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domingo, 27 de octubre de 2019

CARTAS A TÁCITO SOBRE LA MUERTE DE PLINIO EL VIEJO


A continuación os dejo el relato que nos transmitió Plinio el Joven sobre la erupción volcánica de Pompeya. El suceso quedó recogido en unas cartas que envió a Tácito y que reproduzco a continuación.

Espero que os guste su relato


CARTAS A TÁCITO SOBRE LA MUERTE DE PLINIO EL VIEJO Plinio el Joven

G. Plinio a su Tácito, Saludos.

Me pides que te cuente el final de mi tío, para poderlo transmitir más fielmente a la posteridad. Te lo agradezco, pues entiendo que su muerte, si tú la solemnizas, está destinada a alcanzar la gloria inmortal. Porque aunque su tránsito haya sido el de tantos pueblos y ciudades, en la destrucción de una región bellísima, este hecho inolvidable le asegura una vida inmortal, y aunque él mismo haya dejado numerosas obras dignas de ser recordadas, la eternidad de tus escritos contribuirá a su recuerdo. Considero afortunados a los hombres que han recibido de los dioses el don de hacer cosas dignas de ser escritas, o de escribir cosas dignas de ser leídas; pero, repito, como más afortunados todavía a los que pudieron hacer ambas cosas. Entre estos estará mi tío, tanto por sus libros como por los tuyos. Por eso emprendo de buen grado lo que me pides, es más, te lo reivindico.

Estaba en Miseno al mando de la flota. El noveno día antes de las calendas de septiembre mi madre le advirtió que se divisaba una nube de tamaño y forma insólitos. Habiendo tomado el baño de sol, y después el de agua fría, reposando había tomado un refrigerio, y estudiaba. Se pone las sandalias y sube a un lugar desde donde pudiera observarse mejor aquella maravilla. Se elevaba una nube —los que la miraban de lejos no sabían muy bien de qué montaña salía, después se supo que el Vesubio—, su aspecto y forma se parecía a la silueta de un pino. Pues proyectándose en el aire, como un tronco larguísimo, se ramificaba. Creo que sucedía así porque, al debilitarse la corriente que impulsaba, la nube, carente de esa fuerza o, tal vez vencida por su propio peso, se ensanchaba. Tan pronto era blanca como sucia y manchada, según lo que transportara fuera tierra o ceniza.

A él, como hombre de erudición, aquel espectáculo le pareció extraordinario y digno de ser conocido más de cerca. Mandó aparejar una laburno y me dio permiso para ir con él, si yo quería. Le respondí que prefería quedarme a estudiar. Precisamente él me había dado un texto para escribir. Ya salía de casa cuando recibió una nota de Retina, mujer de Tasco, que aterrorizada por el inminente peligro —pues su villa se asentaba a los pies de la montaña y no le quedaba más salida que el mar—, le rogaba que la librara de tan extrema situación. Él, entonces cambió de parecer y descartó rápidamente aquello que había emprendido por amor a la ciencia. Varó algunos cuadrirremes y se hizo a la mar, para socorrer no solo a Retina, sino también a muchos otros, ya que el litoral se había convertido en una zona de recreo muy frecuentada. 

Toma el camino más corto hacia donde los demás huyen, tiene el timón encarado al peligro, y sin miedo alguno, dictaba y anotaba todos los cambios, todos los aspectos de aquella desdicha, tal y como los ojos le iban mostrando.

Ya la ceniza caía en las naves, más caliente y más espesa a medida que se acercaba. Ya caían rocas e incluso piedras ennegrecidas, calcinadas y trituradas por el fuego, ya el mar se abría en su súbito badén y la runa llenaba las playas de fárrago. Vaciló un instante si debía retroceder. Pero, en seguida, gritó al piloto que le instaba a hacerlo: «La fortuna favorece a los audaces. Vayamos a casa de Pomponio». Este se encontraba en Stabia, y la mitad del golfo —pies el mar se adentra a causa de la curvatura insensible de la playa— le separa de nosotros. Allí, aunque el peligro no se acercaba por aquel lado, era visible y como aumentara sería inminente. Pomponio había llevado sus pertenencias a las naves decidido a huir si calmaba el viento contrario. Empujado por este viento, que le era favorable, mi tío llega y abraza a su trémulo amigo, lo conforta, lo anima y para apaciguar con su serenidad el temor del otro, pide que se prepare el baño. Después del mismo, se sienta a la mesa y cena alegremente o, lo que es igualmente admirable, fingiendo estar alegre.

Entretanto, en el monte Vesubio resplandecían, en varios puntos, enormes llamas y vastos incendios, cuya claridad y luz estaba acentuada por las tinieblas de la noche. Él no se cansaba de repetir, para atenuar el pánico, que aquello eran hogueras de los campesinos y villas abandonadas a causa de la sacudida que ardían en la soledad. 

