domingo, 9 de septiembre de 2018

El concepto cristiano del infierno siempre se ha mantenido inalterable

Cuando a un cristiano le hablas sobre el infierno, lo más habitual que puede evocarle esa palabra son las imágenes medievales en las que los pecadores son torturados por diablos y seres horrendos.

Visión del Infierno por El Bosco
Se trata de una evocación de las creencias cristianas medievales, las cuales remiten a la existencia de un lugar en el cual sean castigados los delitos que, en una sociedad injusta, no se consiguen juzgar. Se trata de un cobijo espiritual, de una especie de justicia divina que servía para hacer más llevadera la vida terrenal de las personas más humildes o desfavorecidas, así como para conminar a los poderosos a no abusar de su poder.


Este concepto de infierno ni es original del cristianismo ni ha existido de manera consolidada, en esta religión, a través de la historia. Por tanto, como ejercicio meramente intelectual, vamos a realizar un breve repaso por la cosmología que rodea al infierno y su existencia en diversas culturas y religiones del ámbito occidental y de Próximo Oriente.


La existencia de la creencia de un Más Allá tras la vida terrenal la podemos rastrear desde el mismo momento en el cual tenemos unos textos escritos que nos confirmen la existencia de una cosmología religiosa.

Mucho se ha discutido sobre la existencia de una cosmología entre las civilizaciones prehistóricas de cazadores-recolectores, tanto Neandertales como de nuestra especie. Ahora bien, la intencionalidad de algunos de sus enterramientos (ubicación, uso del ocre…), así como la existencia de cierto simbolismo emocional o social no es suficiente como para inferir un simbolismo metafísico o espiritual. Dado que no tenemos documentación que nos permita conocer sus pensamientos, la duda siempre estará ahí.


Por tanto, nuestra primera parada a la hora de analizar el concepto de infierno debe ser Mesopotamia y, en concreto, Sumer.

Antes de entrar en harina debo hacer un pequeño inciso. La palabra infierno procede, etimológicamente, del latín infernus. Este vocablo deriva de inferus, que significa “lo de abajo”, “subterráneo”. Este concepto proviene de las cosmologías del mundo antiguo, según las cuales el mundo se dividía en tres grandes zonas: el cielo, la tierra (plana) y un lugar inferior y oscuro residencia de los difuntos. Ahora bien, este lugar de tinieblas tenía ciertas particularidades que pueden asemejarse a la existencia infernal que luego desarrolló el cristianismo.

En la religión sumeria el infierno no existía como tal. Aunque, visto desde nuestra perspectiva actual, la “existencia” tras la muerte era lo más parecido a un infierno. Todo lo que sabemos del inframundo sumerio lo obtenemos de la traducción de diversos mitos, tales como La epopeya de Gilgamesh, el descenso de Inanna al infierno o la descripción del mismo tras la muerte del rey Ur- Nammu.

La cosmología sumeria concebía su Más Allá teniendo en cuenta una máxima fundamental: los hombres habían sido creados para servir a los dioses y colmar sus necesidades. Con esta concepción, no existía un infierno en donde castigar a los pecadores, pues el único pecado a cometer era atentar contra los dioses (y ellos ya se encargarían de castigar en vida al infractor enviando terribles demonios, como Pazuzu).

Kramer, especialista en la cultura sumeria resume magníficamente el pensamiento pesimista sumerio sobre el Más Allá: “Después de la muerte, el hombre no es más que una sombra impotente y errabunda en las lúgubres tinieblas de los Infiernos, donde la “vida” no es más que un miserable reflejo de la vida terrestre. […] aceptaban como una gran verdad inmediata que el hombre había sido creado por los dioses únicamente para su provecho y placer, y que, por lo tanto, no podía considerarse como un ser libre; para ellos, la muerte era el premio reservado a la criatura humana, ya que solo los dioses eran inmortales, en virtud de una ley trascendental e ineluctable”.

El “mundo del otro lado”, como lo denominaban, era un lugar aburrido, en el cual las sombras (o espíritus) de los difuntos vivían una existencia lóbrega, fría e insípida, carentes de cualquier placer que habían disfrutado en vida. Se encontraba ubicado bajo tierra y separado de ella por el mítico río Ilurugu. Los espíritus estaban rodeados de oscuridad, polvo y agua salobre. En el mejor de los casos, si habías sido muy devoto, podías servir en alguno de los palacios infernales que poseían los distintos dioses.

