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domingo, 5 de noviembre de 2023

Aníbal fue el malo de la película


Dentro de los más relevantes personajes históricos, el cartaginés Aníbal ocupa un lugar eminente. Todo el mundo conoce los datos básicos de su biografía vital, como la toma de Sagunto, que llevó a la Segunda Guerra Púnica; el intento de conquista de Italia atravesando con sus elefantes los Pirineos y los Alpes; o su genial estrategia en la Batalla de Cannas, que supuso la mayor derrota de los romanos en su historia.

El conocimiento del archienemigo de Roma por antonomasia, ese que juró ante los dioses un odio infinito hacia los romanos, nos ha llegado profundamente deformado hasta nuestros días. Y ello se debe a que toda la información que tenemos sobre él la hemos obtenido de sus enemigos más acérrimos, los romanos. Ningún texto directo conservamos sobre Aníbal que no sea romano. Y eso, amigos lectores, nunca es bueno para conocer a nadie. ¿Os interesa aproximaros un poco más a la figura del gran general cartaginés?

De Aníbal no conocemos ni su aspecto físico. Sólo sabemos que era tuerto. Y tampoco existe consenso sobre cómo perdió su ojo. Unos dicen que en una batalla mientras, que otros por una inflamación acaecida durante su penoso trayecto hacia Italia desde Hispania.

Respecto a su niñez, los autores grecolatinos nos legaron muy poca información: sabemos que tuvo un preceptor espartano, llamado Sosilos, que le enseñó griego, además de la vida de Alejandro Magno y el arte de la guerra. Conocimientos teóricos que pudo aplicar, acompañando desde pequeño a su padre, en las guerras que mantuvo por la conquista de Hipania.

Pero lo que seguro conocen de la infancia de Aníbal es el episodio en donde, con 11 años, juró el odio eterno a los romanos en Cádiz, frente a un altar. Algunos autores incluso ponen en su boca estas palabras: “Juro que en cuanto la edad me lo permita [...] emplearé el fuego y el hierro para romper el destino de Roma”.

Juramento contra los romanos. Caricatura de John Leech. 1850

Temo decirles que este episodio es más legendario que real, dada la experiencia vital de Aníbal. Un intento posterior a los hechos que pretendía mostrarnos a un archienemigo en el sentido clásico del cine o los comics de superhéroes. Sólo tenemos que fijarnos en la descripción que hace el historiador Tito Livio de Aníbal para encontrar al personaje malo malísimo de cualquier película de James Bond:

Ningún otro jefe despertaba en los soldados el grado de confianza que suscitaba Aníbal. Nadie tenía tanta audacia para afrontar el peligro, ni más sangre fría en medio del peligro. Ninguna fatiga podía agotar su cuerpo ni vencer su alma; resistía igual el frío y el calor; en cuanto a la comida y la bebida, se acomodaba a sus necesidades, no a su placer; para vigilar y dormir no hacía ninguna diferencia entre el día y la noche; el tiempo que le dejaban sus obligaciones lo dedicaba al sueño, y ese sueño no lo buscaba en un lecho blando o en el silencio: muchos le vieron muchas veces cubierto con un abrigo de soldado, acostado en el suelo en medio de los centinelas y de los puestos de guardia. Sus ropas no eran en nada distintas a las de los jóvenes de su edad: eran sus armas y sus caballos los que llamaban la atención. De todos los jinetes y de todos los soldados de infantería era, de lejos, el mejor; iba el primero al combate y era el último en retirarse”.
Pero esas grandes cualidades contrastaban con vicios enormes: una crueldad inhumana, una perfidia más que púnica, ningún anhelo por la verdad, ni sentido de lo sagrado, ni temor de los dioses, ningún respeto por los juramentos ni escrúpulo religioso”.

En resumen, la vieja táctica de encumbrar las habilidades del enemigo (hemos vencido a un enemigo sin igual) a la par que se le describe como la personificación del demonio con cuernos y rabo (nosotros, los buenos de la película, tuvimos que acabar con él).

