A la hora de iniciar una guerra contra un país enemigo
es necesario tener un casus belli, es
decir, un motivo de guerra. Cuanto más justo sea, mayor justificación moral
tendrá el bando que inicia las hostilidades.
A lo largo de la historia numerosos casus belli se han esgrimido para
justificar, ante el pueblo o los ciudadanos, la inmersión en una guerra. Y en
la mayoría de ocasiones estas justificaciones están teñidas de engaños y
falsedades.
A continuación vamos a realizar un breve repaso por
los falsos casus belli más notorios
de la historia. Puesto que existen multitud de estos casos diseminados por la
historia he decidido dividir el asunto en tres partes. En el post de hoy
abordaremos algunos ejemplos que abarcan desde la historia antigua hasta el
siglo XIX. ¿Os interesa el tema?
Encontrar este tipo de estrategias militares en la
Edad Antigua resulta muy complicado, pues la documentación sobre ellas, de
haber existido, raramente llegan hasta la actualidad. Ni los imperios
implicados, los únicos con suficiente poder como para emprender este tipo de
acciones, ni sus cronistas oficiales, dados al halago y la exageración, tenían
ningún interés en mostrar este tipo de triquiñuelas militares.
Debemos esperar hasta época romana para poder hallar
una crítica suficientemente abierta como para que quedara indicada, en las
crónicas históricas, las estrategias diplomáticas y militares utilizadas contra
los enemigos.
Lógicamente, en estos casos no tendremos una creación
irreal de un casus belli, sino que en
casi todas las ocasiones comprobaremos como los imperios aprovecharon
diferentes circunstancias fortuitas para utilizarlas como excusa de sus
verdaderos objetivos imperialistas. Viajemos hasta finales del siglo III a.C.
para descubrir uno de los casos más notorios.
Segunda
Guerra Púnica (208-201 a.C.)
Hace unos años realicé un post sobre el casus belli esgrimido por Roma para
justificar su ataque a Cartago (aquí).
El ataque de Aníbal contra la ciudad aliada
de Sagunto provocaría el inicio de las hostilidades. Ahora bien, esa alianza
chocaba contra el Tratado del Ebro (226 a.C.), en el cual se fijaba el río como
frontera peninsular entre Roma (al norte) y Cartago (al sur). Tal fue la reescritura
de la Historia que historiadores, como Apiano o Tito Livio, incluyeron
cláusulas relativas a Sagunto (de dudosa credibilidad) en el acuerdo inicial.
La única cláusula que podemos tomar como verídica es la que muestra Polibio: “que los cartagineses no atravesaran el río
Ebro en son de guerra” (con igual implicación para Roma).
Sea como fuera, ambas potencias deseaban la guerra y
justificaron sus acciones en sendos casus belli. Los romanos, como hemos visto,
en su supuesto acuerdo con Sagunto. Los cartagineses, en cambio, por la ruptura
del Tratado del Ebro y por la necesidad de proteger a sus aliados turboletas
del ataque constante de los saguntinos.
Polibio ya nos indicó en sus Historias que “la causa y el
pretexto son lo primero de todo, y el inicio, en cambio, la última parte de las
mencionadas. Yo sostengo que los inicios
de todo son los primeros intentos y la ejecución de obras ya decididas; causas
son, en cambio, lo que antecede y conduce hacia los juicios y las opiniones”.
Es decir, una cosa es el casus belli
expuesto que sirve para iniciar las hostilidades y otra cosa bien diferente es
la causa real que lleva a la guerra. Esta diferenciación entre causa real y
pretexto (casus belli esgrimido)-inicio hostilidades sirve para todos los casos
que veremos.
Cartago, una vez pagadas las indemnizaciones, con las
riquezas ibéricas aseguradas y con un gran ejército curtido en Hispania, creía
ser capaz de vengarse de las afrentas que su archienemigo mediterráneo le había
provocado en el pasado. Polibio nos indicó en sus Historias (Libro III) que las causas reales que llevaron a Aníbal a
la guerra fueron el odio transmitido por su padre Amílcar, la derrota de
Cerdeña y el poder militar que poseía en Hispania.
