Cuando hablamos del uso, por parte de los
ejércitos, de armas químicas y biológicas, hoy en día pensamos en productos
modernos de elaboración científica. Nuestra mente se dirige hacia
acontecimientos recientes como el ataque a la ciudad de Duma (Siria) con el
agente nervioso sarín en abril de 2018, o algo anterior, la masacre de Halabja,
en donde las tropas iraquíes lanzaron en aviones diversas armas químicas en el
contexto de su guerra contra Irán (marzo de 1988), como gas mostaza, sarín,
tabun…
Si intentamos retrotraernos un poco más
atrás en la historia de las armas químicas la parada principal es la Primera
Guerra Mundial, lugar en el que se inició el uso masivo de agentes químicos
contra los ejércitos enemigos. Al contrario de lo que se suele pensar, el uso
de gas mostaza, gases lacrimógenos o el uso de fosgeno apenas supuso un 3% de
bajas mortales, aunque el temor provenía de las numerosas bajas no letales que
provocaba.
En esta primera guerra mundial también
tuvieron un importante protagonismo los lanzallamas. Un arma que podemos
considerar también biológica, pues aprovecha un elemento de la Naturaleza,
modificándolo, para vencer al enemigo.
Hoy en día nos movemos ante el temor de
ataques con virus, bacterias y toxinas creadas en sofisticados laboratorios,
capaces de atacar nuestros puntos débiles y crear una destrucción tan masiva
como incontrolada.
Pero, ¿acaso los antiguos no tenían los
mismos temores que nosotros respecto a las armas biológicas? En el siguiente
post veremos que sí.
Toda la información que vais a leer a
continuación proviene, en su mayor parte, del maravilloso libro Fuego griego, flechas envenenadas y
escorpiones: Guerra química y bacteriológica en la antigüedad (Adrienne
Mayor. Desperta Ferro, 2018). Se trata de una obra pionera en su género y que
hará las delicias a todos aquellos interesados en este aspecto tan concreto de
la historia militar antigua.
Tal como indica la autora de esta obra “entendemos
por guerra química
el empleo militar
de gases venenosos y materiales incendiarios,
incluidos los elementos abrasivos, cegadores
y asfixiantes y
los venenos minerales.
Las armas biológicas,
por su parte,
son aquellas basadas
en organismos vivos
y abarcan las
bacterias infecciosas, los virus, los parásitos y las esporas, agentes
todos ellos que pueden multiplicarse en el interior del cuerpo del individuo
infectado para incrementar
sus efectos y
tornarse contagiosos. El
uso hostil de toxinas vegetales y
sustancias venenosas derivadas de anima-les, insectos, reptiles, anfibios y
criaturas marinas constituye asimismo otra categoría de armas biológicas y otro
tanto sucede con los insectos y
demás animales empleados
con fines bélicos.
El arsenal bioquímico
comprende también sustancias y ondas nocivas o incapacitantes creadas
gracias a la biología, a la química o a la física para actuar sobre el cuerpo
humano, tales como
fármacos, bombas fétidas,
luces, ondas sonoras,
electroshocks, rayos calóricos
y demás armas
similares”. En esta amplia definición vamos a ver que en la
Antigüedad se utilizaron, de manera bastante habitual, armas biológicas con el
objeto de vencer al enemigo. Veremos precedentes de armas modernas como el
napalm o la táctica de propagar enfermedades de manera consciente.
Para una persona profana las armas
biológicas de la antigüedad que se le vienen a la mente son, básicamente, tres:
el uso de flechas envenenadas, la costumbre medieval de lanzar cadáveres
infectados al interior de las ciudades sitiadas para propagar enfermedades y el
fuego griego utilizado por Bizancio. Como comprobaremos a continuación, eso es
solamente la punta del iceberg.
¿Cómo
surgieron las armas biológicas?
El historiador Peter Krentz creo que supo
dar con la clave: “A medida que los combates
se volvieron cada vez más destructivos una nueva y nostálgica ideología de la guerra
comenzó a desarrollarse”. En efecto, en los largos asedios, contra enemigos
que les superaban ampliamente en número o armamento, o en las guerras de
exterminio, en donde toda la población era el enemigo, el ideal de guerra justa
dejaría paso al empleo de estas tácticas de dudosa ética. No es casualidad que
reaparecieran con inusitada eficacia en la Primera Guerra Mundial,
caracterizada por infinitas trincheras que impedían el avance efectivo de las
tropas.
¿Qué
consideración tenían las armas biológicas en la Antigüedad?
