretativos. Sólo
pudieron confirmar la existencia de un hueso de talón con un clavo de 11,5 cm.
Es posible que el otro pie fuera clavado de la misma forma, pero sólo son
conjeturas al no existir un resto que lo atestigüe.
Lo que está claro es que no hubo un gran
clavo que atravesara ambos pies. La
evidencia arqueológica nos parece indicar que el clavo se colocaba en el talón,
atravesando de manera lateral el pie y no como se suele representar de
manera canónica en los crucifijos cristianos.
¿Y
qué pasa con los clavos de las manos?
El estudio de este crucificado del siglo I también nos ofrece numerosas pistas
sobre la manera en la que se sostenían los reos en la cruz.
En
el primer estudio se aseguraba que los clavos se colocaban en los antebrazos, y para
ello se basaron en diferentes arañazos y hendiduras que encontraron en los
huesos. Diversos anatomistas avalaron tales conclusiones, alegando que de clavarse
en las palmas estas se desgarrarían incapaces de sostener el peso del cuerpo.
Pero
esto también fue discutido en la revisión posterior de Zias y Seketes,
que concluyeron lo siguiente:
“Muchos
arañazos y hendiduras no traumáticas similares a éstas se encuentran en
material esquelético antiguo. De hecho, se observaron dos muescas no
traumáticas similares en el peroné derecho, que no están conectados con la
crucifixión... Por lo tanto, la falta de una lesión traumática en el antebrazo
y los metacarpianos de la mano parecen sugerir que los brazos de los condenados fueron atados en vez que
clavados en la cruz”.
“[…] Existe
una amplia evidencia literaria y artística para el uso de cuerdas en lugar de
clavos para fijar el condenado a la cruz. Por otra parte, en Egipto, donde
según una fuente original sobre la crucifixión, la víctima no fue clavado, pero
sí atado. Es importante recordar que la
muerte por crucifixión era el resultado de la manera en que el condenado era
colgado de la cruz y no la lesión traumática causada por clavarlo. Colgar de la
cruz, dio lugar a un doloroso proceso de asfixia, en el que los dos grupos de
músculos que se usan para la respiración, los músculos intercostales y el
diafragma, se debilitaron progresivamente. Con el tiempo, el condenado
fallecía, debido a la imposibilidad de continuar respirando adecuadamente”.
Por tanto, la crucifixión de Cristo se
pareció, más que a las representaciones católicas que solemos ver en las
iglesias, a algo parecido a lo que apareció en la película El Evangelio según San Juan (2003), del director Philip Saville.
Aunque aquí también aparezcan los clásicos clavos en las manos, un mito que
creo no se desterrará jamás.
¿Y
qué ocurrió con los clavos de Cristo?
Como todos sabéis, las reliquias
relacionadas con la cruz donde se crucificó a Jesucristo han dado mucho juego a
lo largo de los siglos. Si la Vera Cruz
fue dividida en múltiples fragmentos que se conservan en innumerables templos
cristianos (los más señeros son la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén en
Roma o el monasterio de Santo Toribio de Liébana, en Cantabria), los clavos
también sufrieron una división memorable.
Dada la enorme cantidad de lugares donde
se asegura poseer los clavos de Cristo los más fieles de las reliquias indican
que se limaron y se fundieron en multitud de clavos repartidos, a partir de la
Edad Media, por todo el orbe cristiano. Si de la madera de la Cruz de Cristo
podemos obtener numerosos árboles, los clavos de Cristo no se quedan atrás: En
Milán y Carpentras, localidad francesa, aseguran poseer el bocado para caballo
que se realizó con dos de los clavos para el emperador Constantino. Pero ejemplos
de clavos tenemos en la corona que se atesora en la Catedral de Monza, en el
Palacio Real de Madrid, en la iglesia de Santa Maria della Scala de Siena, en
la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén de Roma, en las catedrales alemanas
de Colonia, Bamberg y Tréveris….
Os espero en la siguiente historia.
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Bibliografía:
Tzaferis, V. Jewish Tombs at and near
Giv'at ha-Mivtar. Israel Exploration
Journal Vol.20 (1970) pp. 18-32.
Zias and Sekeles, "The Crucified Man
from Giv'at ha-Mitvar: A Reappraisal," Israel
Exploration Journal Vol 35 (1985) p.
22-26.
Lorente Acosta, M. 42 días. Análisis forense de la crucifixión y la resurrección de
Jesucristo. Aguilar, 2007.
Hermosilla Molina, A. La pasión de Cristo vista por un médico. Estudio médico-histórico-artístico
de la pasión de Cristo según la imaginería procesional de la Semana Santa
sevillana. Guadalquivir, 2000.
Tarín, Santiago. Viaje por las mentiras de la historia universal. Verticales, 2007.
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