De manera periódica aparecen noticias
intentando minimizar o negar el Holocausto perpetrado por los nazis en la
Segunda Guerra Mundial (IIWW). Sólo es necesario ver algunos comentarios
realizados en este blog a raíz de algún artículo publicado al respecto (por
ejemplo el relativo a Ana
Frank) para comprobar el nivel de negacionismo
y desconocimiento que existe en una parte de la población.
Hoy os voy a mostrar una serie de
personajes que vivieron el Holocausto nazi de la Segunda Guerra Mundial en
primera persona. Sus voces, recogidas en diversos documentos es lo que han
utilizado los historiadores para conformar el relato macabro del Holocausto.
Sus nombres, un recuerdo imborrable para no olvidar nunca lo que pasó. ¿Os
interesa conocer algo más?
Existen muchas personas relacionadas con
el Holocausto que vivieron situaciones increíbles. Vamos a empezar por el
ascenso de Hitler al poder. Su discurso antisemita no era compartido por todos
los que le votaron y muchos de ellos jamás imaginaron hasta donde llegaría su
odio hacia los judíos. Pero para estos últimos, la llegada al poder de los
nazis supuso un cambio muy radical, pues muchos alemanes vieron que tendrían
barra libre para atacar a este sector de la población con total impunidad.
Un ejemplo, lo vemos en el ataque con gas
lacrimógeno a diversos comercios judíos y, en concreto, al centro comercial Woolworth de Hannover,
considerado un comercio controlado por judíos que atentaba contra los
empresarios locales más pequeños.
Pero no sólo tenemos ejemplos de ataques
impunes contra comercios. Las personas también notaron, en muchas ocasiones,
cambios de actitud hacia ellos por el simple hecho de haber llegado Hitler al
poder. Esto lo vemos en el relato de la judía Lucille Eichengreen: “Los
niños que vivían en el mismo edificio […] dejaron de hablarnos. Nos tiraban piedras, nos insultaban, y eso era
quizá tres meses después de que Hitler llegara al poder. Y no podíamos entender
qué habíamos hecho para merecer ese trato. La pregunta era siempre la misma:
¿por qué?”. ¿Hasta qué punto podía existir una sociedad tan enferma como
para inculcar a los niños ese odio hacia el que fue tu vecino? Por supuesto, no
todos los alemanes eran así, pero resulta sintomático que muchos actuaran de
este modo nada más llegar Hitler al poder.
La sociedad estaba siendo inoculada con el
odio hacia los judíos de manera sibilina. Y un vector primordial de ello lo
vemos en las escuelas. Rudi Bamber,
en Núremberg, nos informa del cambio que se produjo en su escuela: “Un profesor de biología empezó a enseñar biología
alemana con la concepción racista —los judíos eran una raza distinta de los
alemanes— y se plantearon otras muchas teorías racistas”.
No es un caso único. Existe un cuento
infantil publicado en Núremberg, 1938 y titulado Der Giftpilz (La seta venenosa) en el que se compara a los judíos
con setas venenosas, inculcando a los más pequeños que en ocasiones es difícil
distinguirlas de las buenas porque se intentan disfrazar. Ideas racistas para
inculcar el odio desde la infancia. Como bien sabían los nazis, a los niños era
más sencillo influirles que a los adultos con ideas propias.
Pero el documento más notorio del maltrato
que dispensaron los alemanes a los judíos fue el recogido por Max Abraham en su Juda verrecke. Ein Rabbiner im Konzentrationslager [Muerte a Judá:
Un rabino en un campo de concentración]. Allí relata pormenorizadamente su
detención en 1933 por miembros de la SA (milicias nazis, Sturmabteilung), debido a que era judío y pertenecía al SPD
(Partido Socialdemócrata de Alemania), y su traslado a uno de los primeros
campos de concentración. En su libro nos cuenta los tratos vejatorios que
sufrió, entre los que destacaron la obligación de pelearse con porras con otros
judíos, o las palizas continuas, que casi le hacen fallecer. Su caso no fue
excepcional (Hans Beimler, que
escapó de Dachau y terminó muriendo en la Guerra Civil española, fue otro
ejemplo) y nos muestra hasta qué punto de sadismo llegaron las fuerzas de las
SA y SS en el trato a los judíos antes de producirse el verdadero Holocausto.
El acoso a los judíos no se produjo sólo
en Alemania, sino en todos los lugares en los que los nazis tejían su poder. Tras
Eslovaquia independizarse de Chequia la judía Linda Breder relata que “fue
expulsada de la escuela” y su padre perdió el trabajo.
El ejemplo ya se había producido antes en
Austria. Tras su anexión a Alemania, el judío austriaco Walter Kammerling, relata que toda Viena estaba de celebración y
que la gente empezó a acosarlos, atacando sus tiendas y obligándoles a hacer lo
que ellos quisieran, como limpiar las calles mientras les golpeaban.
Pero estos actos espontáneos de sadismo no
fueron lo peor. Desde el 1 de abril de 1938 hasta final de año se calcula que
8.000 personas (75% judíos) fueron enviadas desde Austria al campo de
concentración de Dachau. La persecución hizo que a finales de 1938, 80.000
judíos austríacos hubieran salido huyendo del país.