Roma, por su parte, veía que su enemigo estaba
haciéndose cada vez más poderoso, lo que le obligaba a enfrentarse a él antes
de que fuera demasiado tarde. Además, las riquezas mineras de Hispania eran muy
apetecidas por una facción del Senado (Cornelios Escipiones) que deseaba
expandirse por el Mediterráneo. Una vez que Roma tuvo las manos libres no dudó
en utilizar una táctica ya repetida anteriormente. Su política exterior
consistía en insertar cuñas en el territorio de otras grandes potencias. Lo
habían hecho hacía poco en Iliria: allí, con el pretexto de socorrer a la isla
de Issa, habían cruzado el Adriático e iniciado una guerra contra la reina
Teuta.
Por tanto, puesto que la historia la ganaron los
romanos los historiadores reflejaron como casus
belli justificativo su alianza con Sagunto. En caso de haber ganado los
cartagineses la historia indicaría que fueron los romanos los que provocaron la
guerra pactando ilegalmente con Sagunto e incitándolos a la guerra contra los
turboletas, protegidos de Cartago.
En realidad, ambas potencias deseaban la guerra y la justificaron
ante su población de la manera más justa que creyeron.
Demos un salto de unos siglos y fijémonos en la época
medieval. En estos siglos, más que fabricar casus
belli a medida, tenemos el aprovechamiento de diversos sucesos secundarios
y su utilización como excusa para desencadenar una guerra abierta. Tal vez, el
más curioso de todos, por el objeto del casus belli, fue el que enfrentó a las
ciudades italianas de Bolonia y Módena.
El
robo de un cubo para sacar agua del pozo: La Batalla de Zappolino (1325)
Cuando dos bandos desean enfrentarse cualquier excusa
es buena para hacerlo. Aunque se trate de un simple cubo de madera con el que
coger agua de un pozo. Este extraño casus
belli ha quedado como anécdota histórica en varias páginas de Internet,
pero oculta una rivalidad profunda que sólo necesitaba de una pequeña chispa
para encenderse.
Debemos situarnos en la Italia del siglo XIV, un
momento en el cual la península estaba dividida en diversas ciudades-estado que
pugnaban por someter a las vecinas. La poderosa República de Bolonia, antigua
partidaria del poder del Papado frente al Sacro Imperio Romano (razón por la
cual se había encuadrado con los llamados Güelfos), tenía como molesta vecina,
a tan solo 40 kilómetros, la ciudad de Módena (que en el pasado se unió a los
Gibelinos, los cuales apoyaban el poder del Emperador en Italia frente a las
pretensiones del Papa). El final del proyecto italiano del emperador había
dejado la península llena de conflictos entre ciudades rivales y Bolonia y Módena
eran sólo un ejemplo de ello.
Durante décadas ambas ciudades tuvieron un rosario de
encuentros fronterizos y razzias varias que fueron incrementando la tensión
entre ellas. A la muerte del Emperador Federico II, Bolonia aprovechó para
acrecentar su frontera respecto a Módena, tomando las fortalezas de Bazzano y
Savigno. El Papa Bonifacio VIII les reconoció estas posesiones en 1298.
La situación cambió cuando Módena quedó bajo la
autoridad del señor de Mantua, Rinaldo Bonacolsi, llamado Passerino. Agente de Luis de Baviera en Italia, prosiguió la lucha
contra los güelfos dominando Parma, Reggio y Módena. Los encontronazos
fronterizos aumentaron y hasta el Papa llegó a excomulgarle por ello, lo que
añadía más leña al fuego.
En el año 1325 los boloñeses pensaban que tenían
cierta ventaja sobre sus rivales. Esta sensación se incrementó al devastar las
tierras de Módena, entre julio y agosto, con total impunidad. Pero esa afrenta
fue devuelta en septiembre por Módena, quién logró tomar por traición la estratégica
rocca de Monteveglio, perteneciente a
Bolonia.
Pero lo peor fue que entre la ola de refugiados que
acudieron a Bolonia desde Monteveglio se habían infiltrado algunos soldados de
Módena. Este grupo robó el cubo con el que se sacaba el agua en la plaza
principal y se lo llevaron como trofeo.
