Hoy, 12 de octubre de 2014,
se cumplen exactamente 522 años de la llegada de Cristóbal Colón al continente
americano. Para celebrar tal efeméride vamos a profundizar en una de las
mentiras que, de forma sutil, nos han inoculado desde que éramos unos simples
estudiantes de primaria. Una mentira que, a fuerza de repetirla y mostrarla,
nadie duda de su veracidad.
Este artículo resulta un magnífico
complemento al capítulo de Mis Mentiras Favoritas donde trato sobre este
personaje tan mitificado.
Cuando hablamos del
desembarco de Colón en América, casi todos tenemos una imagen mental del mismo.
Colón, con una rodilla en tierra, levanta una bandera y toma posesión, en
nombre de los Reyes Católicos, de las nuevas tierras descubiertas. Le acompañan
varios marineros, contagiados por igual sensación de éxtasis, y un fraile
bendice con su cruz el lugar. Escondidos tras unos matorrales, se encuentran
unos indígenas curiosos, observadores, como nosotros, de la escena. Y, al fondo, las
famosas carabelas.
¿Cómo es posible que todo el
mundo tenga una misma imagen mental de un acontecimiento que no ha vivido? Muy
fácil, nuestro cerebro recuerda a través de la palabra y la imagen. Nuestro
conocimiento sobre el descubrimiento de América lo tenemos recogido en nuestra
mente de las dos maneras. Y puesto que “una imagen vale más que mil palabras”,
nuestro cerebro recuerda, a bote pronto, la fecha del 12 de octubre de 1492 y
la imagen que siempre le acompañaba.
Si los libros de historia
hubieran añadido que aquél día era viernes pues también lo hubiéramos
recordado. Pero, lamentablemente, eso no lo ponía. Lo que si estaba,
invariablemente, era la imagen que hemos descrito. Pocos sabéis cual es, por lo
que yo os saco de la duda.
Se trata del lienzo titulado Primer
desembarco de Cristóbal Colón en América (1862), cuyo autor es Dióscoro
Teófilo Puebla Tolín (Melgar de Fernamental, Burgos, 1831-Madrid,
1901).
Este
pintor español obtuvo con esta obra la Primera Medalla en
la Exposición
Nacional de Bellas Artes de España de 1862, un concurso
artístico que premiaba las mejores obras realizadas en base a un tema concreto
que cambiaba cada año.
Pero
el éxito de esta obra fue mucho más allá, pues se convirtió en una obra de
referencia para todos los artistas posteriores que abordaron el tema del
desembarco. Y, lo más importante, se reprodujo en todos los manuales de
educación que se imprimían entonces, convirtiéndose así en una imagen icónica
que nos ha acompañado hasta hoy sin perder un ápice de su vigencia. De hecho,
el cine ha seguido difundiéndola aumentando exponencialmente su inmersión
mental en el imaginario popular. Películas como Alba de América, 1492:
La conquista del paraíso y Cristóbal Colón: el descubrimiento son
algunos ejemplos de ello.
Si
nos fijamos en el lienzo, el cual tiene las grandes dimensiones típicas de la
pintura de Historia realizada en el siglo XIX, veremos que parece tratarse de
una representación bastante realista. Las caras de los personajes son muy
expresivas, mostrando el lógico asombro al pisar tierras tan extrañas. Toda la
composición está alejada del idealismo y, de hecho, el amontonamiento de las
figuras nos produce cierta opresión a pesar de la magnitud del lienzo. No
obstante, puesto que es evidente que los marineros, Colón el primero, agradecen
a Dios el buen fin de su viaje, muchas de sus caras miran al cielo y están algo
faltas de naturalidad. El sacerdote con la cruz a la izquierda, el marinero que
abraza la tierra a la derecha (símbolo de las penurias sufridas en el viaje) o
los indígenas que observan escondidos son añadidos que otorgan mayor veracidad
a la obra. ¿O no?