La reina del inframundo se llamaba Ereshkigal y para llegar a su palacio había que cruzar las siete puertas, en donde los guardianes desposeían al difunto de todas sus pertenecías (ropa, joyas…). Reinaba el inframundo junto a su consorte, llamado Nergal.

Cilindro sello representado a Ereshkigal


La cosmología sumeria fue adoptada, posteriormente, por todos los pueblos que fueron dominando Mesopotamia. Los acadios fusionaron su panteón con el sumerio y reelaboraron los mitos existentes, siendo en muchas ocasiones imposible determinar el origen semita o sumerio de muchos de ellos. Los gobernantes del inframundo siguen siendo Ereshkigal y Nergal, así como la concepción lúgubre del mismo, si bien otros dioses cambian su denominación (Inanna pasa a llamerse Isthar) y existe una tendencia a identificar como dios supremo a Marduk.

Los babilonios, como descendientes de estas creencias, mantuvieron su visión de la “tierra sin retorno”, aunque ampliando aún más los mitos. Nergal era el dios de la peste y Ereshkigal tenía como mensajero a Namtar (destino), el cual era el heraldo de la muerte mediante las más de 60 enfermedades que podía enviar a los humanos. Los babilonios, al igual que sus antepasados mesopotámicos, no sólo debían preocuparse de no enfadar a los dioses en vida (por el peligro que conllevaba que les enviaran enfermedades), sino que su existencia final, tras morir, era de lo más insípida.

Varias civilizaciones del Próximo Oriente incorporaron a su idea del Más Allá un concepto interesante y de gran recorrido posterior. Se trata del juzgado de almas.

En la religión egipcia el inframundo se denominaba Duat, el cual era una especie de cielo inferior situado bajo la tierra. Los espíritus de los difuntos se dirigían hacia este lugar, gobernado por el dios Osiris. Y era este dios quién realizaba un juicio a cada uno de ellos. Anubis extraía el corazón del difunto (que representaba la moralidad y la conciencia) y lo depositaba en el platillo de una balanza. En el otro platillo se encontraba la pluma de Maat (símbolo de la justicia). Un jurado de dioses realizaba diversas preguntas al difunto sobre su existencia terrenal y el corazón, dependiendo de su conducta y respuestas aumentaba o disminuía de peso. El escriba Thot era el encargado de registrar las respuestas.

Juicio de Osiris. Papiro de Ani, Dinastía XIX, hacia 1250 a. C


Si el tribunal consideraba que el difunto era una buena persona las diferentes partes en las que se dividía el alma egipcia podían reunirse con su momia y vivir eternamente. En caso negativo, era arrojado a Ammyt, la devoradora de los muertos (un ser con cabeza de cocodrilo, piernas de hipopótamo y melena, torso y brazos de león), que acababa con él definitivamente.

Los persas también concebían un juicio a la hora de morir. Aquel se realizaba por su divinidad suprema en un ancho puente denominado cinvat. Si eran condenados caían desde lo alto del puente a una estancia lóbrega de condenación infinita. El frío y la soledad era el castigo más amargo para los persas, alejados del fuego, elemento divino por excelencia.

Los griegos antiguos tenían una concepción del Más Allá muy similar a los pueblos mesopotámicos. Los difuntos, convertidos en sombras o figuras de humo, descendían a la morada de los muertos, el Hades, un lugar situado en Occidente, en el confín del océano que rodeaba a la Tierra, más allá de la laguna Estigia. Luego, se debía descender a un lugar subterráneo muy alejado de la superficie terrestre, el cual era lúgubre, frío, tenebroso, húmedo y lleno de una neblina constante. Hades y Perséfone eran las deidades que habitaban aquel lugar, vagando los espíritus de los difuntos alrededor de su palacio.

Al igual que culturas anteriores, los griegos concebían la posibilidad de entrar en contacto con las sombras de los difuntos mediante ritos mágicos y conjuros diversos. Estas invocaciones de los vivos servían para poder consultar a sus antepasados diversas cuestiones que les afectaban en vida. Como vemos, dada la proliferación de médiums, este pensamiento tan afortunado sigue teniendo en la actualidad numerosos seguidores.