Bolonia aprovechó esta afrenta como el casus belli que la obligaba a iniciar
una guerra contra Módena. Utilizando el recurso del ultraje al honor
movilizaron las tropas propias y de sus aliados y decidieron atacar Módena de
forma contundente. Como vemos, el cubo del pozo era una excusa, como otra
cualquiera para ocultar el deseo de enfrentamiento que tenía Bolonia (al igual
que Módena).
Bolonia marchó hacia Monteveglio apoyada por tropas de
Florencia y Romaña. Allí le salió al encuentro Bonacolsi con el ejército de
Módena más la ayuda de Mantua, Verona, Milán, Ferrara y tropas del Emperador.
El 15 de noviembre de 1325 tuvo lugar la llamada Batalla de Zappolino, en la
que Bolonia fue aplastada por las fuerzas de Bonacolsi a pesar de poseer una
infantería mucho mayor. Tras la derrota, las fuerzas de Módena arrasaron el
territorio de Bolonia y blandieron el cubo de agua como estandarte a modo de un
humillante trofeo de guerra.
Hoy día, aún podemos encontrar una copia de este cubo
en la torre della Ghirlandina de Módena, mientras que el original se conserva
cuestodiado en el Palazzo Comunale.
En época moderna tenemos otro ejemplo bastante
ilustrativo de lo que es tomar como casus
belli cualquier situación que convenga al bando atacante. En este caso se
trató, ni más ni menos, que de una oreja pirata.
La
guerra de la Oreja de Jenkins (1739-1748)
Corría el siglo XVIII y el Reino de Gran Bretaña
estaba empeñado en arrebatar al Imperio español sus colonias americanas. Inglaterra,
poder dominante en pleno auge, llevaba años metiendo sus narices en el Caribe.
Desde el Tratado de Utrecht tenía diversas concesiones, como el Navío de Permiso (autorizaba a
Inglaterra a enviar un barco al año con una capacidad de carga de 500 toneladas
a las colonias españolas americanas para comerciar con estas) o el Asiento de Negros (monopolio sobre la
caza de esclavos de África y el traslado a la América hispana que se otorgó a
Inglaterra). Viendo las enormes ganancias que América reportaba no dudaron en
utilizar el contrabando con base en Jamaica y acosar las rutas comerciales con
el envío de numerosos piratas. Tales eran las riquezas que estaban obteniendo,
que los comerciantes ingleses comenzaron a sugerir el ataque total al Caribe
para quedarse con todo el pastel.
La situación empeoró para los ingleses cuando el
Imperio español reforzó su flota en el Caribe con varios guardacostas. Este
nuevo escenario terminaría por convencer a los ingleses de la necesidad de dar
el golpe de gracia al Imperio español en el Caribe. Y la excusa esgrimida fue
la oreja de un pirata.
En 1731 el pirata Robert Jenkins fue apresado, con las
manos en la masa, por un guardacostas español al mando de Julio León Fandiño. Tal
como era costumbre se quedó con la carga robada y el barco pero, además de
ello, hizo otra cosa más. Según palabras de Jenkins, le cortó una oreja de un
tajo limpio y dijo de forma chulesca “Ve
y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve”.
Jenkins llevó su caso ante el rey Jorge II en 1738,
convencido por los partidarios de la guerra contra España. Aquellos, en el
Parlamento, exigieron una respuesta contundente, pues consideraban que el rey
había sido insultado. Y cuando el gobierno intentó solucionar el asunto
diplomáticamente, los proclives a la guerra movieron a la opinión pública hacia
la guerra exagerando la crueldad española en la prensa. La situación se tensó
tanto que los ingleses más pacifistas, entre los que se encontraba Walpole,
tuvieron que resignarse y apoyar la guerra. Nombro a este político inglés
porque en sus memorias, cuando se refiere a este episodio, escribió que “Al tal Jenkins a su muerte le encontraron
perfectamente las dos orejas”.
Inglaterra tuvo su guerra justificada con un casus belli que podemos calificar de
pueril y, de hacer caso a Walpole, inexistente. Pero tal guerra no sería
favorable para sus intereses, a pesar de la superioridad naval de 5 a 1 de su
flota. En ningún momento lograron cortar el cordón umbilical de América con
España, mientras que nuestros navíos les causaron numerosas pérdidas, tanto de
naves como económicamente.