Pero 1938 también sería el año de la
persecución contra los gitanos. Muchos gitanos austríacos fueron trasladados al
campo de Mauthausen (Linz) donde eran obligados a realizar penosos trabajos
forzosos aderezados con crueldades varias. Adolf
Gussak, una víctima directa, nos relata su experiencia: “En la cantera cargábamos piedras pesadas. Nos
las teníamos que echar a la espalda y subir los 180 escalones [hasta el
campo]. Las SS nos apaleaban. Así que
siempre había empujones: todo el mundo quería huir de los golpes. Si alguien
caía desmayado lo remataban con una bala en la nuca”.
Y también los Testigos de Jehová fueron
apresados y sometidos a torturas. Un albañil que trabajó en el campo de
Sachsenhausen relató en un juicio el trato que daban los guardias a este tipo
de presos: “Blockführer Sorge y
Blockführer Bugdalle ordenaron que un grupo de prisioneros cavara una fosa de
la profundidad de la altura de un hombre, y entonces metieron allí a un testigo
llamado Bachuba y lo enterraron hasta el cuello. Mientras tanto Sorge y
Bugdalle se burlaban y reían de él, y luego, cuando ya solo le asomaba la
cabeza, le orinaron en la cabeza. Lo dejaron allí en esa tumba otra hora más.
Cuando lo desenterraron y lo sacaron de allí aún estaba vivo, pero no podía
sostenerse en pie”.
Del fanatismo con el que estos Testigos de
Jehová se enfrentaban a la muerte escribió Rudolf Höos, antes de ser comandante
de Auschwitz: “casi corrían hacia el
lugar de ejecución […]. Estaban
transfigurados por el éxtasis, de pie, delante del paredón del campo de tiro,
como si ya no fueran de este mundo. Así es como me imagino que los primeros
mártires cristianos debieron presentarse en el circo mientras esperaban a que
los animales salvajes los descuartizaran”.
Los homosexuales también fueron
perseguidos y encerrados. Se calcula que durante el Tercer Reich fueron
enviados a campos de concentración unos 10.000 homosexuales, muriendo en torno
al 60% de los mismos.
Pero los nazis no se quedaron aquí. No
querían a los judíos en su territorio y, puesto que el resto de países no
estaban dispuestos a acogerlos como refugiados, decidieron sacarlos por la
fuerza. El 28 de octubre de 1938, antes de que entrara en vigor una ley polaca
que hacía perder la ciudadanía a todos los polacos afincados fuera del país,
los alemanes llevaron a multitud de judíos polacos (17.000 personas) a la frontera
y les obligaron a cruzar. Los polacos, al principio, tampoco los querían, y les
obligaron a retroceder. Los judíos fueron zarandeados hasta que fueron
admitidos en Polonia. Pero como recuerda Josef
Broniatowski, durante aquella noche “murieron
muchos ancianos y niños pequeños”.
Y fue a raíz de este suceso que Herschel,
un joven judío alemán de 15 años, se vengó del trato que recibieron sus padres
aquella fatídica noche para atentar contra el diplomático alemán en París Ernst
Vom Rath, que murió el 9 de noviembre. Con esta magnífica excusa, Hitler retiró
a la policía de las calles y dejó que el odio inoculado a la población se
manifestara libremente con el objeto de vengar tamaña afrenta. En la conocida
Noche de los Cristales Rotos se calcula que al menos un centenar de judíos
fueron asesinados y unos 30.000 arrestados y llevados a campos de
concentración.
Rudi
Bamber vivió esa noche con terror, pues recibió
dos visitas de los Sturmmänner; los primeros destrozaron su casa, mientras que
los segundos los apalearon. A él le sacaron a la calle y le golpearon, aunque
no llegaron a matarlo. Cuando se vio libre corrió a su casa para encontrarla “en un estado caótico […] la segunda banda había reventado cañerías y
el agua corría por los pasillos […] había
cosas tiradas por todas partes, muebles rotos, trozos de vidrios y porcelana
por todas partes”. En el piso superior encontró a su padre moribundo. “Quedé absolutamente conmocionado. No podía
comprender cómo habíamos podido llegar hasta ahí […]. Realmente, no podía imaginar siquiera que algo así sucediera o
simplemente pudiera suceder […]. No
conocía a esa gente, ellos no me conocían a mí. No tenían ningún agravio
conmigo”.
No todos los alemanes compartieron esta
venganza injustificada y gratuita hacia los judíos. Aunque la situación podía
ser dispar incluso en la misma familia. Uwe Storjohann lo vivió en sus propias
carnes. Mientras que a su padre, un antisemita, aquella noche le produjo un
gran enojo por haber profanado templos gratuitamente, su madre lo vivió con
tranquilidad, e incluso con satisfacción cuando, a raíz de ello una familia
judía vecina se marchó del piso donde vivían.
Tras esta noche, algunos países abrieron
la mano respecto a la emigración judía. Gran Bretaña, por ejemplo, logró acoger
a 50.000 judíos antes de que se iniciara la guerra. Entre ellos estaba Rudi
Bamber.
El 1 se septiembre de 1939 Alemania
invadía Polonia, dando comienzo a la IIWW. Pocos podían imaginar entonces que
este país perdería a seis millones de personas, siendo la mitad de ellos judíos.