Entonces se fue a dormir, y, verdaderamente, durmió profundamente. Pues sus ronquidos, que en él eran graves y más ruidosos a causa de la pesadez de su cuerpo, eran oídos por los que vigilaban la puerta. Pero el patio, por el que se iba a la habitación, comenzaba ya a llenarse de tal modo de cenizas y pedruscos que, por poco se hubiera entretenido en el cubículo, salir ahora hubiera sido imposible. Despierta, sale y va a reunirse con Pomponio y los demás que habían permanecido en vela. 

Deliberan si permanecerán bajo techo o si vagarán al raso. Porque frecuentes y prolongadas sacudidas removían los cimientos; y casi desplazados de su base, ahora aquí, ahora allá, hubierais dicho que iban o venían. Por el contrario, al raso, se temía la caída de piedras, aunque ligeras y porosas. La comparación de estos dos peligros le hizo escoger este último. Y en él, ciertamente, eso fue el triunfo de la razón sobre la razón, en los otros el del miedo sobre el miedo. Se pusieron cojines en la cabeza, y los aseguraron con trapos. Esa fue su armadura contra lo que caía.

Ya era de día en otros lugares, allí una noche más negra y más densa que todas las noches juntas, atemperada, por abundantes antorchas y luces diversas. Quiso ir a la playa y ver de cerca que le permitía el mar, el cual persistía desierto y le era contrario. Allí, echándose sobre una sábana, tendido pidió y bebió agua fresca, dos veces. Después las llamas, y precursor de las llamas el olor de azufre, ponen a los otros en fuga y lo despiertan. Se levantó sostenido por dos criados y en seguida cayó como un fardo, es lo que yo deduzco, porque la calina demasiado espesa le había obstruido la respiración y le oprimió el estómago, que tenía de natural, delicado y pequeño y le provocaba vómitos frecuentes. Cuando volvió a clarear —éste era el tercer día que él había dejado de ver— su cuerpo fue hallado entero, intacto, vestido tal como iba: por su actitud más parecía estar dormido que muerto.

Mientras tanto, yo y mi madre estábamos en Miseno... Pero esto ya no interesa a la historia, ni tú tampoco has querido saber otra cosa que su viaje. Por lo tanto terminaré aquí. Y sólo añadiré: te lo he contado tal y como lo vi, o tal y como lo escuché contar una vez sucedido, es decir, cuando los recuerdos estaban más frescos. Escoge lo que te convenga. Pues no es lo mismo escribir una historia, que escribir a un amigo, que escribir para todos. Adiós.

Epístola VI, 16

G. Plinio a Tácito, Salud.

Me dices que inducido por mi carta que, a petición tuya, te escribí sobre la muerte de mi tío, deseabas saber los miedos e incluso los peligros que soporté cuando me quedé en Miseno —aquí se interrumpía en efecto mi narración—. Aunque mi pensamiento se conmueve al recordarlo comenzaré...

Después de que mi tío se hubo marchado, empleé el tiempo restante en el estudio, pues precisamente me había quedado para eso. Después vino el baño, la cena y un sueño agitado y breve. Por espacio de muchos días se habían producido temblores de tierra, no muy alarmantes, que es un fenómeno habitual en la Campania. Pero aquella noche, fue tan y tan fuerte, que se habría creído que, más que moverse todas las cosas se trabucaban. Mi madre entró bruscamente en mi aposento. Yo, a mi vez, salía para despertarla si estaba dormida. Nos sentamos en el patio de la casa, que ocupaba un pequeño espacio entre las edificaciones y el mar. No sé si calificarlo de firmeza o imprudencia —porque todavía no tenía los dieciocho años— lo cierto es que me llevé un volumen de Tito Livio y, como quien busca distraerse, me pongo a leerlo e incluso haciendo extractos, tal y como había empezado a hacer. He aquí que se acerca un amigo de mi tío, que había venido no hacía mucho de la Hispania a visitarlo, y al vernos sentados, a mí y a mi madre, y a mí todavía leyendo, nos reprobó a ella por su mansedumbre, y a mí por su confianza. Yo seguí, con idéntica aplicación, imbuido en el libro.

