La famosa película de ciencia ficción Minority Report,
dirigida por Steven Spielberg y protagonizada por Tom Cruise supuso un soplo de
aire fresco para la ciencia ficción. Muchos de sus elementos tecnológicos
futuristas, tales como las pantallas táctiles o los wearables, son hoy una realidad. Pero yo quisiera hacer una lectura
algo más profunda a nivel intelectual, pues existe una relación profunda entre
el argumento de la película y una de las medidas más controvertidas que
aplicaron los nazis cuando llegaron al poder en Alemania. ¿Os interesa
descubrirla?
La película Minority Report tiene como trasfondo
argumental la eficacia del control estatal y los límites a la hora de asegurar
a la ciudadanía. ¿Hasta dónde puede llegar el control estatal sobre los
ciudadanos con la justificación de garantizar su seguridad?
En la película el Departamento de Precrimen de
Washington DC del año 2054 era capaz de controlar la criminalidad deteniendo a
los asesinos justo antes de que cometieran el crimen. Gracias a los poderes
psíquicos de unos humanos especiales (los pre-cogs), este cuerpo de élite era
capaz de evitar el crimen antes de cometerse. ¿Quién no desearía algo así?
Ahora bien, todo sistema tiene su lado oscuro. Y en la
película era que no todos los crímenes habían sido castigados ni que predecir
un crimen condenaba al autor per se,
pues el futuro es impredecible.
La idea de encarcelar a una persona antes de cometer
un crimen me recordó una medida impuesta por el gobierno nazi en la Alemania
anterior a la Segunda Guerra Mundial. Y películas como esta nos deberían
advertir de lo sencillo que puede resultar realizar este tipo de acciones con
el consentimiento de la mayoría de la sociedad. Si en la película eran las
estadísticas de criminalidad lo que convenció a los ciudadanos de Washington
DC, en Alemania se trató de algo muy parecido.
Corría el año 1933 y Heinrich Himmler asumió las
funciones de jefe de policía en Baviera. Por entonces ya dirigía una unidad
especial de protección, las Schutzstaffeln, más conocida como las SS. Hitler
estaba en el poder y se empezó a arrestar a los adversarios políticos en campos
de concentración. La manera de justificar tal medida ante la opinión pública
fue utilizando la eufemística expresión detención protectora.
Himmler indicó lo siguiente en un discurso en 1933: “He recurrido con generosidad al uso de la
detención protectora […] Me he sentido
obligado a hacerlo así porque en muchas partes de la ciudad ha habido tanta
agitación que me ha resultado imposible garantizar la seguridad de las personas
que la han provocado”.
Es decir, en la Alemania nazi se empezaron a detener a
ciertas personas con el objeto de protegerles de las iras de la población
civil. Esa misma población que el nazismo había enervado contra enemigos
concretos, tales como los judíos o los comunistas.
Resulta elocuente el documento que hacían firmar a las
personas que eran liberadas tras pasar por los campos: “Soy consciente de que, en cualquier otro momento, puedo solicitar otro
período de detención protectora si considero que mi bienestar físico está en
peligro”.
Con esta medida se lograba tanto proteger a la
población de las personas arrestadas como proteger a los detenidos de las
masas. Inquietante lógica.
Lo que asemeja esta medida a la película de Spielberg
son dos características intrínsecas subyacentes que se pueden resumir en las
palabras que explicó Göring en los juicios de Núremberg: “Hay que diferenciar entre las dos categorías. A los que habían cometido
algún acto de traición contra el nuevo Estado, o a los que quizá se les podía
probar que lo habían cometido, se los sometía a juicio. Ahora bien, a los otros
—a aquellos de los que quizá se podían esperar tales actos pero que aún no los
habían cometido— se los sometía a la detención protectora y se los llevaba a
los campos de concentración”.
Por tanto, estas
detenciones funcionaban en paralelo al sistema judicial alemán y se
acomodaban al ideario racial expuesto por Hitler en el Mein Kampf: “había que juzgar a la gente por lo que era,
y no solo por lo que hacía”. Adiós a la presunción de inocencia. Aquí no se arrestaban a posibles criminales,
sino que se encerraban a personas sospechosas de poder serlo en un futuro.