Personalmente me quedo con los elogios más que con los menosprecios. No parece Aníbal mucho más cruel que los romanos en sus campañas en Hispania, en donde utilizó tanto la fuerza como la diplomacia. Aunque no está del todo confirmado, parece ser que se casó en Hispania con una princesa íbera​ de nombre Himilce, con la que tuvo un hijo, Áspar. Sea como fuera, la presencia de mercenarios íberos en sus tropas hace pensar que no a todos los pueblos los hacía pasar a cuchillo en Iberia. Algo que aprendería de su padre, Amílcar Barca, y de su madre, una mujer ibérica.

Pero donde tenemos la verdadera dimensión de su crueldad, en comparación con los romanos, es analizando su epopeya bélica contra ellos. Mientras Aníbal liberaba a los prisioneros, pues su objetivo nunca fue aniquilar Roma, los romanos concibieron la Segunda Guerra Púnica como una guerra de exterminio. Sólo tenemos que fijarnos en el final a la que sometería años después a Cartago, arrasada hasta los cimientos tras una carnicería sin igual.

Una perfidia más que púnica dice Tito Livio. Los púnicos, al igual que sus padres, los fenicios, han tenido muy mala publicidad histórica. Y tanto griegos como romanos nos legaron una visión sesgada de estos comerciantes del Mediterráneo. Por ejemplo, en los cómics de Astérix aparecen retratados como pérfidos comerciantes sólo interesados por el dinero, uno de sus clichés favoritos. Ahora bien, pocos son los que conocen que fueron ellos los difusores del alfabeto por toda la ribera mediterránea o que fueron los primeros en salvar los vientos que impedían cruzar el Estrecho de Gibraltar sumergiendo una vela y aprovechando las corrientes marinas. Hasta Camerún llegó la expedición de Hannon, aunque nadie se acuerde de ello ya.

Y Cartago, que pronto superó como colonia exitosa a su metrópoli fenicia, debía ser una ciudad llena de bibliotecas, cosmopolita y con un gobierno eficaz que evitó guerras civiles o perniciosas tiranías. Ya lo dijo Aristóteles, quién escribió en su política: “también los cartagineses tienen fama de gobernarse bien y con mucha ventaja sobre los demás”.

Pero nada de esto conocemos hoy en día. Las personas profanas en historia no tienen una idea preconcebida de Cartago porque fue borrada de la faz de la tierra por Roma. Así de simple se desaparece de la Historia. Aunque como los romanos eran los buenos de la película…

Pero vayamos al respeto por los juramentos. Tito Livio indica que Aníbal no tenía ningún respeto por los acuerdos firmados pero, en verdad, esa actitud es más romana que púnica. O, al menos, en igualdad de condiciones. En Hispania conocemos numerosos casos de la fidelidad al juramento de los romanos, como en el caso de los lusitanos y Viriato. Pero en lo que a nuestra figura concierne resulta paradigmático el pretexto de la Segunda Guerra Púnica, la toma de la ciudad de Sagunto.

Último día de Sagunto. Óleo de Francisco Domingo Marqués. 1869

En otro post anterior estudié este caso pormenorizadamente (aquí) pero por resumir mucho el asunto indicaré que los que verdaderamente rompieron un acuerdo fueron los romanos (El Tratado del Ebro) y que Sagunto fue la excusa perfecta para esgrimir una guerra contra Cartago, la cual se estaba haciendo nuevamente una peligrosa competidora en el Mediterráneo. Ahora bien, dos no pelean si uno no quiere y Aníbal también debía tener ganas de enseñarle a los romanos sus artes en la guerra. El asunto de Sagunto podía haber sido resuelto con diplomacia y mano izquierda, pero Aníbal, al seguir con su envite durante meses, conocía las consecuencias que se derivarían de su conquista.

Que Aníbal estaba preparado para la guerra contra Roma se entiende al analizar cómo afrontó la campaña contra ellos. Sorprendió a todos realizando una increíble travesía para la época: atravesó los Pirineos y los Alpes con su ejército, superando grandes dificultades y colocando el campo de batalla en Italia, para sorpresa mayúscula de los romanos.

