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domingo, 4 de septiembre de 2022

El napalm fue un invento moderno


Hoy vamos a realizar un bonito ejercicio de anacronismo histórico. Vamos a comparar dos sucesos, uno real y otro mitológico, para comprobar la existencia de armas bioquímicas en la Antigüedad, el uso del fuego como arma para acabar con las personas, el rechazo natural que este tipo de armas crean en la opinión pública y el sufrimiento que generan en las víctimas y en las personas que les rodean.

Tras hacerlo comprobaremos que ni nuestra mentalidad ni nuestro temor han cambiado a pesar del paso de los siglos. ¿Os animáis a seguir leyendo?


Vamos a prestar atención a estas dos imágenes.


La primera creo que necesita poca explicación, pues se trata de una de esas fotos icónicas del siglo XX que describen por sí mismas un suceso histórico.

La imagen fue tomada por el fotógrafo Huỳnh Công Út (conocido como Nick Ut) el 8 de junio de 1972 siendo posteriormente galardonada con el premio Pulitzer. No obstante, más que por el premio, este joven fotógrafo de 21 años fue admirado mundialmente por salvar la vida de aquella niña. Le echó agua en las heridas, la llevó a un hospital cercano y peleó con los médicos para que la atendieran, pues le decían que estaba desahuciada.

La fotografía muestra a una niña de nueve años, de nombre Phan Thị Kim Phúc, que corre desnuda, llorando a raíz de las quemaduras que le ha provocado un ataque aéreo survietnamita. Si hubiéramos estado allí la habríamos escuchado gritar: “¡Muy caliente, muy caliente!

Ese día, un escuadrón de aviones lanzó bombas de napalm en los alrededores de la población de Trang Bang. El objetivo era atacar supuestos escondites del Viet Cong en la zona, pero también terminaron alcanzando a civiles que huían de los combates. A esta niña, el bombardeo la supuso quemaduras en el 65% de su cuerpo, el internamiento durante 14 meses en un hospital y 17 operaciones de injerto de piel para superar las quemaduras producidas por el napalm. Como bien dijo después, “el napalm es el dolor más terrible que se pueda imaginar”.

Esta instantánea removió las conciencias de la opinión pública estadounidense y se considera que terminó de convencer al país de la necesaria retirada de Vietnam y del final definitivo de su participación en esa guerra.

El napalm, acrónimo de ácido nafténico y ácido palmítico, los dos ingredientes con los que se fabrica, es un producto derivado del petróleo con textura gelatinosa. Es muy combustible y arde muy lentamente. Salvo por la total inmersión en agua o la privación de oxígeno puede arder indefinidamente.

Las bombas de napalm ya fueron utilizadas durante la Segunda Guerra Mundial en lo bombardeos sobre Dresde, por ejemplo. Pero su fama mundial le vino de la Guerra de Vietnam y esta fotografía tuvo mucha culpa.

Aunque muchos podéis pensar que los horrores de la guerra moderna son propios de nuestros tiempos, hace algo más de 2.000 años existió otro episodio similar que conmocionó a nuestros antepasados de la misma manera que la fotografía anterior. Prestemos ahora atención a la otra fotografía.


Se trata del detalle de un sarcófago que se conserva en el Altes Museum de Berlín. Denominado el sarcófago de Medea, fue encontrado en la Puerta de San Lorenzo, en Roma, y data del 150 d.C.

Nuestro interés hacia este sarcófago se basa en que narra, mediante artísticos relieves, la historia de la horrible muerte de Creúsa. La cual, como veremos, guarda un gran parecido con la fotografía de la niña del napalm.

Esta leyenda mitológica forma parte de la tragedia realizada por Eurípides, Medea, compuesta en el año 431 a.C. y representada por primera vez en la 87ª Olimpiada.

