Tengo que reconocer que me costó cierto esfuerzo ver
la película protagonizada por, entre otros, Luis Tosar y Eduard Fernández. Y no
por los magníficos actores que participan en ella, cuyas actuaciones son
encomiables y dignas de mención.
Tenía cierto reparo a sentarme a verla por las
críticas negativas que había tenido. Críticas basadas en algo tan importante en
una película histórica como el enfoque mismo del suceso. Pues si se pretende
realizar una película histórica, lo mínimo, es mostrar la historicidad tanto
del decorado como de los personajes. Si en lo primero, un mero aspecto técnico,
la película es brillante, en lo segundo volvemos a recibir un producto
pseudohistórico que no deja de ser una reinterpretación histórica de un
episodio pasado bajo la visión y mentalidad de una persona del siglo XXI.
Veamos un poco qué fue el sitio de Baler.
Para conocer la historia del sitio de Baler podemos
recurrir a una fuente oral de un testigo
directo. Se trata del relato escrito por el teniente Martín Cerezo, uno de
los protagonistas del sitio y quién terminó desempeñando el mando de la
compañía sitiada por los filipinos.
Si leemos su relato de los sucesos, tal vez, como
indicó Batista González, la última “Crónica de Indias”, veremos unas páginas
que desprenden sentimientos como el valor, honor, el patriotismo o la
abnegación por un deber que trasciende al individuo. Todo ello entiendo que son
sentimientos muy alejados de la actualidad. Alejados y, por lo que desprende la
película, despreciados.
Pero, aunque caducos y, en parte, vacíos de
significado, eran los sentimientos que entonces tenían aquel contingente de
españoles sitiados en una diminuta iglesia. Eran los sentimientos que cualquier
película histórica que trate sobre aquellos sucesos debe mostrar.
En cambio, el film
que nos ofrece el productor, Enrique Cerezo, es una interpretación subjetiva bajo el prisma del, tan de moda hoy día, antibelicismo. No es la primera
película que comento que tiene un trasfondo antibelicista y se me puede juzgar
por tener doble rasero respecto a películas foráneas y propias. Puede ser,
nadie está libre de culpa.
Pero en mi humilde opinión, el sitio de Baler
requería realizar lo que despectivamente llamamos una “americanada”. Un “Álamo”
hubiera sido más fiel a la historia que el producto final que nos ofrece el
director. Por ello, debo indicar que no me gusta el enfoque general que se le da
a la película. Lo que no quiere decir, que bajo el prisma en que se construye,
no tenga valor. Si queremos descubrir el pensamiento social actual (ignoro el
porcentaje de coincidencia total) en una película que utiliza para ello un
suceso histórico pasado se trata de un excelente producto cinematográfico. Ni
es el primero ni será el último. Si deseamos aproximarnos a la historia del
suceso no lo lograremos con esta película.
Ya Azorín,
al comentar el relato ofrecido por el teniente Martín Cerezo, comparó Baler con Numancia. Estas
fueron sus palabras:
“Duró la
defensa 337 días —se escribe eso rápidamente—. No se piensa lo que esos 337
días representan en un local cerrado, infecto, sin víveres, sin ropa, inundados
por la lluvia, sin sal, sin agua saludable, sin zapatos, azotados par la
epidemia, sin poder dormir. ¡337 días de ansiedad, de constancia, de heroísmo!
¡Sí, desde Numancia no se ha dado caso tan extraordinario en España!”.
Si un director actual realizara una película
antibelicista contextualizada en el sitio de Numancia nadie daría crédito
histórico a la misma. Simplemente, por la gran diferencia de espacio temporal.
La proximidad relativa de 1898 puede
hacer confundir a cierto público sobre la realidad del suceso histórico. Pero
nada más lejos de la realidad. Aquellos hombres que resistieron en la iglesia
de Baler se encontraban, social e ideológicamente, tan alejados de nosotros
como los numantinos a los que derrotó Escipión.