Era ya la primera hora del día y sin embargo la luz era todavía dudosa y como lánguida. Los edificios adyacentes estaban tan resquebrajados que en aquel espacio descubierto, pero estrecho, el miedo a un descalabro era creciente y vivo. Al fin entonces, nos pareció oportuno abandonar la villa. La muchedumbre nos seguía atónita; y como todo el mundo con miedo, tiene por prudente seguir el consejo ajeno al consejo propio, una gran masa humana acosó y obligó a partir a los fugitivos. Cuando estuvimos en despoblado nos detuvimos. Muchas cosas dignas de admiración, muchas cosas aterradoras nos sacudían. Pues los vehículos que por mandato nuestro nos precedían, a pesar de que el campo era muy llano, tomaban las direcciones más opuestas y ni calzándolos con piedras podrían mantenerse quietos. Además veíamos el mar replegarse sobre sí mismo, como si lo rechazará el temblor de la tierra. Lo cierto es que la playa se había ensanchado, y que muchos animales marinos yacían secos sobre la arena. En el lado opuesto, una nube negra y horrible, hecha de remolinos de fuego retorcidos y vibrantes, se abría en grietas de llamas. Éstas eran, por su aspecto, parecidas a los relámpagos pero más grandes.

Entonces en un tono más seco y más insistente, aquel mismo amigo de la Hispania nos dijo: «Si tu hermano, si tu tío, vive, querrá que también os salvéis vosotros. Si ya ha muerto, querrá que sobreviváis. ¿Qué esperáis pues para huir?». Respondimos que no lo haríamos, que sin saber nada de su salvación no pensaríamos en salvarnos nosotros. Él, sin esperar más, se fue, y, apretando el paso, se alejó del peligro. Esta nube tardó muy poco en bajar a la tierra y cubrir el mar; ya se había enriscado y tapaba Capri, y habiéndose deslizado por el promontorio de Miseno, lo escondía de la vista. Entonces mi madre me rogó, me suplicó, me exhortó, me mandó que huyera, como pudiera; porque yo era joven y podía hacerlo, que ella moriría tranquila, siempre que no fuese la causa de mi muerte. Yo, en cambio, no me quería salvar si no junto a ella. Luego, la tomo de la mano y obligo a forzar el paso. Me obedece de mal grado, haciéndose reproches de ser una carga para mí. Ya comenzaba a caer ceniza, aunque poca. Me giro, por la espalda se acercaba una calina espesa, y escampándose por la tierra, a modo de torrente, nos acosaba. «Echémonos a un lado —dije— mientras aún veamos, para que, en el camino empedrado, la turba de los acompañantes no nos aplaste en las tinieblas». Apenas nos hubimos parado, se hizo de noche, de noche sin luna o con nubes, sino como la que hay en los rincones cerrados cuando se apaga la luz. Sólo hubieras escuchado gemidos de mujeres, de niños, clamor de hombres: unos buscaban a gritos a sus padres, a los hijos, a los cónyuges; los otros, a gritos, les respondían. 

Unos lamentaban su suerte, otros la de los parientes. Algunos por miedo a morir imprecaban a la muerte. Muchos alzaban las manos hacia los dioses; la mayoría tenía la convicción que nunca hubo dioses y que aquella era la eterna y última noche del mundo. Tampoco faltó quien con terrores fingidos y falsos aumentara los auténticos peligros. Algunos anunciaban a los crédulos la falsa nueva del derrumbamiento y el incendio de Miseno. De pronto, apareció una débil claridad que, más que el principio del día, parecía la señal de que el fuego se aproximaba. Y, sin embargo, el fuego se detuvo a lo lejos; después, otra vez las tinieblas, otra vez ceniza, espesa y densa. 

Nosotros de vez en cuando nos levantábamos para sacudírnosla; si no, nos habría cubierto e incluso ahogado con su peso. Podría, en verdad, vanagloriarme de no haber dejado escapar ningún lamento, ni un grito demasiado fuerte, en medio de tanto peligros, si no me hubiera sostenido, como compensación lamentable, pero confortadora, por su moralidad, la idea que todos y todas las cosas acababan conmigo.

Al fin se atenuó la calina y se desvaneció en una espacie de humo y de niebla. Y vino un verdadero día; incluso brilló el sol, sombrío como suele ocurrir cuando hay eclipse. A nuestros ojos, aún parpadeantes, todo parecía cambiado y cubierto de como una ceniza espesa. De regreso a Miseno, cuando hubieron comido, como pudieron, nuestros cuerpos, escindidos entre la esperanza y el miedo, pasaron una noche de esperanzas y de dudas. El miedo prevalecía, pues el temblor de tierra continuaba, y muchos, desatinados, se entretenían exagerando con terribles predicciones las desdichas propias y las ajenas. Pero, ni entonces que ya conocíamos y esperábamos el peligro, nos resolvimos a marcharnos, hasta que tuviéramos nuevas de mi tío. No has de leer esto, en absoluto digno de una historia, para aprovecharlo en tus escritos. A ti, que lo pediste, te corresponde hacerte cargo, si ni apropiado te parece para una epístola. Adiós.

Epístola VI, 20.

Cartas I, Alpha, 1927

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