Medea era una bruja que ayudó a Jasón (el jefe de los argonautas), a conseguir el vellocino de oro. Por ello, el héroe griego se casó con ella y tuvo varios hijos. Pero pasado el tiempo, Jasón se enamoró de la hija del rey de Corinto, Creúsa. El monarca, Creonte, aceptó la boda y se iniciaron los preparativos. Ahora bien, la ultrajada Medea no estaba dispuesta a que se celebrara la boda y realizó un diabólico plan para vengarse de Jasón por abandonarla.

Utilizando sus artes mágicas, elaboró un sofisticado veneno que añadió a un peplo y una corona de irresistible belleza. Con el objetivo de engañar a Jasón sobre la aceptación de la boda y firmar la paz con él, envió los objetos como regalo de bodas a Creúsa. Aquella, inocente y deslumbrada por los lujosos regalos, decidió colocárselo inmediatamente. Pero al instante, el velo y la corona prendieron en llamas y un fuego abrasador la consumió. Creúsa salió corriendo, intentó apagar las llamas en una fuente cercana, pero ello sólo logró avivar aún más el fuego. Su padre, Creonte, al intentar ayudarla, también pereció abrasado.

La venganza de Medea contra Jasón no terminaría ahí pues, acto seguido, asesinó a los hijos que había tenido con él y escapó gracias al carro que le proporcionó Helios.

La imagen del sarcófago representa la carrera de Creúsa cuando el fuego invade su cuerpo. Podemos imaginar la angustia que le producirían las quemaduras y el dolor que sentiría en ese momento de agonía. La relación con la imagen de Phan Thị Kim Phúc es más que evidente.

El horror de la escena era de tal calibre que en la tragedia de Eurípides no aparece directamente, sino que nos la cuenta un espantado testigo del suceso. Dejemos que sean las palabras de Eurípides las que describan tal situación:

con un gemido horrible se despertó la pobre. Y es que le asaltaba una doble calamidad: la corona de oro que llevaba en la cabeza despedía un prodigioso torrente de llamas devastadoras; y el finísimo velo consumía las radiantes carnes de esta desdichada. Se levanta del trono y huye, envuelta en llamas. Sacude la cabellera, la frente, de un lado para otro, en su deseo de librarse de la corona. Pero aquel oro era un garfio soldado al pelo. Y cuanto más sacudía su cabellera, más la llama doblaba su fulgor. Y cae al suelo sucumbiendo a su tormento; excepto un padre, ¿quién la reconocería? Ya no se distinguía ni la forma de sus ojos, ni la belleza de su cara. La sangre, desde la cima de su cabeza, goteaba confundida con el fuego. Y, bajo las invisibles dentelladas del veneno, se desprendían de los huesos sus carnes, como lágrimas de pino. ¡Horroroso espectáculo! […]
El pobre padre, que ignoraba la desgracia, de pronto entra y se arroja sobre la muerta. Rompe en sollozos y, estrechándola en sus brazos, la besa y le susurra: «Pobre criatura, di, ¿qué dios te condenó a una muerte tan infame?   ¿Quién deja privado de ti a este anciano, que es pura tumba? ¡Ay, hija mía! quiero morir contigo». Cuando terminaron los lamentos y los sollozos, intentó ponerse en pie. Pero su fino velo se agarra a su decrépito cuerpo como yedra a las ramas del laurel; la lucha fue espantosa. Porque, cuando él quería alzar una rodilla, la muerta lo retenía. Y, si tiraba con fuerza, de sus huesos arrancaba trozos de carne. Por fin el pobre renuncia y entrega su vida, pues no pudo vencer más tiempo a la desgracia. Y yacen, hija y padre, muertos uno al lado del otro —una desgracia, ay, que está pidiendo lágrimas—” (Medea. Eurípides. Versión de Ramón Irigoyen).

La descripción de la muerte de Creúsa y su padre guarda una estrecha relación con la muerte por napalm, en el sentido de ser un fuego especialmente virulento, que no se puede apagar fácilmente y que tiene un componente pegajoso que se adhiere de manera eficaz a la piel y a todo lo que toca.