El grueso del Holocausto se gestaría en este país, aunque nadie entonces lo
podía intuir.
Y comenzó con una limpieza étnica a manos
de unas unidades de fuerzas especiales que avanzaban tras el ejército alemán,
los temidos Einsatzgruppen. Su misión
consistía en eliminar a los elementos hostiles a Alemania presentes en el
terreno recién conquistado. En las primeras semanas de invasión murieron 16.000
polacos, destacando políticos, intelectuales y judíos. De la brutalidad de
estos actos tenemos múltiple información de todo tipo. Sorprende, por su
excepcionalidad, la de ciertos soldados alemanes como el comandante Helmuth
Stieff (cartas a su mujer) o el general Johannes Blaskowitz, cuya crítica llegó
al mismo Hitler.
Pero el verdadero horror de una guerra de
exterminio racial por medio de los Einsatzgruppen
se llevó a cabo a parir del 22 de junio de 1941, cuando Alemania decidió
invadir la Unión Soviética. La llegada de los nazis provocaba pogromos contra
los judíos, muchos de los cuales eran realizados con la ayuda de población
local. Así pasó en Kaunas (Lituania), según relató Viera Silkinaité, o en la
ciudad de Iaçi (Rumanía), donde un judío describió la brutalidad del ataque
contra su comunidad perpetrado por el gobierno rumano aliado de los nazis: “Vi que la multitud huía en un caos total,
bajo el fuego de los rifles y las ametralladoras. Yo me caí al suelo y me
alcanzaron dos balas. Me quedé ahí tendido durante varias horas, viendo cómo a
mi alrededor morían tanto extraños como personas que conocía […] Vi a un anciano judío que había quedado
discapacitado tras la guerra de 1916-1918 y exhibía en el pecho la
condecoración de Bărbăţie şi Credinţă [Valentía y Lealtad]; también llevaba consigo documentos que lo
eximían oficialmente de las restricciones antisemitas. Sin embargo, las balas
le habían destrozado el tórax y vivió sus últimos momentos sobre un gran cubo
de basura, comoun perro”. Algo más
adelante, en la misma calle, yacía el hijo de un vendedor de pieles curtidas,
“que se moría y sollozaba: “Madre, padre, ¿dónde estáis? Dadme un poco de agua,
tengo sed” […] Unos soldados…
apuñalaron con sus bayonetas [a los moribundos], para rematarlos”
Los alemanes repitieron el mismo modus operandi en Ucrania. Aquí tenemos
el relato de Vasyl Valdeman, un
judío de 12 años de la ciudad de ucraniana de Ostrog. Los alemanes sacaron a
los judíos a un campo, maltratando a la mayoría con golpes y les obligaron a
cavar zanjas con la excusa de crear unas fortificaciones. “Mirábamos a nuestros padres —dice Vasyl— y cuando vimos que la abuela y
mamá lloraban nos dimos cuenta de que aquello iba a ser horrible”. Una vez
realizadas las zanjas los desnudaban por grupos, los llevaban a una zanja y los
fusilaban. Como la unidad de soldados de las SS no era tan grande como para
acabar con todos los judíos de la ciudad, este macabro ritual continuó al día
siguiente. Vasyl perdió a casi toda su familia y sobrevivió, junto a su madre,
gracias a que pudieron ocultarse en la casa de unos vecinos: “Se arriesgaron para que pudiéramos
sobrevivir. Nadie dijo a los alemanes que estábamos escondidos allí”.
Dina
Pronicheva fue una judía que escapó a esas
matanzas llevadas a cabo por los alemanes en Ucrania y nos relata el trato inhumano
que proferían a las víctimas: “En el otro
extremo del barranco, unos siete alemanes se llevaron a dos jóvenes judías.
Bajaron un poco más por el barranco, buscaron un sitio llano y empezaron a
violarlas por turnos. Cuando se quedaron satisfechos, las apuñalaron… y dejaron
los cuerpos así, desnudos, con las piernas abiertas”.
Dina
Pronicheva fue una de los pocos supervivientes
de la carnicería llevada a cabo en Babi Yar, a las afueras de Kiev, en
septiembre de 1941. Los Einsatzgruppen
alemanes, junto a colaboradores locales asesinaron, en tan sólo dos días, a
34.000 judíos. Ningún campo de exterminio logró superar tantas muertes en tan
poco tiempo.
En enero de 1946, esta joven ucraniana
declaró ante un tribunal de crímenes de guerra para Ucrania cómo consiguió
sobrevivir a la masacre: primero lanzándose a la fosa y luego manteniéndose
inmóvil entre los cuerpos que yacían muertos y malheridos. Tras los disparos
nazis a aquellos que aún sollozaban y a pesar de que cubrieron de tierra la
fosa, logró superar la asfixia y escapar por la noche de la inmensa tumba.