Por ello, por dar una versión más histórica del
suceso del sitio de Baler os voy a contar algunos pasajes que más me gustaron
de la crónica realizada por el teniente Cerezo. Luego, que cada cual compare,
relato y película, y saque sus propias conclusiones.
Lo primero que debemos contextualizar son las cifras de los contendientes. Por parte
española tenemos un aislado contingente de tropas españolas formado por 50
hombres. Les rodean unos 1500 filipinos.
El número de
bajas resulta muy elocuente para considerar este episodio como una de las
gestas más importantes del ejército español: 17 bajas en el lado español (15 murieron
de beriberi o disentería y 2 por heridas de combate), a los que habría que
sumar 6 deserciones y 2 fusilamientos por intento de deserción. Por el lado
filipino se estiman unas bajas, entre muertos y heridos, de 700 hombres.
El libro de Cerezo desprende valor y honor en
combate por los cuatro costados. Algo que estamos muy acostumbrados a ver en
las películas norteamericanas.
Uno de los primeros
ejemplos lo tenemos en una acción heroica
llevada a cabo por uno de los soldados al que más apego (ficticio) puedo tener.
Gregorio Catalán Valero, natural de Osa de la Vega, Cuenca, comparte el segundo
apellido conmigo. Y teniendo en cuenta que mi madre es conquense no me
sorprendería que pudiera ser un primo lejano. Por ello, se me quedó grabada su
acción militar, encaminada a impedir que los sitiadores terminaran de
atrincherarse alrededor de la iglesia. La relata Cerezo en estos términos:
“Faltaba poco
ya para cerrar completamente aquel cinturón de trincheras y vimos que para
broche o término las dirigían al cuartel de la Guardia Civil, situado a menos
de 15 pasos de la iglesia, frente a la esquina de la parte nordeste. Desde allí
era indudable que podían hacernos mucho daño, tanto por la cercanía y
condiciones del edificio, como por el dominio que hubiera podido facilitar
contra nosotros. Era preciso evitarlo a todo trance, y así lo hizo Gregorio con
una serenidad y un arrojo verdaderamente admirables. Salió y bajo un fuego
nutridísimo incendió, no solamente dicho cuartel, sino que también las
escuelas, pero con tal habilidad y reposo que las tres construcciones quedaron
arrasadas completamente, muy a despecho de aquella nube de insurrectos que, aún
siendo tantos, no se atrevieron a desafiar nuestro plomo, saliendo a pecho
descubierto para impedir la realización de aquella empresa. Gregorio Catalán
debe de vivir todavía. Si leyere estas páginas reciba con ellas la modestísima
recompensa con que yo puedo enaltecerle”.
No fue la única acción heroica del destacamento. Salidas
como estas para aliviar la presión sitiadora se repitieron en otras ocasiones,
como la protagonizada por Juan Chamizo Lucas. No obstante, me sorprendió, por
admirable, la acción de Francisco Rovira Mompó:
“El 30 de
Septiembre mató la disentería otro soldado, Francisco Rovira Mompó, digno de
mejor suerte por su arrojo y sus condiciones de carácter. Este valiente se
hallaba enfermo de gravedad, con las piernas inútiles, porque padecía también
del beri-beri, cuando en una ocasión se hizo tan recio el fogueo del enemigo,
que todos creímos en la inminencia de un asalto; pretendió levantarse; no pudo
sostenerse, y arrastrándose fue a colocarse junto al agujero de la puerta; allí
armó su fusil con el cuchillo y, tendido en el suelo, casi espirante, aguardó
que se presentara el adversario”.
La disentería
fue el enemigo más cruel que atacó a los sitiados, a los cuales dejó sin demasiada
moral. En la obra de Cerezo se relatan múltiples escenas dramáticas referidas a
ella, aunque ninguna tan melodramática como la que se refiere a la confección
de listas llamadas expediciones al otro
mundo.