Eneas en el Tártaro. Jan Brueghel
Aunque muchos pensarán que este lugar era un infierno en sí mismo, la evolución religiosa de los griegos creó un lugar más afín al concepto medieval de infierno cristiano. A partir del siglo V a.C., coincidiendo con la creencia filosófica de la inmortalidad del alma, se creó un lugar específico, en lo más profundo del Hades, para cobijar a las personas malvadas. Se llamaba el Tártaro, lugar en el cual se realizaban penas indecibles. Sísifo o Tántalo son ejemplos de ello y el Canto VI de la Eneida de Virgilio describe numerosos castigos que allí se realizaban.

Al existir el Tártaro también debía existir su opuesto. En este caso se trataba de los Campos Elíseos, el lugar en donde el alma inmortal bondadosa pasaba su eternidad. Y la manera de decidir el camino a seguir tras la muerte volvía a ser un juicio, esta vez realizado por un tribunal formado por Minos (rey de Creta), Éaco (rey de Egina) y el hermano de Minos, Radamantis.

Los antiguos judíos tenían un concepto del Más Allá que quedó plasmado en el Antiguo Testamento. Puesto que esta obra se compuso a lo largo de muchos siglos, el concepto fue cambiando. Hacia el siglo III a.C. la idea general era que con la muerte acababa la vida del individuo, no existiendo vida de ultratumba. Los espíritus de los difuntos descendían al “reino de las sombras”, al Sheol, de donde no volvían jamás. Se trataba, al igual que los inframundos mesopotámicos, de lugares sombríos, silenciosos, llenos de polvo y tinieblas, si bien aquí, además, los difuntos carecían del contacto con su Dios. Por si esto no era suficiente, para los suicidas y diversos desgraciados se le tenía reservado un lugar todavía más sombrío en lo más profundo del Sheol.

El Yahvismo más antiguo era una religión sólo para los vivos. No existía un castigo por una existencia malvada y todo el mundo era igualado en la muerte (el gran nivelador, Job 3,19). Sólo unos escasísimos afortunados tenían el privilegio de reunirse con Yahvé.

Estos conceptos cambiaron a partir del siglo III a.C., debido a la influencia de las concepciones religiosas indo-iranias y el concepto de alma inmortal griega. La creencia de una justicia de Dios fue configurando la idea de un más allá en el cual los difuntos pudieran alcanzar el premio de escapar del Sheol y vivir junto a Dios, mientras que los malvados recibieran el castigo correspondiente a sus faltas.

Diversos textos se recrean en describir los castigos que les esperan a los pecadores, siendo el Libro I de Henoc (descendiente literario del Tártaro griego) el más explícito de todos. En él describe al Sheol como un lugar con diferentes cavidades en las que esperan su juicio las almas de los difuntos. El Averno es el lugar más profundo, compuesto por diferentes receptáculos de lisas y empinadas paredes de las que es imposible escapar. En estos lugares los pecadores sufrirán los tormentos que les realizan diversos espíritus vengadores, siendo arder como paja en el fuego uno de los más característicos.

Este judaísmo será coetáneo al inicio del cristianismo y, por tanto, del que beberá más profusamente, ideológicamente hablando.

Los primeros escritos del Nuevo Testamento nos describen un lugar, denominado Abismo, que nos remite al Hades griego o al Sheol hebreo. Tras la muerte, las almas se confinarán en este pozo profundo esperando la resurrección y el Gran Juicio. En ese momento, los condenados serán enviados al Gehenna, un lugar de fuego perdurable, llanto, torturas, lamentos y crujir eterno de dientes. El equivalente al Tártaro griego.

No obstante, la imagen popular del infierno, la que arraigó fuertemente en la Edad Media, fue creada posteriormente a través de dos obras: El Apocalipsis de Pedro (S. II) y la Visión de Pablo (S.IV). En ellas los autores describieron pormenorizadamente todos los castigos reservados a quienes entraban en el infierno.

Con ser un pensamiento ampliamente compartido, la esencia del Nuevo Testamento emanaba más misericordia y perdón que castigo. El infierno ocupaba un apartado muy breve en las Escrituras y la conclusión teológica se aproximaba más a la visión optimista de una salvación general para todos los creyentes. Por ello, no es de extrañar, que pronto surgieran voces discordantes sobre la potenciación del infierno.