Viendo
este cuadro podríamos explicar el desembarco colombino en América sin necesidad
de palabras. Y eso era precisamente lo que deseaban las instituciones
gubernamentales que se encargaban de patrocinar, a través de concursos, este
tipo de obras de Historia. En un momento donde se comenzaba la escolarización
en masa de la sociedad, la necesidad de imágenes visuales que sustituyeran y
complementaran a las palabras era fundamental.
El
proceso era similar a las figuras religiosas. En el mundo analfabeto medieval,
era más fácil que el pueblo adorara la imagen de Cristo crucificado que
catequizarlos con un sermón. Si además se acompañaba tal imagen con una
reliquia, pongamos un trozo de la cruz original, la devoción se volvía
mayúscula.
En
el caso de la Historia se procedió de la misma manera. Puesto que se deseaba contar
una Historia muy determinada, la creencia en ella debía tener tintes casi
religiosos, de fe incondicional. Las imágenes eran un arma muy válida para ello
y los ideólogos de aquella Historia no dudaron en utilizarla. El objetivo era
“nacionalizar a las masas”.
Es
por ello que el cuadro que todos recordamos sobre la llegada de Colón es el
mismo invariablemente. Y, es por ello, que tenemos unos conceptos sobre este
suceso, asimilados como verdaderos, de los que nadie se planteó nunca dudar.
Nunca hasta hace poco. Gracias a la labor de los Historiadores hoy podemos
decir que lo que intentaba mostrarnos Dióscoro
Teófilo Puebla Tolín era una tergiversación histórica, ni más ni menos.
Aunque nos pueda parecer increíble hoy día, la
figura de Colón no se puso en valor hasta hace muy poco. Durante los siglos
siguientes al descubrimiento la figura protagonista de la colonización de
América fue Hernán Cortés. No podía ser de otro modo en un mundo donde la
guerra y sus hazañas se valoraban mucho más que los descubrimientos, fueran del
tipo que fuesen.
Colón comenzó a tener importancia a partir de la
publicación de su biografía por Washington Irving en 1828. Y diversos mitos que
recoge esta obra, falsos a todas luces, aún perduran actualmente en el
imaginario popular. El más notorio, el pensamiento de que Colón era el único
que creía en una tierra redonda.
Colón siempre tuvo muy buena prensa en los EEUU,
necesitados de héroes para incluir en su recién creado país. Por ello, desde el
tercer centenario del descubrimiento (1792) la figura de Colón ya comenzó a tener
importancia en aquellos lugares. La obra de Irving actualizó y aumentó la gran
consideración que le tenían.
Fue a raíz del cuarto centenario cuando en España
comenzó una preocupación manifiesta por recuperar la importancia de la figura
histórica de Colón, en aquél momento totalmente americanizada. Cánovas del
Castillo intentó llegar a un acuerdo con las repúblicas latinoamericanas para
la celebración de un día conmemorativo, pero no se llegó a ningún acuerdo dadas
las rencillas aún existentes por las independencias coloniales.
Tuvo que ser la intromisión de EEUU en Cuba la que
hiciera cambiar esta mentalidad española por otra antinorteamericana. Fue
entonces cuando Rubén Darío, entre otros, generalizó el concepto de “madre
patria”. El acercamiento se fue consolidando cada vez más y en 1919 se celebró
el “Día de la Raza”. Su nombre se mantendrá hasta 1931, cuando Ramiro de Maeztu
proponga sustituirlo por el de la “Hispanidad”.
Todo lo anterior intentaba justificar una supuesta
unión cultural histórica entre Latinoamérica y España. Y aunque hoy día nos
podemos sentir cercanos por la lengua y la inmigración, lo cierto fue que esa
supuesta cercanía no era tan real como nos la tendieron a vender.
Volviendo al lienzo que nos ocupa, la reescritura
de la Historia del descubrimiento se hizo según la opinión de un importante
sector social que controlaba la educación por aquél entonces; en efecto,
hablamos de la Iglesia.