La escasez de
medios y las penurias que sufrieron los sitiados son narradas con humildad
y precisión de detalles: falta de ropas adecuadas, comida podrida, creación de
zapatos artesanales para evitar contagios y enfermedades, uso de los heridos y
enfermos para realizar guardias… La comida de Año Nuevo, tras medio año de
bloqueados, fue memorable: “El día de Año
nuevo tuvimos rancho extraordinario de habichuelas con manteca. Manteca rancia
y habichuelas que, sólo por extraordinario también, podían considerarse
comestibles”.
Las tácticas
enemigas para rendir la iglesia fueron muchas. Cerezo relata múltiples:
cartas, amenazas, promesas de respeto a las personas en caso de rendición, sonido
de trompetas por diferentes lugares para hacer creer en un ejército mayor,
fuego continuo durante horas y horas, presión psicológica con voceros, contra-información
falsa, mentiras variadas respecto a la situación en el exterior, uso de los
desertores para desanimar a la tropa… Uno de los mejores recursos para combatir
los gritos enemigos instando a rendirse me pareció la idea de cantar y bailar
en el patio, lo que también contribuía, en parte, a mejorar la moral de la
tropa. Los sitiadores también recurrieron a ello y les cantaban: “«Castilas,
gualán babay» (españoles, no tenéis mujeres)”. Algo, por cierto, que refleja la
película.
No obstante, un punto épico fue cuando en una
misiva, los tagalos (así se los denominaban entonces) pedían la suspensión de hostilidades y
permitían que un soldado saliera y se abasteciera de lo que necesitara. Por los
desertores habían tenido noticias de la escasez de alimentos y deseaban poner
remedio a tantas penurias. Como gesto de buena voluntad incluyeron tabaco. Los
españoles, muy suyos en el tema del honor, hicieron lo siguiente, según nos
relata Cerezo: “ dímosle gracias por su
atención y ofrecimiento, diciéndole que teníamos de sobra toda clase de víveres
y en justa correspondencia del obsequio le remitimos una botella de Jerez, para
que brindase a nuestra salud, y un puñado de medias regalías. A la hora
señalada volvimos a reanudar las hostilidades, que ya no volvieron a
interrumpirse durante todo el sitio”.
Sirva de ejemplo lo anterior para comprobar cómo en
alguna de las respuestas que dieron los
españoles a sus enemigos, cuando éstos intentaban conminarles a rendirse,
vemos la altanería y el honor que desprendían nuestros militares. Respuestas
valerosas dadas las precarias situaciones en las que se encontraban:
“A las doce
del día de hoy termina el plazo de su amenaza; los oficiales no podemos ser
responsables de las desgracias que ocurran, nos concretamos a cumplir con
nuestro deber, y tenga usted entendido que si se apodera de la iglesia, será
cuando no encuentre en ella más que cadáveres, siendo preferible la muerte a la
deshonra”.
La última misiva del capitán Enrique de Las Morenas
fue la siguiente, el 20 de noviembre de 1898, dos días antes de morir a causa
del beri-beri:
“Para
demostrarles una vez más los filantrópicos sentimientos de los españoles, si
deponen su actitud y nos rinden las armas, todo quedará en el olvido, pudiendo
volver desde luego sus moradores al poblado”.
Y para todos aquellos que duden sobre el obcecamiento de Cerezo a rendirse es
interesante leer su relato y comprobar la evolución psicológica y mental
durante un sitio tan prolongado. Las diversas estratagemas utilizadas para
rendirles con engaños y la imposibilidad “teórica” de perder de golpe la
colonia fueron poderosos condicionantes.
