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domingo, 5 de diciembre de 2021

A Jesucristo le clavaron en la cruz con clavos en las manos


Una de las imágenes más reconocibles del cristianismo es el crucifijo, la efigie tridimensional de Jesucristo crucificado. Su origen no parece retrotraerse mucho más allá del siglo V, aunque en la actualidad se trata de un símbolo importante que recuerda la victoria de Cristo sobre la muerte y el pecado.

Tanto el arte pictórico, el escultórico como, más actualmente, el cine, nos han mostrado invariablemente la figura de Cristo crucificado de una manera muy concreta. Dejando a un lado la idealización o la verosimilitud en los detalles, un detalle siempre está presente: Jesucristo aparece clavado a la cruz con unos clavos atravesándole las manos (y en ocasiones también los pies).


Es más, la polémica al respecto se ha centrado en la existencia de tres o cuatro clavos (según se claven los pies juntos o separados). Si hasta el siglo XIII predominó la imagen de cuatro clavos, luego se hizo más popular la de tres. Pero la pregunta principal es otra. ¿Clavaron a Cristo en la cruz con clavos en las manos?

Según la tradición cristiana, la crucifixión de Jesús con clavos en las manos la tenemos recogida, de manera indirecta, en el Evangelio de Juan (20:25). En este pasaje Tomás indica lo siguiente cuando varios discípulos le dijeron que habían visto al Señor: “Si no veo en sus manos las heridas de los clavos, y si no meto mi dedo en ellas y mi mano en su costado, no lo podré creer”.

También en las Revelaciones de Santa Brígida tenemos recogida la crucifixión. Según la Santa patrona de Suecia, de Europa y de las viudas, vio “sus crueles ejecutores lo agarraron y lo extendieron en la cruz, clavando primero su mano derecha en el extremo de la cruz que tenía hecho el agujero para el clavo. Perforaron su mano en el punto en el que el hueso era más sólido. Con una cuerda, le estiraron la otra mano y se la clavaron en el otro extremo de la cruz de igual manera.
A continuación, cruzaron su pie derecho con el izquierdo por encima usando dos clavos de forma que sus nervios y venas se le extendieron y desgarraron” (Las Profecías y Revelaciones de Santa Brígida de Suecia. Libro 1. Capítulo 10).

Pero en la historia no sólo utilizamos fuentes documentales, sino también hallazgos arqueológicos y aquí existen algunos ejemplos que nos hacen dudar de la imagen clásica que nos ha legado la tradición documental cristiana.

Aunque no fueron los primeros en utilizarla, los romanos emplearon el castigo de la crucifixión de manera muy extendida, siendo uno de los ejemplos más evidentes las crucifixiones masivas que se produjeron tras sofocar la rebelión liderada por Espartaco (Tercera guerra servil, 73-71 a.C.).

Anteriormente a los romanos la crucifixión parece que la utilizaron los asirios (todo lo referente a la guerra se les atribuye a ellos), los persas (Herodoto indicó que Dario I lo uso, The Histories, vols. 1:128.2; 3:132.2, 159.1), los griegos e incluso el mismo Alejandro Magno (con los supervivientes de Tiro). Aunque serían los cartagineses quienes la introducirían en el mundo romano.

Por los romanos sabemos que la muerte por el castigo de crucifixión era una de las peores condenas que podían existir. Los ciudadanos romanos estaban exentos de este castigo (eran decapitados), que era reservado para los esclavos, los piratas o los criminales más aborrecidos. Sólo existía una excepción para los ciudadanos romanos, el castigo de alta traición al Estado.

Las descripciones que tenemos de la crucifixión no son nada edificantes, pues el objetivo del castigo no era sólo humillar y matar al reo, sino mutilar y deshonrar su cuerpo.

Existían varias modalidades pero lo habitual era colocar al condenado en un travesaño de madera que se hacía elevar sobre un tronco hundido en la tierra. Luego se mantenía en esa posición mediante cuerdas o clavándole diversos clavos en las extremidades, tanto superiores como inferiores. El reo podía ser colocado con la cabeza hacia arriba o apuntando al suelo y la muerte era lenta y dolorosa; ésta no se producía por las heridas ocasionadas, sino por sofocación.

En efecto, el crucificado sufría enormemente intentando respirar, pues sus esfuerzos se veían dificultados por las heridas al ser calvado a la cruz. A eso había que añadir que numerosos pájaros carroñeros acudían a tomar parte del festín y que las heridas se infectaban durante los días que transcurrían hasta su muerte. En muchas ocasiones los soldados romanos se apiadaban del condenado rompiéndole las rodillas con un gran mazo. De esta forma no podía aguantar el peso de su cuerpo que caía a plomo sobre sus pulmones y lo terminaba asfixiando.

Aunque los romanos nos legaron varios ejemplos de crucifixiones en su dilatada existencia no fueron muy exactos a la hora de dar detalles sobre cómo colocaban a los reos en la cruz. Para ello debemos recurrir a la arqueología.

Y la principal fuente arqueológica que tenemos para averiguar un poco con más detalle la manera en la que crucificaban los romanos es la tumba de un hombre llamado Yehohanan, hijo de Hagakol, que había fallecido crucificado también en el siglo I. Aunque no podemos asegurar al 100% que Cristo y Yehohanan fueron crucificados del mismo modo, su proximidad cronológica si nos permite realizar varias inferencias válidas que nos aproximan mucho más a la realidad histórica de lo que parecen haber hecho las fuentes documentales.