Si esas personas no habían cometido ningún delito,
difícilmente podían sufrir una sentencia específica. Por tanto, el
encarcelamiento, además de injusto, era especialmente duro para quién lo sufría,
pues ignoraba el momento de su posible liberación.
En la película los detenidos cumplían condena en unos
sarcófagos que los mantenían en un estado vegetativo. Sin duda, ese concepto de
encarcelamiento hubiera sido del agrado de muchos de los que allí estuvieron y
pudieron contar sus experiencias.
Los
campos de concentración que crearon los nazis (no confundir con
los posteriores de exterminio) no eran
unas cárceles comunes, en las que la simple privación de libertad era el
castigo. Al contrario, fueron concebidas
como un medio de escarmiento hacia los enemigos políticos de los nazis.
Dejemos ahora que sean las víctimas las que nos hablen de sus experiencias en
el primer campo de concentración habilitado para tal fin, el de Dachau.
Josef Felder era un político del SPD (Partido
Socialdemócrata de Alemania) que en 1934 fue arrestado según la detención
protectora y trasladado a Dachau. En la Nochebuena de 1934 recuerda que lo lanzaron
a una celda y “se llevaron el jergón que
había […] sobre las tablas [del
catre]. Se lo llevaron y dijeron: La paja
no la vas a necesitar, porque si sales de este búnker ¡será como cadáver!”.
“Hacia la
medianoche, uno de los guardias volvió, abrió la portezuela de vigilancia y
sostuvo ante la cara misma de Josef Felder una bandeja con salchichas blancas y
bretzels. «Este sería un buen menú para antes de tu ejecución. ¡Pero ni
siquiera esto te mereces, hijo de perra! ¡Lo sabemos todo sobre ti! ¡Y nos
vamos a ocupar bien de ti!». El guardia cerró la portezuela y se marchó. Volvió
más tarde, aquella misma noche, para enseñarle a Josef la «mejor forma» de
colgarse. El preso replicó que tenía familia, con lo cual, si querían que
muriera, tendrían que matarlo ellos. «Sí, ¡claro que lo haremos! Pero hay
tiempo», respondió el guardia.
La
tortura psicológica continuó. Después de varios días en el búnker, le dijeron:
«Vas a salir mañana»; pero solo era un chiste cruel. «Me dijeron lo mismo
muchas veces —rememora Felder—: “Mañana sales”. Siempre por fastidiar». Tres de
cada cuatro días solo le daban agua y un trozo de pan; al cuarto día le daban
té y, si había suerte, una comida caliente”.
Como era lógico Felder enfermó en aquellas condiciones
y fue recluido en un búnker con presos que también sufrían afecciones
pulmonares. Afortunadamente se recuperó de su enfermedad y fue liberado al año
de ingresar en Dachau.
No fue un caso único. Muchos presos fueron liberados
tras un periodo similar. Aunque se les amenazó con volverles a encarcelar si
revelaban algo de lo acontecido durante su reclusión.
Otro testimonio es el de Max Abraham, miembro de la
SPD y, además, judío. A Max no sólo lo aporrearon con porras nada más llegar,
sino que le obligaron a porrear a otros reclusos: “Nosotros, los cuatro judíos, teníamos que maltratarnos por turnos con
la cachiporra. Si les parecía que no golpeábamos con fuerza, los Sturmmänner
nos amenazaban con una tortura aún peor”.
Las palizas continuaron durante los cuatro meses que
estuvo detenido, siendo especialmente cruenta la que sufrió durante el año
nuevo judío. Ante la negativa de celebrar los ritos judíos en una fosa de
estiércol fue apaleado hasta el desmayo. Luego, cuando le volvieron a meter en
la fosa, con el mismo objetivo, Abraham comenzó diciendo que “La religión judía, como otras religiones, se
basa en los Diez Mandamientos y en la más hermosa de las sentencias bíblicas:
¡Amarás a tu prójimo como a ti mismo!”. Ello provocó una paliza aún mayor
que le llevó a sufrir “fiebre alta y
convulsiones. Tenía todo el cuerpo llagado por la paliza; no podía sentarme ni
yacer. Pasé una noche horrible, en un delirio confuso y espantoso. A la mañana
siguiente, mi estado era alarmante y me llevaron [del búnker] al pabellón. Aquí estaba con camaradas
socialdemócratas y comunistas, que no eran judíos, que me cuidaron muy
amablemente. Nunca olvidaré la ayuda que me prestaron”.