Más atroz es el relato de alguno de los
miembros que participaron en aquellas matanzas alentadas por los alemanes. Uno
de estos nombres es el del lituano Petras Zelionka, para quien matar niños le
producía curiosidad: “Es tan solo darle
al gatillo, la bala sale disparada y ya está”. Otros observadores
confirmaron como muchos de aquellos hombres eran unos auténticos sádicos: “Una noche tras otra, los verdugos lituanos
procedían a seleccionar a sus víctimas: las jóvenes, las guapas —escribió
Avraham Tory en su diario—. El primer día
las violaban, luego las torturaban y por último las mataban. Lo llamaban “ir a
pelar patatas”. “En el comando de
exterminio había cierto número de sádicos depravados —cuenta Alfred
Metzner, que era conductor e intérprete—. Por
ejemplo, a las embarazadas les disparaban en el vientre, por placer, y luego
las arrojaban a las fosas […] Antes
de la ejecución los judíos tenían que pasar por un examen corporal durante el
cual… buscaban joyas y otros objetos de valor en el ano y los órganos sexuales”.
¿Cómo era posible haber llegado a
semejante crueldad? Todo se debe al lavado de cerebro que los nazis realizaron
entre los miembros de las SS. Aquellos judíos no eran considerados humanos,
sino infrahumanos. Estaban en un escalón inferior y era necesario erradicarlos.
Deshumanizar al enemigo es el primer paso necesario para poder hacer
barbaridades de este tipo. Luego, la camaradería y el alcohol hicieron el
resto.
Y no solo mataban a judíos. A finales de
1941, de los 3,35 millones de soviéticos apresados desde que comenzó la
invasión en junio, más de dos millones habían muerto ejecutados, debido a los
malos tratos sufridos en los centros de concentración o por hambre.
Gueorgui
Semeniak fue uno de los prisioneros soviéticos
supervivientes. Primero le encerraron en un campo junto a 80.000 presos, donde
logró sobrevivir gracias a una sopa aguada que le servían en la gorra de su
uniforme. Luego le trasladaron a otro campo infestado de piojos, lo que causó
una epidemia de tifus que acabó con muchos: “había tantos piojos que el pelo de mucha de la gente estaba tan repleto
de piojos que empezó a moverse solo. Y no era solo el pelo de la gente, y la
ropa y el cuerpo desbordado de piojos, sino que si te agachabas y cogías un
puñado de arena, la arena se movía por todos los piojos que tenía”. “A veces alguien pillaba una rata por la cola
y la rata se daba la vuelta y le mordía en la mano. Tienen dos incisivos, muy
potentes. Así que la rata está mordiendo la mano del hombre, pero este no la
suelta; le pega para matarla, para tener un pedazo de carne que hervir o freír”.
Volviendo a Polonia, los alemanes crearon
una división social muy clara. Ellos estaban en la cúspide, luego estaban los
polacos y, más abajo, los judíos. Estos últimos, indefensos ante la ausencia de
un gobierno que defendiera las leyes, comenzaron a sufrir vejaciones de
alemanes y polacos por igual.
Pero lo peor estaba por llegar. Los
alemanes decidieron dividir sus territorios de Polonia en dos zonas diferentes.
En la más occidental comenzaron a repoblarla con alemanes, lo que supuso la
deportación de miles de polacos. Todos ellos, judíos incluidos, fueron a la
zona más oriental de la Polonia controlada por el Tercer Reich, una suerte de
cubo de basura denominado Gobierno General. Las deportaciones masivas fueron
brutales, tal como relataron testigos presenciales de ello (Michael Preisler o Anna Jeziorkowska).
Y la consecuencia lógica de llevar a
tantas personas a una zona concreta fue la de crear un gueto para separar a los
judíos del resto de la población. El primero se construyó en la ciudad de Lódz.
Y la consecuencia de hacinar a tantas personas en tan poco espacio (unos
230.000 judíos en 4 kilómetros cuadrados) fue la de provocar hambre y
desolación entre aquellos presos. Numerosas personas comenzaron a morir por
suicidio o por enfermedades. Max Epstein,
que entonces tenía 15 años, contaba el abatimiento vital en el que sumió su
padre ante la situación de verse encerrado allí: "Se ha acabado. Yo esto no lo quiero, para nada. Mi vida ya la he vivido
y no quiero vivir [más]”. Así que
cerró las contraventanas, nuestra habitación estaba siempre a oscuras […] No se afeitaba, solo se quedaba allí
sentado, con los postigos cerrados. No quería ver el exterior".
Otros decidieron arriesgar sus vidas y
dedicarse al contrabando de alimentos para poder sobrevivir. Fue el caso de Jacob Zylberstein, quien sobrevivió los
primeros meses trapicheando algo de comida con un polaco que vivía junto a su
casa, aunque al otro lado de la alambrada del gueto. Los cambios duraron hasta
que los alemanes atraparon al polaco y lo ejecutaron. Entonces comenzó a sufrir
la misma hambre que el resto de judíos allí encerrados: “La gente se murió por cientos. Unas semanas después de que cerraran el
gueto […] recuerdo que el hambre era
tan colosal que mi madre salía a recoger malas hierbas y cocinaba las malas
hierbas. No se dejaban perder ni las pieles de las patatas: era más que un
lujo, era la mejor comida del mundo”.
Cuando la situación se volvió
insostenible, y se comprobó que los alemanes no podrían trasladar a los judíos
de los guetos, se siguió un plan para intentar hacerlos autosuficientes. Los
judíos comenzarían a trabajar para enriquecer a los alemanes y, a cambio, no
morirían de hambre.