La tumba se descubrió en Giv'at ha-Mivtar (Ras el-Masaref), al norte de Jerusalén, en el año 1968. Y lo importante de esta tumba fue encontrar en el hueso del talón un clavo oxidado, muestra de que había sido crucificado.

Aunque en el primer trabajo de los restos el profesor Nicu Haas, antropólogo de la Universidad Hebrea y Escuela de Medicina Hadasha, de Jerusalén, concluyó que un solo clavo de 18 cm había sido utilizado para asegurar los pies a la cruz, esta teoría fue desmentida posteriormente.

El último estudio, realizado por  el profesor Joe Zias y el doctor Eliezer Seketes, de la Universidad Hebrea y Escuela de Medicina Hadasha en 1985, demostraron que el estudio anterior tenía varios errores interpretativos. Sólo pudieron confirmar la existencia de un hueso de talón con un clavo de 11,5 cm. Es posible que el otro pie fuera clavado de la misma forma, pero sólo son conjeturas al no existir un resto que lo atestigüe.

Lo que está claro es que no hubo un gran clavo que atravesara ambos pies. La evidencia arqueológica nos parece indicar que el clavo se colocaba en el talón, atravesando de manera lateral el pie y no como se suele representar de manera canónica en los crucifijos cristianos.

¿Y qué pasa con los clavos de las manos? El estudio de este crucificado del siglo I también nos ofrece numerosas pistas sobre la manera en la que se sostenían los reos en la cruz.

En el primer estudio se aseguraba que los clavos se colocaban en los antebrazos, y para ello se basaron en diferentes arañazos y hendiduras que encontraron en los huesos. Diversos anatomistas avalaron tales conclusiones, alegando que de clavarse en las palmas estas se desgarrarían incapaces de sostener el peso del cuerpo.

Pero esto también fue discutido en la revisión posterior de Zias y Seketes, que concluyeron lo siguiente:

Muchos arañazos y hendiduras no traumáticas similares a éstas se encuentran en material esquelético antiguo. De hecho, se observaron dos muescas no traumáticas similares en el peroné derecho, que no están conectados con la crucifixión... Por lo tanto, la falta de una lesión traumática en el antebrazo y los metacarpianos de la mano parecen sugerir que los brazos de los condenados fueron atados en vez que clavados en la cruz”.
“[…] Existe una amplia evidencia literaria y artística para el uso de cuerdas en lugar de clavos para fijar el condenado a la cruz. Por otra parte, en Egipto, donde según una fuente original sobre la crucifixión, la víctima no fue clavado, pero sí atado.  Es importante recordar que la muerte por crucifixión era el resultado de la manera en que el condenado era colgado de la cruz y no la lesión traumática causada por clavarlo. Colgar de la cruz, dio lugar a un doloroso proceso de asfixia, en el que los dos grupos de músculos que se usan para la respiración, los músculos intercostales y el diafragma, se debilitaron progresivamente. Con el tiempo, el condenado fallecía, debido a la imposibilidad de continuar respirando adecuadamente”.

Por tanto, la crucifixión de Cristo se pareció, más que a las representaciones católicas que solemos ver en las iglesias, a algo parecido a lo que apareció en la película El Evangelio según San Juan (2003), del director Philip Saville. Aunque aquí también aparezcan los clásicos clavos en las manos, un mito que creo no se desterrará jamás.



¿Y qué ocurrió con los clavos de Cristo?

Como todos sabéis, las reliquias relacionadas con la cruz donde se crucificó a Jesucristo han dado mucho juego a lo largo de los siglos. Si la Vera Cruz fue dividida en múltiples fragmentos que se conservan en innumerables templos cristianos (los más señeros son la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma o el monasterio de Santo Toribio de Liébana, en Cantabria), los clavos también sufrieron una división memorable.

Dada la enorme cantidad de lugares donde se asegura poseer los clavos de Cristo los más fieles de las reliquias indican que se limaron y se fundieron en multitud de clavos repartidos, a partir de la Edad Media, por todo el orbe cristiano. Si de la madera de la Cruz de Cristo podemos obtener numerosos árboles, los clavos de Cristo no se quedan atrás: En Milán y Carpentras, localidad francesa, aseguran poseer el bocado para caballo que se realizó con dos de los clavos para el emperador Constantino. Pero ejemplos de clavos tenemos en la corona que se atesora en la Catedral de Monza, en el Palacio Real de Madrid, en la iglesia de Santa Maria della Scala de Siena, en la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén de Roma, en las catedrales alemanas de Colonia, Bamberg y Tréveris….

Os espero en la siguiente historia.

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Bibliografía:

Tzaferis, V. Jewish Tombs at and near Giv'at ha-Mivtar. Israel Exploration Journal Vol.20  (1970) pp. 18-32.
Zias and Sekeles, "The Crucified Man from Giv'at ha-Mitvar: A Reappraisal," Israel Exploration Journal  Vol 35 (1985) p. 22-26.
Lorente Acosta, M. 42 días. Análisis forense de la crucifixión y la resurrección de Jesucristo. Aguilar, 2007.
Hermosilla Molina, A. La pasión de Cristo vista por un médico. Estudio médico-histórico-artístico de la pasión de Cristo según la imaginería procesional de la Semana Santa sevillana. Guadalquivir, 2000.
Tarín, Santiago. Viaje por las mentiras de la historia universal. Verticales, 2007.

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