La existencia de estos tratos vejatorios en las celdas
de Dachau era conocida en el resto de los países. Sirva como ejemplo la
descripción que recogía el periódico británico Manchester Guardian sobre las
torturas cometidas, en la edición del 1 de enero de 1934: “Consiste en azotar con una correa de piel de toro, que tiene una cinta
de acero, de tres o cuatro milímetros de ancho, a lo largo de toda la correa
(las hacen los mismos prisioneros). Un hombre de las SS cuenta en voz alta los
golpes, cuyo número oscila de veinticinco a setenta y cinco, según sea la
sentencia. Otros dos hombres sujetan al preso, uno por las manos y otro por la
cabeza, que han envuelto con un saco para sofocar los gritos […] A algunos presos los han apaleado con trozos
de manguera de goma; a algunos los han quemado con colillas, a algunos los han
sometido a lo que en Estados Unidos llaman tortura del agua”.
Otro testimonio directo es el de Hans Beimler,
destacado miembro del partido comunista detenido el 11 de abril de 1933. Su
relato coincide punto por punto con el de Felder, destacando las continuas
sesiones de apaleamiento con porra, la tortura psicológica de enseñarle a
colgarse con una soga o la pesadilla de escuchar las torturas a otros presos.
Aunque no se trató de centros destinados a asesinar
(eso vendría después), las condiciones de trato a los presos eran totalmente
inhumanas. Y una cantidad de presos (pequeña, sea dicho de paso) no llegó a
salir vivo de Dachau y centros similares. Pero aunque fueran una minoría, la existencia de muertes extrajudiciales en
unos campos estatales era algo totalmente alejado de las normas democráticas.
La desinformación lanzada por los nazis hacia la
población alemana respecto a los campos de concentración provocó que el grueso
de la misma viera esos campos de internamiento preventivo como algo bueno. Erna
Krantz indicaba lo siguiente sobre ellos: “Uno
sabía de la existencia de Dachau, pero no era más que un campo de prisioneros,
¿no? Sabíamos que allí había comunistas y delincuentes”.
Otro testimonio que sigue con la misma idea es el de Karl
Boehm-Tettelbach, un joven oficial de la fuerza aérea, quien creía que “en Dachau [Hitler] reunía a los delincuentes profesionales […] y tenían que trabajar allí […] además,
sacó de la calle a todos los gigolós, en especial a los homosexuales. Y ahí
estaban, en Dachau, en ese campo de trabajo, y la gente no veía gran cosa que
objetar”.
La
población no sólo veía con buenos ojos la existencia de estos campos, sino que
asumió como normal que aquellas personas merecían estar allí
(a pesar de no haber cometido ningún crimen ni de haber tenido un juicio).
No obstante, para todos aquellos que profundizaban más
en la demagogia que suponían estos campos, la opinión era también la de
justificarlos. Las palabras de Manfred von Schröder, hijo de un banquero que se
unió al partido nazi en 1933, son elocuentes. Él creía que los campos de
concentración eran una consecuencia comprensible de una revolución. “¿Acaso se ha dado que, a lo largo de la
historia, haya existido una revolución sin elementos desagradables, ya sea en
un bando o el otro?”.
En el fondo, tal como comenta Laurence Rees en su
libro El Holocausto. Las voces de las víctimas y de los verdugos:
“si no eras ni judío ni comunista o
socialista, ni te oponías al nuevo régimen de algún otro modo —si solo eras un
buen alemán, un alemán decente interesado en el renacimiento del país—,
entonces no solo era casi seguro que ibas a estar a salvo de la persecución,
sino que era muy posible que de hecho aprobaras lo que los nazis estaban
haciendo”.
¿Veremos cumplirse este tipo de profecías antidemocráticas
al igual que ahora tenemos pantallas táctiles? Esperemos que el ejemplo de
nuestra historia reciente nos ayude a no repetir errores del pasado.
Bibliografía:
Rees, L. El
Holocausto. Las voces de las víctimas y
de los verdugos. Planeta. 2017.
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