Pero el gueto más famoso fue el de
Varsovia. 400.000 judíos quedaron recluidos en unos 6,5 kilómetros cuadrados.
Como en Lódz, sólo los judíos más ricos o que trabajaban en el interior del
gueto podían adquirir alguno de los alimentos que eran introducidos de
contrabando. Se calcula que el 80% de los alimentos del gueto provenían del
mercado negro.
Halina
Birenbaum, un niña de 11 años entonces, logró
sobrevivir gracias a que uno de sus hermanos trabajaba en el hospital del
interior del gueto, pero lo que veía todos los días la dejaba conmocionada: “Había niños tirados en las aceras, en las
calles, en los patios de las casas […] tan
hinchados [por el hambre] que apenas
podías distinguir los ojos en sus rostros”.
La
situación empeoró considerablemente cuando a los guetos polacos comenzaron a
llegar judíos de otras zonas del Reich, como la misma Alemania. Aquellos judíos
no estaban preparados para soportar las calamidades que se vivían en los guetos
y la mortalidad aumentó considerablemente entre estos recién llegados.
Pero
esta pésima situación no era nada en comparación con lo que les esperaba. Una
vez confirmada la Solución Final, los judíos encerrados en el gueto de Varsovia
fueron conducidos al campo de exterminio de Treblinka. Se calcula que en este
campo, entre el verano de 1942 y otoño de 1943, fueron asesinadas unas 850.000
personas. Una cifra record en donde se llegó a asesinar al día, en los momentos
de mayor eficacia, entre 5.000-7.000 personas. De todas ellas unas 250.000
procedían del gueto de Varsovia.
Kalman Taigman
fue uno de los judíos del gueto de Varsovia enviado a Treblinka. Sobrevivió gracias
a que fue seleccionado para trabajar en el campo, sacando los cadáveres de los
vagones de tren (muchos morían en el camino al campo) o limpiando los
barracones en los que se afeitaba a las mujeres antes de llevarlas a las
cámaras de gas. Cuenta que, en ocasiones, entre la ropa encontraban algunos
bebés. Su primer pensamiento era llevarlos al hospital del campo, pero luego
descubrió que allí no se curaba a nadie, sino que se trataba de una zona de
ejecución por fusilamiento. Todos los bebés eran asesinados arrojándolos al
fuego donde se incineraban los cadáveres: “¿Qué
cómo me sentía? No sentía nada
[…]. Me convertí en un autómata sin
pensamientos. Solo me preocupaba que no me apalearan, y a veces, tener la tripa
llena, eso es todo. No pensaba y no sentía. Vi el infierno, si es que tal cosa
existe”.
Taigman
logró sobrevivir en aquel infierno convirtiéndose en un autómata, mientras que Samuel Willenberg, otro judío
transportado a Treblinka lo hizo gracias a su carácter positivo. Él trabajaba
ordenado las pertenecías de los judíos asesinados y se consolaba sabiendo que
los que eran forzados a trabajar en las cámaras de gas, sacando cadáveres a
toda prisa día tras día vivían mucho peor que él. Tanto Willwnberg como Taigman
lograron escapar del campo durante la revuelta de agosto de 1943.
En efecto, paralelamente a la creación de
los guetos, los alemanes comenzaron a construir diversos campos de
concentración y/o exterminio en territorio polaco, siendo el más famoso de
todos Auschwitz. Jerzy Bielecki,
preso político polaco, relató las condiciones inhumanas que vivieron los
primeros presos enviados allí para construir el campo: “Me acostumbré a ver la muerte y a ver palizas y malos tratos [Pasados]
tres o cuatro meses me acostumbré a ver
eso. Una vez que estaba en un
«comando» de construcción fue testigo de cómo un Kapo, enojado por el trabajo
de uno de los reclusos, cogió una pala y le cortó el cuello de forma que salió
un chorro de sangre y la pala se le quedó clavada hasta medio cuello. Es algo
que nunca podré olvidar […] Aparece
en mis sueños”.
El campo de Chelmno se creó con el único
objetivo de asesinar a los judíos de Lódz que no eran aptos para trabajar. Comenzó
a trabajar el 7 de diciembre de 1941 (coincidiendo con el ataque japonés a
Pearl Harbour) con judíos de las zonas próximas y el método de exterminio empleado
consistía en un camión que tenía conectado el tubo de escape hacia la zona de
carga posterior. Las víctimas morían al asfixiarse por los gases producidos por
el motor del vehículo al desplazarse. Kurt Möbius, uno de los guardias de
Chelmno, relató el proceso: “Los judíos
se desnudaban [en la mansión] sin
separarlos por sexos. Yo era el supervisor. Ya habían empezado a dar sus
objetos de valor, que unos trabajadores polacos iban recogiendo en cestas. En
el pasillo había una puerta que iba al sótano y en la que se leía: “Al aseo”
[…] Desde la puerta del pasillo, una
escalera bajaba hasta el sótano, donde había otro pasillo que, al principio,
avanzaba recto, pero luego, a los pocos metros, se cruzaba en perpendicular con
otro pasillo. Aquí la gente tenía que girar a la derecha y subir por una rampa
hasta donde estaban aparcados los camiones, con las puertas abiertas. La rampa
estaba cerrada por los dos lados por una verja de madera que llegaba hasta las
mismas puertas de los camiones. Por lo general, los judíos entraban en los
furgones de manera rápida y obediente, porque no desconfiaban de lo que les
habían prometido [que los iban a “desinfectar]”. Pero no siempre la entrada
a los camiones era pacífica y Zofia Szalek, que vivía en Chelmno, recuerda
haber escuchado muchos gritos de personas pidiendo ayuda. Pero lo peor era el
olor a cuerpos en descomposición que traía en sus zapatos un alemán que se
alojaba en su casa y pertenecía al comando encargado de enterrar a los judíos
en fosas comunes.