Travesía de los Alpes. Heinrich Leutemann

La travesía que utilizó para realizar este fabuloso recorrido aún no se conoce con exactitud y los diferentes investigadores no se ponen de acuerdo sobre ello. Tito Livio y Polibio, las dos fuentes principales, fueron muy imprecisos al respecto y la arqueología nada ha podido aclarar sobre el asunto. Por tanto, la imaginación más que el método científico ha profundizado en este aspecto de la campaña militar, existiendo millares de tratados al respecto. Lo que sí sabemos es que la mayoría de sus escasos elefantes de guerra murieron por el camino y no fueron para nada decisivos en las batallas posteriores, a pesar de la creencia popular.

A finales del año 218 a.C. ya estaba en Italia demostrando a los romanos su genio militar. Fue derrotando a todos y cada uno de los ejércitos que le salieron al frente (Tesino, Trebia, Lago Trasimeno, Plestia, Ager Falernus y Geronium) con una audacia inusual. Y el 2 de agosto de 216 a.C., en Cannas, infligió a las huestes romanas la mayor derrota de su historia. 50.000 hombres fueron capaces de derrotar totalmente a 87.000 romanos aplicando una estrategia de pinza que aún se estudia en las academias militares (en la Primera Guerra Mundial esta misma táctica fue seguida en el Plan Schlieffen alemán para invadir Francia). Mientras que Aníbal perdió unos 6.000 hombres, en el bando romano murieron unos 50.000 soldados. Una derrota sin paliativos que provocó el terror en la ciudad de Roma. No obstante, todavía debemos esperar unas derrotas más para escuchar el temeroso grito de los romanos: “Hannibal ad portas” (Aníbal está a las puertas).

La muerte deLucio Emmilio Paulo en Cannas. John Trumbull. 1773

No conocemos las verdaderas razones por las que Aníbal no intentó destruir la ciudad de Roma. Ninguna fuente nos ha mostrado su verdadero pensamiento y todo lo que podemos conjeturar son hipótesis.

Muchos suponen que se trató de un problema logístico, pues no tenía medios para sitiar la ciudad. En verdad, los historiadores son más partidarios de otro pensamiento más profundo: Aníbal no deseaba la destrucción física de Roma, sino su destrucción política. Deseaba que los romanos perdieran a sus aliados, se rindieran y firmaran un tratado ventajoso para Cartago. Su idea no era destruirles y en eso se equivocó. Pues los romanos concibieron esta guerra como una de exterminio y supervivencia vital. Rendirse no estaba en sus planes y pusieron toda la carne en el asador para enfrentarse al desafío de Aníbal, algo que el general cartaginés no tuvo de su patria, que siempre racaneó los medios proporcionados.

La suerte para Roma fue la eclosión de una figura que corre paralela a Aníbal, Publio Cornelio Escipión. Este militar romano llevó la guerra a Hispania, derrotó a los cartagineses allí y obligó a un enfrentamiento final a Cartago en la llanura de Zama el 19 de octubre de 202 a.C. Aníbal se enfrentó a Escipión con todas sus fuerzas, elefantes incluidos. Pero en esta ocasión el general romano le infringió una derrota sin paliativos a pesar de contar con un ejército numéricamente inferior. Anuló a sus elefantes de guerra, protagonistas de la primera carga frontal, confundiéndolos con deslumbramientos y música, para posteriormente lancearlos en pasillos que les abrieron los legionarios. Luego, la caballería romana y de los aliados númidas puso en fuga a la caballería cartaginesa. Y cuando la infantería de ambos ejércitos se estaba aplicando a fondo regresó la caballería romana para decidir la batalla.