Como en la actualidad, el uso de este tipo
de armas generaba una fuerte controversia. Los autores clásicos describían a
los que las usaban con duras palabras, desaprobando su utilización. Tal vez uno
de los testimonios más elocuentes sea el de Tucídides sobre la Guerra del
Peloponeso: “La victoria ganada mediante
la traición” se equiparaba a una “inteligencia
superior” y “la mayoría de la gente
se apresta a llamar inteligencia a lo que no es sino mera vileza”. No
obstante, su uso fue generalizado y pasado el tiempo encontramos la siguiente
opinión de un militar romano llamado Vegecio: “Es preferible someter al enemigo mediante el hambre, el
saqueo y el terror que en un combate abierto, pues en el campo de batalla la
fortuna suele tener más peso que el coraje”. Escrito en el año 390 d.C., el
Imperio Romano se veía superado por múltiples frentes y cualquier método de
defensa se consideraba válido.
Por tanto, a pesar de los problemas éticos
que suponía el uso de este tipo de armas, su frecuencia en los campos de
batalla nos indica que eran utilizadas con más frecuencia de la que podríamos
imaginar.
¿Cuándo
surgieron las armas biológicas?
No podemos asegurar nada al respecto, pero
la inclusión de armas biológicas en los principales mitos griegos nos informa
de que ya debían existir desde mucho antes de las crónicas históricas. Pues los
mitos no dejan de ser explicaciones sobre sucesos reales.
Para
los griegos, el inventor de las armas biológicas fue el famoso Hércules.
En su enfrentamiento con la Hidra, al vencer a la serpiente de múltiples cabezas,
decidió rociar las puntas de sus flechas
con la sangre venenosa del animal, lo que supuso tener un arma de mortal
eficacia contra sus enemigos.
Hércules luchando contra la hidra. Zurbarán (1634). Museo del Prado. Madrid. |
Ahora bien, su uso desencadenaría
circunstancias impredecibles imposibles de controlar que afectarían a los
amigos del héroe e incluso a él mismo. No en vano, Hércules morirá debido a ese
mismo veneno. Y la poética descripción de su muerte que nos ofrece, por
ejemplo, Ovidio, con unos efectos abrasadores son muy similares a los que tiene
el veneno de serpiente (víbora dipsas).
Por tanto, podemos inferir que los griegos utilizaban veneno de serpiente para
hacer sus flechas más mortíferas, pues la descripción del mal que provocaban
recuerda de manera exacta al de una picadura de serpiente.
No sólo Hércules utilizó flechas
envenenadas, sino que en la mitología griega tenemos numerosas referencias. Sus
flechas envenenadas fueron entregadas a Filoctetes, héroe aqueo de la Guerra de
Troya que dio muerte al troyano Paris. El “príncipe de la hermosa figura”, causante
de la guerra entre troyanos y aqueos por el rapto de Helena, a su vez, había
matado a Aquiles con una flecha envenenada del dios Apolo, la cual impactó en
su único punto débil, el talón.
Aquiles herido en el talón por Paris. C.A. Gumery (1850). |
Al igual que Hércules, el uso de estas
armas de potencial daño termina generando un mal similar al que desata esta
fuerza de la naturaleza. Paris murió por el mismo veneno. Y Filoctetes, que
sufrió un accidente con una punta de flecha envenenada, aunque no murió
sufriría grandes penurias.
Otro héroe mitológico que utilizó armas
biológicas fue Odiseo (el famoso
Ulises romano). Apodado el astuto, podemos considerarlo el primero que utilizó toxinas vegetales venenosas para untar sus
flechas y hacerlas más mortíferas. Para ello fue a la región de Éfira, a
por plantas venenosas como el acónito, el eléboro negro o la belladona. No se
libraría de la maldición nuestro querido héroe, pues moriría por la púa
venenosa de un pez raya.
Pero no todo podemos encuadrarlo en los
mitos, sino que también tenemos pruebas históricas sobre el uso de armas
biológicas en las fuentes escritas.
¿Qué
fuentes históricas nos hablan de flechas envenenadas?
Numerosos autores antiguos nos describen
guerreros y pueblos que utilizaban flechas envenenadas en sus enfrentamientos
bélicos con el objeto de atemorizar a sus enemigos y causar un daño mayor.
Debemos pensar que cualquier arquero, por escasa que fuera su destreza,
aumentaba considerablemente su eficacia de tiro si envenenaba sus flechas, pues
cualquier rasguño lograba hacer caer a un oponente e insuflar un terrible pavor
al resto que le acompañaban.