No sólo murieron judíos en Chelmno. El 9
de enero de 1942, 4.500 gitanos romaníes murieron en este campo y fueron
sepultados en el bosque. Y los primeros judíos del gueto de Lódz llegaron poco
después, el 16 de enero de 1942. Se calcula que en este campo murieron entre
150.000-300.000 personas.
Belzec era el campo de exterminio para los
judíos de Cracovia, Lublin y Lwów. Y aquí se construyeron las primeras cámaras
de gas fijas, construidas con el único objetivo de asesinar, pues en este campo
no existían presos. Sólo se mataba. Y durante su funcionamiento entre marzo y
diciembre de 1942 se asesinó a entre 450.000-550.000 personas.
El único relato que tenemos de este campo
(sólo sobrevivieron los presos elegidos para trabajar allí) es el de Rudolf Reder, judío trasladado desde
Lwów en agosto de 1942.
Cuenta que llegó en un tren a Belzec con
la idea de que allí moriría. Al llegar les pusieron en fila y les dijeron que
les darían una ducha y los utilizarían para realizar trabajos forzados. La
esperanza renació en ellos y las personas se tranquilizaron.
Luego, separaron a los hombres de las
mujeres. Los hombres pasaron a través de un tubo hacia las cámaras de gas,
mientras a las mujeres las llevaron a los barracones para cortarles el pelo
(luego utilizado para fabricar fieltro). Una vez rapadas, las mujeres siguieron
el mismo camino que los hombres.
Reder logró sobrevivir a este proceso
porque fue elegido para trabajar en el campo, vaciando las cámaras de gas de
los cadáveres y enterrando los cuerpos. Según su relato, el proceso no era
rápido: los gritos y gemidos se escuchaban “hasta
unos quince minutos”.
A la hora de enterrar a los muertos “teníamos que pasar de un extremo de la tumba
a otro, para llegar a la siguiente tumba. Las piernas se nos hundían en la
sangre de nuestras madres, pisábamos sobre montones de cadáveres; eso era lo
peor, lo más espantoso de todo […]. Íbamos
de un lugar a otro como gente que ha perdido toda voluntad. Éramos una sola
masa […] Las rutinas de aquella vida
espantosa las desarrollábamos mecánicamente”.
Y si no realizaban el trabajo de manera
correcta eran ejecutados por la noche y sustituidos por algún otro que llegaba
en el siguiente cargamento.
El método llevado a cabo para asesinar en
Belzec sería el elegido para matar más eficaz y rápidamente en el resto de
campos, siendo el de Auschwitz el caso más conocido y atroz. La diferencia de
Auschwitz respecto a Belzec era que aquí convivía un campo de concentración y
otro de exterminio. Por ello, los relatos de este campo son más numerosos.
Uno de ellos es el de Eva Votavová, que llegó con su familia a Auschwitz en julio de
1942. Al bajar de los trenes de ganado ella se marchó en un grupo con su madre,
el asignado al equipo de construcción, mientras que su padre fue colocado en
otro grupo. Jamás lo volvió a ver. El trabajo en el campo era muy duro, la
alimentación escasa y al poco tiempo su madre enfermó de fiebre tifoidea. Eva
no quería que fuera al hospital, pues sabía que de allí nadie volvía (“iban directos a la cámara de gas”). Pero
su madre terminó por ir y la confirmación de su muerte la halló al encontrarse
con sus gafas: “Sabía que eran las de mi
madre; el cristal izquierdo estaba roto desde que un Kapo alemán le pegó una
bofetada a mi madre”.
Este relato nos muestra la realidad del
campo, en donde, el que no moría directamente en la selección inicial, tenía
muchas posibilidades de hacerlo en las siguientes semanas debido al duro
trabajo, la mala alimentación y la expansión de enfermedades por las nulas
condiciones higiénicas.
Jósef
Paczynski, un preso político polaco, fue
testigo de cómo los alemanes asesinaban a los judíos en el crematorio de
Auschwitz, cuando se usaba como cámara de gas improvisada. Escondido en un
tejado de la zona administrativa vio que: “[Los hombres de las SS] fueron muy educados con aquella gente. Por
favor, coge tu ropa, prepara tus cosas. Y
cuando estaban desnudos los hicieron entrar [en el crematorio] y luego cerraron las puertas detrás de
ellos. Entonces un hombre de las SS se arrastró hasta el terrado del edificio,
que era plano. Se puso una máscara de gas, abrió una trampilla [del
terrado], tiró los polvos [Zyclon-B] por allí y volvió a cerrar la trampilla.