Batalla de Zama. Grabado de Cornelis Cort. 1567

Zama no fue el final de Aníbal. Huyó de la batalla y de Cartago, escasamente clemente con los generales derrotados. Poco sabemos de lo que le ocurrió después, aunque para el año 196 a.C. le encontramos nuevamente en Cartago, como un importante magistrado público. Desde su cargo combatió la corrupción, evitó el enfrentamiento con los romanos y acercó numerosas reformas al pueblo. Hasta tal punto que una temerosa aristocracia cartaginesa conspiró en su contra y difundió el falso rumor en Roma de que Aníbal preparaba una nueva guerra aliado con el rey Antíoco III. Los romanos obviaron la veracidad de tales acusaciones y aplaudieron el pretexto con el cual podían apresar al general cartaginés y llevarle a Roma encadenado. No en vano Aníbal se había convertido en una especie de mito que había puesto de rodillas a Roma.

Y como si de la persecución de Bin Laden se tratara, los romanos se afanaron en perseguir a Aníbal hasta los confines del mundo. El cartaginés tuvo que huir de su patria traicionado por los suyos. Llegó hasta la corte de Antíoco III, enemigo de Roma que le dio cobijo hasta que las derrotas ante los romanos le obligaron de nuevo a escapar. Marchó hasta Armenia, donde el rey Artaxias le encomendó la realización de una nueva capital para su reino. El proyecto quedó inconcluso, pues tuvo de nuevo que huir ante la presión romana, refugiándose en el reino de Bitinia.

En Bitinia, Prusias, su rey, no sólo le encomendó la planificación de una nueva ciudad llamada Prusa (hoy Bursa, Anatolia, Turquía), que aún hoy existe, sino que también le empleó como estratega contra la fronteriza Pérgamo. En una de las batallas navales entre ambos reinos, el ingenio de Aníbal decidió la victoria: localizó con un ardid la nave capitana y concentró sobre ella el fuego de las catapultas, que enviaron numerosas vasijas con serpientes. La confusión que creó permitió la victoria de Bitinia a pesar de su inferioridad numérica.

Pero cuando los romanos llegaron en ayuda de Pérgamo ni Aníbal pudo frenar su poderío. El rey de Bitinia le traicionó y le entregó a los romanos. Y Aníbal, encerrado en una habitación en la ciudad de Libisa, decidió tomar un veneno antes de ser atrapado con vida. Corría el año 183 a.C. y Aníbal tenía por aquel entonces 63 años.

Terminaba así la existencia vital de una figura que sólo tuvo el respeto del único general que le derrotó en el campo de batalla, Escipión el Africano. Fue este ilustre romano el que le permitió volver a residir en Cartago y quién se opuso a perseguirle cuando llegaron los rumores de su infundada traición. Tal fue la sintonía de ambas figuras que ambos murieron el mismo año y asqueados con su patria. Escipión fue acusado públicamente de corrupción en los acuerdos de paz firmados con Antíoco III y murió retirado en su villa alejado de Roma. En su epitafio colocó el siguiente mensaje: “Patria ingrata, no posees ni siquiera mis huesos”.

Tampoco Cartago tuvo los restos de Aníbal, restos que reposaron cerca de Libisa (actual Gebze) en Kocaeli y que en el pasado se perdieron para siempre.

Aníbal fue un militar a la altura de los más grandes, un político que ayudó al pueblo, un constructor capaz de diseñar y levantar ciudades. Un personaje, en definitiva, muy distinto del cruel y sanguinario que nos muestran las fuentes romanas.

Sus enemigos le intentaron hacer desaparecer de la historia, borrando su recuerdo y ocultando sus éxitos. Nada sabemos sobre sus pensamientos o sus pasiones. Pero nos queda su audacia al concebir un plan de ataque, cruzando los Pirineos y los Alpes, que se consideraba imposible en su época; o su ingenio militar, plasmado en la estrategia de Cannas. Como otros grandes estrategas militares, tales como Napoleón, murió en el exilio, repudiado por todos aquellos a los que defendió. Pero, a pesar de los siglos transcurridos, su figura sigue estando presente y se resiste a abonar el terreno del olvido.

Aníbal, un hombre más recordado que Cartago, la ciudad a la que sirvió y que le repudió en la derrota. Un personaje trascendental que fue mucho más que el archienemigo de Roma. Un hombre que, con sus matices, fue todo menos el malo de la película.

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