El viaje de Colón se trastocó lo suficiente como
para hacernos creer que se trató de un viaje de evangelización de los
indígenas. Por ello era necesaria la incursión del sacerdote, que con una cruz
parece bendecir a los indígenas escondidos. No quería perder el tiempo, parece
ser. Con esta mentira piadosa se contentaba a la Iglesia y, lo más importante,
se podía celebrar el aniversario del descubrimiento de América con la
repúblicas latinoamericanas sin levantar demasiadas ampollas.
Pero los historiadores sabemos que en el primer
viaje de Colón no estaba registrado ningún sacerdote. Conocemos bastante
exactamente la lista de pasajeros de los tres navíos que realizaron el primer
viaje colombino. Confirmados sin género de duda tenemos unos 87 marineros.
Siempre queda la duda sobre la existencia de un número mayor, algo muy posible,
pero estaríamos hablando de grumetes o marineros. Nunca de personajes
relevantes como un notario, un capitán o un sacerdote.
Entre los marineros que realizaron el primer viaje
a América se encontraba Alonso de Palos, negro y natural de Guinea, quien era
criado de Juan Rodríguez. Y también viajaba Luis de Torres, como intérprete,
cuya particularidad era ser judío converso. Viajaban cuatro presos redimidos
(uno había asesinado a un hombre en una pelea y otros tres había ayudado a un
amigo a fugarse de la prisión), un platero (Cristóbal Caro), dos médicos (Juan
Sánchez y Maestre Alonso), un cirujano (Maestre Diego), un notario (Rodrigo de
Escobedo) y hasta un pintor (Diego Pérez).
La mayor parte de los marineros eran andaluces
(lógico teniendo en cuenta de donde partió la expedición), pero también había
gallegos, vascos y extranjeros (un portugués, dos genoveses, un calabrés y un
veneciano). Sabemos hasta que el famoso Rodrigo de Triana, aquél que vio tierra
el primero, era el mote de Juan Rodríguez Bermejo.
Y sabemos con seguridad dos cosas más. No se
embarcó ningún sacerdote en los barcos que realizaron este primer viaje. Y el
viaje no tenía ninguna motivación evangelizadora, sino simplemente comercial.
El objetivo era llegar a Asia y arrebatar a los portugueses el monopolio respecto
al transporte de las especias a Europa.
En 1992 se celebró el quinto centenario del
descubrimiento de América. Y aunque podamos pensar que la tergiversación
histórica era algo perteneciente al pasado, los historiadores volvimos a
presenciar la prostitución de nuestra profesión.
En esta ocasión, dejando a un lado el componente
religioso, ya entonces desprestigiado por las razones anteriormente descritas,
se hizo hincapié en el intercambio cultural tan beneficioso que había supuesto
el “encuentro” entre dos mundos. En concreto, el enorme regalo que supuso la
lengua a los indígenas latinoamericanos.
De nuevo estamos ante una mentira de igual tamaño
que la religiosa. Pues
el castellano, como lengua, no se expandió por todo el continente
latinoamericano hasta la independencia de las repúblicas latinoamericanas a
principios del siglo XIX. Por tanto, si en Latinoamérica se habla el castellano
no fue por un esfuerzo en educación realizado por la Corona Española en
los años posteriores a la conquista de esos territorios. Al contrario, se debió
al esfuerzo de escolarización llevado a cabo por las élites criollas que quedaron al mando de los distintos países
independizados. Pues, en verdad, salvo esas élites, pocos indígenas hablaban el
castellano o habían sido cristianizados.
FUENTES:
Enciclopedia
online Museo del Prado.
Preckler,
Ana María: Historia del arte
universal de los siglos XIX y XX, Volumen 1. Editorial Complutense. Madrid. 2003.
Murado, Miguel-Anxo: La invención del pasado:
Verdad y ficción en la Historia de España. Debate. 2013.
Gould, Alice B.: Nueva lista documentada de los
tripulantes de Colón en 1492. Real Academia de Historia. 1984.
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