Concretamente, en el S. III, el gran teólogo Orígenes negó la existencia de un infierno de castigos eternos. La misericordia suprema de Dios hacía imposible la existencia de tal lugar. El objetivo de Dios era realizar una restauración universal del mundo, una vuelta al original Paraíso, razón por la cual hasta el mismo Demonio sería purificado, perdonado y restaurado.

Visión del Infierno de La Ciudad de Dios. Miniatura S. XV
San Agustín (S. IV) en su Ciudad de Dios, defenderá la postura opuesta. La maldad del ser humano, perverso desde su concepción por el pecado original, así como la perfecta justicia divina eran las dos razones de peso para mantener un lugar en el que el pecado se reparar infinitamente.

Hombres como el Emperador Justiniano (S.VI) o el papa San Gregorio Magno (S.VII) defendieron esta última postura y el concepto de infierno como lugar de castigo eterno a los pecadores se mantuvo inalterable durante todo el periodo medieval. No obstante, apareció un lugar intermedio, dedicado a purgar las faltas más leves, que se denominó Purgatorio. En él, unos castigos mucho más suaves preparaban a las almas para el Paraíso. Este tercer estrato del Más Allá fue asumido por Tomás de Aquino y aparece claramente representado en la Divina Comedia de Dante.

En época moderna, el cristianismo sufrió una dolorosa escisión en Europa con el protestantismo. Aunque asumieron el concepto de infierno eterno, ya Lutero criticó uno de sus principales cometidos: atemorizar a los fieles para controlarlos más eficazmente.

Será en los siglos XVII y SVIII cuando el infierno eterno sea ampliamente cuestionado, primero por laicos imbuidos por la Ilustración y luego por teólogos cristianos. La bondad de Dios o el concepto de Justicia Divina resultaban incompatibles con la existencia de un infierno eterno. Igualmente, la crítica a la Iglesia como atemorizadora de fieles para sustentar su poder aumentó de tono en esta época.

El protestantismo fue más claro que los teólogos católicos en volver a asumir las tesis del origenismo, primando el perdón de Dios sobre la condena eterna. No obstante, a pesar de que la doctrina oficial del infierno no ha cambiado en la teología católica, diversas voces discordantes van haciéndose hueco matizando enormemente la cuestión.

El papa Juan Pablo II ya indicó en 1999 lo siguiente: al igual que el Cielo no puede entenderse como “un lugar físico entre las nubes”, el infierno tampoco podía tener una localización terrenal. “Más que un lugar, se trataría de una situación de quien se aparta de modo libre y definitivo de Dios”.

Este mensaje, potenciando la misericordia divina fue cortado de raíz por su sucesor en el cargo papal, Benedicto XVI. Defensor del infierno medieval, afirmó en 2007, de forma tajante, que “el infierno, del que se habla poco en este tiempo, existe y es eterno”. Se trataba de tomar una postura que suele repetirse periódicamente, cuando, el catolicismo considera necesaria la lucha contra el laicismo o el relativismo moral.

Actualmente, el papa Francisco ha vuelto por la senda de la tolerancia al afirmar que la Iglesia “no condena para siempre”. El castigo del infierno no puede ser eterno, ya que las puertas de la Iglesia de la misericordia y del perdón están siempre abiertas para el pecador. Una idea que nos vuelve a llevar a los conceptos teológicos de Orígenes.

¿Castigo eterno para los pecadores entre llamas imperecederas o un estado de ausencia de amor y apartamiento de Dios? ¿La Justicia Divina necesita del castigo eterno para los pecadores o se debe identificar con el perdón universal?

Sea cual sea el concepto de infierno que deseemos elegir dentro de nuestras creencias particulares, no debemos olvidar que la elección entre el Bien y el Mal, entre el Paraíso y el Infierno, entre Dios y el Diablo, no es baladí. Es una elección que todo ser humano debe realizar, constantemente, día a día. Tenemos el libre albedrío para elegir nuestro camino, pero con la conciencia clara de que no se pueden equiparar el bien y el mal. No son dos conceptos indiferentes. Son dos conceptos definitorios en la vida de cada ser humano. Dos conceptos que marcarán su existencia terrenal y, quién sabe, si en el Más Allá.

Bibliografía:

Kramer, Samuel: La historia empieza en Sumer. Alianza editorial. 2013.
Vázquez Hoys, A.M.: Historia Antigua Universal. UNED. 2001.
Piñero, Antonio: El retorno del infierno. La Aventura de la historia. Nº116.


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