Cuando lo hizo, aunque las paredes eran muy gruesas, se oyó un griterío enorme”.
Al oírse los gritos, los hombres de las SS encendieron “dos motocicletas” para intentar apagar el sonido, pero Paczyński
aún pudo oír “gente que chillaba durante
quince o veinte minutos, cada vez más debilitados. Si alguien me hubiera visto,
a mí también me habrían gaseado”.
Hans Stark, un SS de Auschwitz, fue uno a
los que le encargaron lanzar estos polvos mortales, que venían en forma de
granos. Según afirmó: “la gente notaba
cómo le caía encima mientras se iba tirando. Entonces empezaban a lanzar unos gritos
terribles, porque no sabían qué les estaba pasando
[…] Al cabo de un tiempo […] abrieron la cámara de gas. Los muertos
estaban tirados de cualquier manera por toda la sala. Era una vista espantosa”.
El relato de Freda Wineman nos cuenta como el método de selección en Auschwitz
se fue endureciendo con el paso del tiempo. Esta judía fue arrestada en Francia
y llevada, junto a su familia, al campo de Birkenau (Auschwitz II, Polonia). En
el relato que nos hace de cuando llegó podemos comprobar el sistema que
utilizaban los nazis para separar a los recién llegados, decidiendo quienes
vivían y quienes eran eliminados inmediatamente. Las madres no eran separadas
de sus hijos, para evitar crear histeria, y se enviaban directamente a las
cámaras de gas. Freda relata cómo los presos
que organizaban las filas pedía nque las madres jóvenes entregaran los
bebés a las mujeres mayores. En ese momento no entendía que era la manera de
salvar a esas madres jóvenes, pues las mujeres mayores no aptas para trabajar
eran eliminadas directamente. Freda, en la selección inicial perdió a su madre
y a su hermano pequeño, de trece años, que acompañó a su madre pensando que así
cuidarían mejor de él.
Y uno de los miembros de los Sonderkommandos de Auschwitz encargados
de retirar los cadáveres de las cámaras de gas fue Henryk Mandelbaum, un judío polaco que trabajó allí en 1944. “No es algo en lo que puedas ponerte a
pensar. A mí me parecía que estaba en el infierno. Recuerdo que a veces, si me
portaba mal en mi casa, mis
padres me decían: “No hagas esas cosas porque irás al infierno”. Pero cuando
tantos cadáveres, tantas personas a las que mataban con el gas y luego las
incineraban […] Aquello era superior a nada que yo pudiera imaginar y no tenía ni idea
de qué hacer. Si me niego [a trabajar para ellos] me liquidan ¿vale? Sabía que me iban a matar. Yo era joven. Perdí a mi familia.
Los gasearon: a mi padre, mi madre, mi hermana y mi hermano. Así que sabía lo
que pasaba y yo quería vivir y luché. Luché todo el tiempo por seguir con vida”.
Mandelbaum fue testigo del modus operandi de los nazis a la hora de
llevar a los judíos a la cámara de gas. A pesar de que les intentaban llevar
allí con engaños algunas veces debían emplear la fuerza bruta, pues algunos se
imaginaban lo peor. Los cristales de Zyklon B los transportaban, en un
ejercicio de cinismo inaudito, en una ambulancia de la cruz roja, y “el gaseado duraba entre veinte minutos y
media hora”. Luego abrían las puertas: “Podías
ver cómo esa gente había muerto: de pie. Tenían la cabeza caída hacia la
izquierda o la derecha, hacia delante, hacia atrás. Algunos habían vomitado o
sufrido una hemorragia, y soltaban diarrea. Antes de quemarlos teníamos que
cortarles el pelo y arrancarles los dientes de oro. Y también mirar si la gente
se había guardado algo en las ventanas de la nariz, o algún objeto de valor en
la boca; las mujeres, en la vagina”.
No es el único caso de Sonderkommando que conocemos. Numerosos
de estos judíos obligados a trabajar en las cámaras de gas sintieron una
angustia vital muy poderosa, pues estaban colaborando, aunque forzadamente, en
el exterminio perpetrado por los nazis contra su pueblo.
Dario
Gabbai lo expresó claramente: “al cabo de un tiempo ya no sabes nada. Nada
te preocupa. Y por eso la conciencia se te mete dentro y se te queda ahí dentro
hasta hoy [preguntándote]: ¿Qué pasó?
¿Por qué hicimos aquella clase de cosas?”. Dario tiene también la
respuesta: “Siempre encuentras la fuerza
para vivir hasta el día siguiente”, porque el deseo de vivir es muy “poderoso”.
Morris
Venezia, otro judío obligado a trabajar en las
cámaras de gas tiene recuerdos aún más duros: “Nos convertimos en animales. Sentimos que debíamos suicidarnos en lugar
de trabajar para los alemanes. Pero ni siquiera suicidarse es tan fácil”
“Nos
liberaron. ¿Para qué? ¿Para qué recordemos todas aquellas barbaridades? En
realidad ya no queríamos estar vivos. Así es como nos sentimos, como nos
sentimos todavía hoy. Hasta ahora mismo me estoy preguntando por qué Dios me
dejó vivir, ¿para qué? ¿Para recordar todo esto? Cuando me voy a la cama
siempre, incluso ahora, lo rememoro todo antes de cerrar los ojos. Todo, todo,
cada noche, cada noche”.