Aunque se trata de una obra teatral con base mitológica, los especialistas en historia Antigua han descubierto que no se trataba de una invención de la imaginación. En el siglo V a.C., los griegos tenían un conocimiento de armas bioquímicas que utilizaban el fuego lo suficientemente desarrollado como para que la historia de Creúsa no les pareciera fantástica, sino terriblemente real en esencia.

El uso de armas bioquímicas basadas en el fuego tiene unos orígenes bastante remotos. Y no me refiero a realizar flechas incendiarias, algo que ya realizaban los asirios en el siglo IX a.C., sino a utilizar diferentes aditivos químicos para conseguir fuegos virulentos especialmente nocivos.

La primera evidencia que encontramos en el mundo griego proviene de la Guerra del Peloponeso descrita por Tucídides. En ella podemos leer que los espartanos, hacia el año 429 a.C., añadieron resina de pino y azufre a una gran hoguera que situaron en las murallas de Platea, ciudad que estaban sitiando. La resina permitía que el fuego ardiera con mayor potencia, mientras que la pegajosa savia hacía que no pudiera apagarse con agua. Por otro lado, el azufre, era un acelerador que se inflamaba con gran facilidad y aumentaba considerablemente el poder de las llamas. Según la crónica de Tucídides, este fuego espartano “produjo una deflagración como nunca antes se había visto, mayor que ninguna otra propiciada por manos humanas”. Además de por la destrucción del intenso fuego, los plateos debieron abandonar sus parapetos defensivos en la muralla por el humo tóxico generado.

Pero centrándonos en el manto de Medea, sabemos que en la antigüedad existía lo que se llamaba el fuego espontáneo. Los romanos lo llamaron pyr automaton. Se trataba de un compuesto que combinaba, entre otros elementos, azufre, brea (resina pegajosa e inflamable), nafta (líquido derivado del petróleo que arde con gran rapidez) y cal viva (una vez encendido el agua potencia su poder calorífico). Este compuesto era posible encenderlo con una simple gota de agua o de sudor.

¿Sería un compuesto parecido el que Medea añadió al peplo y la corona que regaló a Creúsa? ¿Sería el simple sudor de la novia lo que prendería la llama e iniciaría su horrible final? ¿Se trató de una historia basada en un arma real o fue un presagio premonitorio del futuro?

La relación entre la historia de Medea y los derivados del petróleo, como la nafta, ya fue vista por el historiador Plinio cuando nos relató las calamidades que sufrieron los legionarios en las Guerras Mitridáticas (90-63 a.C.). Por ejemplo, la comparación la realizó en el asedio a la ciudad de Samosata (Mesopotamia). Al intentar entrar en la ciudad los defensores arrojaron contra los legionarios un lodo altamente inflamable denominado maltha (una especie de nafta viscosa). El compuesto se pegaba a los soldados y les abrasaba, siendo inútil echar agua, pues ello sólo avivaba las llamas. Sólo con tierra se podía apagar (privándole del oxígeno), algo que descubrirían más tarde. La consecuencia de esta y otras armas basadas en el petróleo que sufrieron los legionarios romanos condujeron al amotinamiento de las tropas y a la deserción de muchos de ellos, horrorizados ante esta versión antigua del napalm.

Como vemos, la Antigüedad no es tan lejana a nuestra época en muchos aspectos. Con una separación de 2.000 años, comprobamos como el terror a morir quemado por un fuego incombustible sigue siendo algo real que produce rechazo en todos nosotros. Si la fotografía de la niña Phan Thị Kim Phúc abrasada por napalm conmocionó a la opinión pública, la escena de la muerte de Creúsa tuvo una acogida muy parecida. Esa muerte horrible siguió consternando a los que veían esa tragedia y los artistas seguían representando aquella escena que Eurípides dejó a nuestra imaginación en su tragedia.

Un ejemplo de lo duradero del mito es la pintura La Muerte de Creúsa (1745). Realizada por Jean-François de Troy, se conserva en el Museo de los Agustinos (Toulouse, Francia).



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Hasta la próxima 

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