En las crónicas y relatos de los
escritores grecorromanos encontramos que numerosos pueblos utilizaban veneno de
serpiente en sus flechas, sin duda la ponzoña más letal y peligrosa de todas.
Galos, Dacios, Dálmatas, Sármatas, Armenios, Partos o Indios son solo algunos
de ellos.
Los
escitas, un pueblo bárbaro de Asia Central, eran temidos por los griegos por el
uso de sus temibles flechas envenenadas con su temible scythicon, una receta que contenía veneno de víbora, sangre humana,
estiércol y restos de víboras descompuestas. La muerte ante un impacto de estas
flechas estaba asegurada, en la mayor parte de los casos, en menos de una hora.
En el improbable caso de sobrevivir, la herida era incapacitante, pues nunca
dejaba de supurar.
Otros expertos en venenos eran los
habitantes de la India, algo a lo que tuvo que enfrentarse Alejandro Magno en
su expedición tras la conquista de Persia. Diodoro de Sicilia informó que en su
ataque a la ciudad de Harmatelia (actual Mansura, Pakistán), en el 326 a.C.,
las huestes de Alejandro Magno sufrieron notables bajas debido a que los
defensores usaban armas con veneno. Su descripción de los efectos del veneno de
víbora es espeluznante: al entumecimiento inicial le seguía fuertes dolores y
violentas convulsiones que provocaban el vómito. La herida exudaba un líquido
negro y comenzaba a extenderse una gangrena violácea que anunciaba una muerte
horrible.
¿Qué
otras armas biológicas utilizaron los ejércitos antiguos?
De manera general, numerosos pueblos
utilizaron venenos naturales para hacer claudicar a sus enemigos, logrando
utilizar la Naturaleza en su propio beneficio.
En los asedios a las ciudades un buen
método para terminar con la resistencia es envenenar a los defensores de algún
modo. Y la manera más sencilla es a través de algún bien necesario y escaso,
como el agua. Tenemos como primer caso documentado la toma de la ciudad de
Cirra en el año 590 a.C. Una coalición liderada por Atenas y Sición atacaron la
ciudad y, ante la defensa a ultranza de sus habitantes, decidieron envenenar sus fuentes de agua con eléboro. Esta planta era uno de los venenos
más famosos y la sobredosis de sus toxinas podía generar desde vómitos y
diarreas severas hasta muerte por asfixia o paro cardiaco. La debilidad y
muerte de los habitantes de Cirro los llevó a su derrota definitiva, siendo la
ciudad destruida totalmente.
Años más tarde, en el 478 a.C., los
atenienses envenenaron sus propias reservas de agua cuando tuvieron que huir de
Atenas ante la inminente llegada de los persas de Jerjes, en una táctica de
tierra quemada muy común a lo largo de la historia.
Esta táctica militar fue continuada por
los romanos y muchos otros pueblos posteriormente. De los romanos tenemos el
caso relatado por el historiador Floro, quién acusó a Manio Aquilio de haber
sofocado una revuelta en Asia en el 129 a.C. utilizando el indigno recurso de
envenenar las cisternas de agua de las ciudades rebeldes.
Otra manera de debilitar y aniquilar a un
enemigo mediante armas biológicas era propagando
una enfermedad. A todos nos viene a la cabeza la propagación de la peste
negra por los mongoles, en su asedio a la ciudad genovesa de Cafa, lanzando
cadáveres infectados al interior de los muros. Pero podemos retroceder mucho
más tiempo hacia atrás para comprobar que esto mismo ya se utilizaba en la
antigüedad.
El primer caso documentado se encuentra en
unas tablillas cuneiformes que pertenecen a los hititas, civilización de
Anatolia de la Edad del Bronce que tuvieron su máxima expansión entre los
siglos XIV-XIII a.C. Según el texto, los hititas condujeron hacia territorio
enemigo tanto animales como personas infectadas por algún tipo de enfermedad
contagiosa. Su intención era inequívoca: “Que
el país que los acepte se quede también con esta terrible plaga”.
Otro ejemplo lo tenemos en las doncellas
venenosas, mujeres que podían provocar la muerte con un simple beso al estar
infectadas o contener veneno. Tanto el rey indio Chandragupta como Alejandro
Magno tuvieron que enfrentarse a estos regalos envenenados de sus enemigos
Un último caso más sofisticado lo tenemos
en Roma. Dion Casio, historiador del siglo II d.C., relató dos epidemias
propagadas intencionadamente de forma similar. La primera ocurrió en el reinado
de Domiciano y la segunda durante el de Cómodo. En ambas los conspiradores
utilizaron agujas bañadas con ponzoña para extender la enfermedad pinchando
disimuladamente a las víctimas. El pánico desatado por estos rumores nos
recuerda la histeria creada con los ataques de ántrax en los EEUU durante el
año 2001. De nuevo tenemos la conexión del miedo junto al arma biológica,
logrando un doble efecto desmoralizador (tanto en la víctima como en los que la
rodean).