Además, tal como bien alega, faltas para rendirse no
tenían y si resistieron fue por su concepto del deber y por las penurias que
llevaban arrastrando. Estas son sus palabras: “Seguramente que los placeres de Baler no serían la rémora que me
aconsejaba tales dudas; nadie como nosotros deseaba que terminase todo aquello,
mudar aquellos aires, y acabar de una vez, si las circunstancias lo exigían;
pero allá en mi memoria se reproducía el artículo 748 del Reglamento de Campaña,
estaba terminante y yo no podía comprobar la veracidad de aquel mandato, no
podía salir de aquel puesto de honor sin cerciorarme de que no era víctima de
una estratagema de guerra; de que no podría inculparse después mi credulidad a
mis deseos; de que obedecía una orden”.
Más adelante podemos leer lo siguiente: “El trance no podía ser más difícil.
Llevábamos de asedio la friolera de 282 días, hacía ya 137 que me había hecho
cargo del mando, por fallecimiento de Las Morenas. El honor militar estaba, pues,
a cubierto y bien cubierto; la necesidad era grande; pero al rendirnos teníamos
que humillar la bandera, vivir de la clemencia de aquella chusma que nos
rodeaba enfurecida, entregarse al escarnio de nuestros infames desertores… Me
faltó valor para ello y decidí que se continuara la defensa”.
El tema de los
desertores es uno de los escasos aciertos que tiene la película. Existieron
varios y Cerezo nos relata cumplidamente algunos de ellos. Me parece indicado
destacar el siguiente como ejemplo:
“Una grata
noticia, si es que puede ser grato el castigo del criminal, llegó a nosotros
por aquellos sacerdotes. Jaime Caldentey, cuyas revelaciones debieron de
incitar al asalto que tan a punto estuvo de finalizar la defensa, había sido
muerto, y lo había sido precisamente al demostrar su animosidad contra
nosotros. Al día siguiente de su pase al enemigo quiso dispararnos un cañonazo
y al intentar hacerlo cayó atravesado por uno de nuestros proyectiles. En la
serie de los acontecimientos humanos hay muchas veces coincidencias tan
extrañas que aún al menos creyente, al más escéptico, hacen pensar en los
fallos supremos de una justicia inexorable, la justicia de la Divina
Providencia”.
A finales de febrero tres soldados son acusados de
querer fugarse, tal como confesaron posteriormente. Fueron arrestados y
confinados con grilletes en el baptisterio. A primeros de mayo, aprovechando un
ataque tagalo, uno de ellos escapó y se apresó a los otros dos cuando tenían ya
los grilletes sueltos. Mientras el fugado, apellidado Alcaide, profería
insultos y daba instrucciones a los sitiadores sobre la situación de los
españoles, así como de los puntos débiles de su defensa, los apresados se
jactaban de que pronto caerían por aquellas informaciones.
El fusilamiento de los dos reos fue ineludible en el
momento en el cual Cerezo preparaba escapar al bosque y abandonar la iglesia
ante la imposibilidad de mantenerse más tiempo allí fortificados. Su relato
sobre ello es el siguiente: “La ejecución
se realizó sin formalidades legales, totalmente imposibles, pero no sin la
justificación del delito. Era una medida terrible, dolorosa; que hubiera yo
podido tomar a raíz del descubrimiento de los hechos, y que hubiese debido
imponer sin contemplaciones cuando la intentona de fuga; que había ido
aplazando con el deseo de que otros la decidieran y acabasen, pero que ya era
fatal y precisamente ineludible. Mucho me afligió el acordarla; busqué un
resquicio por donde poder librarme de semejante responsabilidad, y no pude
hallarlo sin contraer yo mismo la de flojedad en el mando, y, sobre todo, la
muy grave y suprema de comprometer nuestra salvación al retirarnos. Fue muy
amargo, pero fue muy obligado. Procedí serenamente, cumpliendo mi deber, y por
esto, sin duda, ni un solo instante se ha turbado jamás la tranquilidad de mi
conciencia”.