No sólo sufrieron en Auschwitz los judíos.
También existen múltiples testimonios de gitanos llevados a aquel campo. Franz
Rosenbach contaba 15 años cuando fue a Birkenau: “El ambiente era terrible porque muchos niños y otra gente de los
bloques estaban enfermos, todo el mundo estaba revuelto en el mismo sitio. Los
niños gritaban: “Mamá, tengo hambre, mamá, [dame] algo de comer, ¿tenemos algo
para beber?”. No nos dejaban beber agua por el riesgo de [coger] la fiebre
tifoidea y esa clase de cosas. “Mama, [dame]…” esto y lo otro. Pero las mujeres no tenían nada que darles, no tenían
nada. Nos apaleaban, nos pateaban, nos humillaban sin que uno supiera por qué,
no tenías ni idea de por qué”.
Además de esta situación, las mujeres
debían soportar otras peores, como los abusos y violaciones: “Yo lo vi con mis propios ojos, en dos
ocasiones. De noche, algunos jóvenes de las SS entraban con una tea y se
acercaban a las mujeres. En su mayoría, las mujeres no sabían qué pasaba; les
hacían quitarse el pañuelo de la cabeza para mirarlas bien. A veces elegían a
mujeres jóvenes y [se las llevaban] detrás
del bloque […] No se oía que nadie
disparara, no se oía nada. A la mañana siguiente estaban allí tiradas, muertas.
Las habían asesinado [tras haberlas violado]”.
Aunque para este colectivo no existen
datos muy precisos, se calcula que durante la guerra murieron unos 200.000
gitanos sintis y romaníes.
Para comprender la dimensión del campo de
Auschwitz podemos echar mano de las cifras analizadas por Franciszek Piper en
su obra Auschwitz: How Many Perished (1996). Allí nos encontramos la cantidad de judíos transportados a este campo de exterminio desde todos los
rincones de Europa. Para la mayoría esa fue su estación vital final:
Francia: 69.000 Bélgica: 25.000 Países
Bajos: 60.000
Noruega: 690 Polonia: 300.000 Alemania:
23.000
Bohemia: 46.000 Italia: 7.500 Eslovaquia:
27.000
Hungría: 430.000 Grecia: 55.000 Yugoslavia:
10.000
En total, sólo para este campo en
concreto, se trasladaron a más de 1.000.000 de personas para ser asesinadas.
Pero para cuando Auschwitz estaba
funcionando como lugar de exterminio, el grueso del Holocausto ya había
ocurrido. En 1941 se habían asesinado a 1,1 millones, mientras que en 1942 a
2,7 millones. Todos estos asesinatos se habían producido en las acciones de los
Einsatzgruppen en el Este de Europa o
en el resto de campos polacos construidos anteriormente (Belzec, Treblinka y
Sobibór). Campos que fueron desmantelados con el objeto de hacerlos desaparecer
junto a la gran cantidad de personas asesinadas allí. Afortunadamente, aunque
los alemanes los borraron físicamente de la faz de la tierra, sus crímenes no
quedaron olvidados por la Historia.
Un nota final. Todos estos testimonios,
con ser valiosos, nos ofrecen una información sesgada del Holocausto. Se trata
de personas que lograron sobrevivir al Holocausto, algo que no fue lo habitual.
Lo normal era morir en aquellos lugares. Y esos testimonios sólo podemos
intuirlos a partir de esta información secundaria. Por tanto, aunque conocido
de manera bastante notable, lo peor del Holocausto jamás podremos conocerlo.
Finalizo con unas palabras de Churchill
que escribió el 11 de julio de 1944: “No
cabe duda de que este es, probablemente, el mayor y más horrible de los
crímenes cometido nunca en toda la historia del mundo y se ha hecho con
maquinaria científica, por parte de hombres que se hacen llamar civilizados, en
el nombre de un gran Estado y una de las razas principales de Europa”.
Post dedicado a todas las víctimas del
Holocausto nazi, a todas las que sólo podemos conocer por el relato de los
escasos supervivientes. Y, por supuesto, a esas voces concretas, personales y
muy reales que nos legaron el conocimiento de aquellas atrocidades y nos
permiten recordar. Puede que su destino fuera precisamente ese, el ser
guardianes de esos terribles sucesos.
Sin sus testimonios puede que hoy los
negacionistas lo tuvieran más sencillo para tergiversar la Historia. Pero con
ellos, lo sorprendente es que aún existan personas que den pábulo a este tipo
de disparatadas teorías pseudocientíficas. Bien está difundirlos y combatir
tanta desinformación.
Bibliografía:
Rees, Laurence. El Holocausto. Las voces
de las víctimas y de los verdugos. 2017.
Espanyol Vall, Ramón. Breve historia del
Holocausto. 2011.
Que comentario se puede realizar luego de los desgarrantes relatos? Solamente horror.
ResponderEliminarHola Carlos, gracias por comentar.
EliminarLos relatos muestran la barbarie a la que puede llegar el ser humano y son importantes para recordar y evitar volver a caer en los mismos errores.
Saludos