Otra arma biológica bastante elemental es
el uso de animales. Y no me refiero
a extraerles el veneno, sino entrenar animales para la batalla o, en el peor de
los casos, lanzar animales salvajes contra el enemigo confiando que su instinto
de ataque se active.
Entre los primeros, caben destacar los
elefantes de guerra. Formidables guerreros a los que se enfrentaron las tropas
de Alejandro Magno o los romanos en varias ocasiones (ante Pirro y Aníbal). En
ambas ocasiones, el temor inicial que provocaron estos paquidermos fue resuelto
con ingenio. Alejandro Magno calentó figuras de bronce al fuego y las colocó en
la vanguardia, asustando a los elefantes que cargaron contra ellas creyendo que
eran el enemigo. Más verídico parece el relato de los romanos que lograron
dispersar a los elefantes de Pirro utilizando cerdos, pues su gruñido era insoportable
para los elefantes.
Plato decorado con elefante de guerra. Museo Nacional Etrusco. Roma |
En otras ocasiones, se elegían animales
peligrosos y se lanzaban contra el enemigo con la confianza de diezmar sus
filas. Fue el caso del envío de feroces osos contra los sitiadores romanos en
el Ponto en el año 72 a.C. o en el catapultado de colmenas en los sitios, algo
muy utilizado por los romanos. No obstante, el destino les devolvería esta
táctica en el asedio romano a la ciudad de Hatra, en Mesopotamia, en el año 199
a.C. Allí los defensores arrojaron a los romanos vasijas precintadas llenas de
escorpiones y chinches que diezmaron a los atacantes.
Por último, voy a mencionar el uso del fuego como arma de guerra. Las
flechas incendiarias ya fueron utilizadas por el ejército asirio en el siglo IX
a.C., tal como nos confirman numerosos relieves encontrados. Ahora bien, el
fuego como arma necesitaba una mejora en cuanto a potencia y durabilidad. Y eso
se consiguió con aditivos químicos que mejoraron ambos aspectos.
Gracias al uso de resinas vegetales (como
la brea obtenida de las coníferas) los fuegos resisten al agua y arden
vivamente; además, añadir azufre conduce a fuegos más potentes y que producen
compuestos tan corrosivos como el ácido sulfúrico o tóxicos como el dióxido
sulfúrico; la cal viva tiene la particularidad de potenciarse con el agua, por
lo que fue utilizada para extender el fuego entre el enemigo asustado e incluso
para encenderlo de manera sorprendente.
Estas mezclas bioquímicas fueron
utilizadas en lanzallamas por los beocios (más información aquí)
o en el arma romana denominada falárica.
Pero si existió un arma definitiva que durante siglos atemorizó a todas las
tropas ese fue el denominado fuego griego. Montado en sus barcos, era un arma
totalmente destructiva que reducía a cenizas a los barcos enemigos. El fuego se
expandía por el agua y abrasaba flotas enteras.
Fuego griego. Codex Skylitzes Matritensis, Bibliteca Nacional de Madrid. |
Los bizantinos no sólo lograron crear un
compuesto destilado sumamente potente y estable para no incendiar sus propios
barcos con algún accidente, sino que desarrollaron una bomba de sifón capaz de
lanzar el fuego a una considerable distancia y quemar a los barcos enemigos
antes de sufrir daño alguno. Muchos comparan aquel compuesto con el napalm
actual, por su resistencia al agua, sus altas temperaturas y su pegajosidad.
Pero en la mente de nuestros antepasados la sensación era como la de
enfrentarse a un arma similar a una bomba atómica.
Como hemos podido comprobar, aunque hoy en
día pensamos que el ser humano idea armas de guerra muy sofisticadas, nuestros
antepasados, con sus medios mucho más limitados, crearon equivalentes muy
similares. En la Antigüedad hubo miedo al contagio de enfermedades, al uso de
venenos peligrosos, a la utilización de animales como arma de guerra o al
empleo del fuego en las batallas, algo que tenía escasas contramedidas en la
época. Respecto a las armas biológicas, parece que la tecnología avanzó mucho,
pero las ideas y los miedos sobre ellas siguen siendo los mismos. Poco hemos
avanzado en estos escasos tres milenios.
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