En ningún momento se vio en peligro la integridad
territorial española en América y el episodio más significativo de la guerra,
el Sitio de Cartagena de Indias en 1741, se saldó con una humillante derrota de
la flota británica (186 naves y casi 27 000 hombres) ante las fuerzas españolas
comandadas por Blas de Lezo (unos 3500 hombres y seis navíos de línea). En esta
ocasión, la labor de los espías españoles en Inglaterra fue la principal razón
por la que se logró repeler tal ataque.
El Tratado de Aquisgrán (1748), con el que se dio por
terminada la contienda, supuso el retorno al statu quo previo a la guerra. Inglaterra había fracasado en su
intento de asestar el golpe de gracia al Imperio español, el cual tomó aire
para aguantar algo más de medio siglo.
Me gustaría despedirme con uno de los casos más
elocuentes de todos los tratados. Uno en el que comenzó a entreverse el poder
del periodismo para influir en la opinión pública. Y fue el primero que inició
un camino, bastante prolífico, en la que sería la mayor potencia militar
mundial del siglo XX.
La
Guerra hispano-estadounidense: el hundimiento del Maine (1898)
A inicios de 1898 los cubanos luchaban por su
independencia contra los españoles. Y los EEUU, inmersos en una política
exterior imperialista, vieron la oportunidad de tomar el control de la isla y
arrebatársela tanto a españoles como a cubanos. Lo único que necesitaban era un
casus belli con el que justificar su
implicación militar.
Primero enviaron al acorazado USS Maine a Cuba con el
pretexto de defender los intereses de los estadounidenses en la isla (lo que
suponía saltarse todas las normas del derecho internacional de la época).
Luego, ante el hundimiento del acorazado en la bahía de La Habana (15 febrero
de 1898), tuvieron las manos libres para ejecutar su plan inicial de tomar la
isla de Cuba.
Los EEUU convencieron a la población de la necesidad de intervenir militarmente en Cuba gracias a
la prensa amarilla. El periódico New York Journal titulaba a toda plana, dos
días después del hundimiento lo siguiente “La
destrucción del acorazado Maine fue obra del enemigo”, “Los oficiales de la Marina piensan que el
Maine fue destruido por una mina española”. Punto por punto estas
conclusiones fueron las presentadas en el informe que la administración
McKinley ordenó a una comisión naval (21 de marzo de 1898): la causa del hundimiento se debió a la
explosión de una mina situada debajo de la parte inferior dela nave y colocada
alrededor de la cuadrícula 18 del casco.
Ahora bien, estas afirmaciones contrastaban
poderosamente con el informe realizado por los ingenieros españoles Del Peral y
De Salas. Según ellos la explosión se produjo debido a la combustión espontánea
del carbón para alimentar las calderas, el cual se encontraba separado del
depósito de municiones por una fina mampara. Es más, la posibilidad de una
explosión por una mina se descartó por varios motivos: ausencia columna de
agua, ausencia cables eléctricos (única manera de estallar una mina con el mar
en calma), ausencia peces muertos, imposibilidad explosión almacén de munición
tras impactar una mina.
Diversos estudios recientes coinciden en concluir que
la explosión del Maine se debió a un accidente en el depósito de combustible de
carbón. Y, aunque no fue provocado directamente por los EEUU para tener una
excusa con la que intervenir en Cuba, si se aprovechó en ese sentido, creando
una opinión pública favorable mediante el uso de la prensa amarilla. Este fue
el recurso con el que los EEUU movieron la opinión pública de su población
hasta apoyar la intervención armada. Por tanto, no realizaron un ataque de
falsa bandera (en sentido estricto) pero aprovecharon las consecuencias del
accidente del mismo modo
Las verdaderas intenciones intervencionistas de los
EEUU en la isla estaban claras para los políticos españoles. Algunos días antes
del incidente del Maine, el gobierno de los EEUU había enviado al gobierno
español una carta en los siguientes términos: “El ejército norteamericano intervendrá́ en la isla si España no accede
a vender Cuba a los Estados Unidos por trescientos millones de dólares. Para
facilitar la operación, se ofrece además un millón de dólares para los
negociadores que medien en dicho acuerdo” (THOMAS, Hugh. Cuba: Or, The
Pursuit of Freedom, London, Eyre & Spottiswoode, 1971, pág. 367).
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