Entre los
aspectos más controvertidos de la película, históricamente hablando, se
encuentran los siguientes:
Dos de los párrocos que dieron aliento espiritual a
los sitiados fueron fray Juan Bautista y fray Félix, aunque ninguno de ellos
aparece. En cambio si aparece fray Cándido Gómez-Carreño Peña, párroco de
Baler, fallecido en el asedio. Aunque más joven en realidad de lo que aparece
en la película, el mayor error histórico al tratar este personaje es mostrarlo
como un adicto al opio, autosuministrador de su eutanasia y algo descreído de
sus creencias. Demasiadas licencias artísticas para retratar un personaje real.
Las continuas blasfemias de los soldados no debían
ser algo normal en la época, aunque hoy día nos parezca una visión más actual.
De nuevo, reinterpretamos el pasado bajo el prisma de nuestro presente.
Saturnino Martín Cerezo terminó el prólogo de su obra de la siguiente manera: “Y… Nada más. Paz a los muertos, reflexión a
los vivos y una oración a Dios pidiéndole que nos ilumine y nos proteja”.
Sobre Saturnino Martín Cerezo hay que advertir que
la película deforma en parte su ideología y recuerdo. Él, tal como se
desprenden de las palabras que dejó escritas, era un patriota fiel a su
obligación como soldado. En la película, en cambio, se representa como alguien
que no se rinde por no tener nada que perder (su familia había muerto). Existe
un importante trecho ideológico en este asunto. La no rendición de Cerezo se
debió a su obligación como soldado, llevada hasta extremos insospechables.
Conviene recordarlo y anotarlo. La muerte de su familia no supuso la piedra
angular de esa resistencia a ultranza, sino un peso menos con el que
sobrellevar mejor la difícil situación. El sacrificio por la patria y el honor,
aunque hoy suene lejos para la sociedad actual, fue lo que movió a Cerezo y a
sus hombres a aguantar el asedio.
Por lo anterior, no se entiende la escena de
humillación con la que el guionista nos regala al final de la película, cuando
un soldado reprocha su actitud de defensa a ultranza a Cerezo. Lejos de estar
avergonzados con su oficial al mando, aquellos soldados estaban orgullosos de
haber actuado conforme a lo que se esperaba de ellos. No entra en la cabeza de
nadie que un solo hombre obligara a semejantes privaciones a toda la tropa si
entre ellos nadie pensara igual que su mando. ¿Hubo momentos de flaqueza? Por
supuesto. Muchos. Y los mandos están para dar ejemplo y gestionarla
adecuadamente.
El personaje del sargento Jiménez es totalmente
inventado y muestra, por ello, el pensamiento subjetivo del guionista sobre lo
que deseaba hacer en el largometraje. Un malo malísimo con el objeto de desprestigiar
la memoria de aquellos soldados y crear un enfrentamiento irreal con los
filipinos, dicho sea de paso. Enfrentamiento inexistente actualmente desde la
implantación del Día de la Amistad Hispano-Filipina, cuya primera celebración
se celebró el 30 de junio de 2003 en honor a los héroes de Baler. Si los
filipinos luchaban por su independencia y libertad, algo loable y justificado,
los españoles allí presentes lo hicieron por su deber con su patria. Ambos
lucharon bravamente y sin odio mutuo, lo que queda de manifiesto en la
consideración de héroes y amigos de Filipinas a aquellos soldados, y no
prisioneros de guerra.
Por último, y por no seguir mucho más, indicar que
el asunto del fusilamiento de los presos acusados por deserción se interpreta
en la película de una forma realmente alejada de los hechos reales narrados por
los protagonistas de aquellos sucesos.
La
grandeza de este episodio no fue la derrota inútil. El
sinsentido de una resistencia a ultranza. No. Fue la demostración de que se
pueden defender los valores de una patria sin atentar contra el enemigo. Que se
puede perder y reconocer la derrota. Que se puede ganar y reconocer el valor
del rival. Que los hombres de honor, tras el enfrentamiento, son capaces de
digerir el resultado y marcharse con orgullo del campo de batalla, con la
conciencia tranquila del deber cumplido. Nada de eso pude inferir de la
película y, por ello, no me gustó.
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