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domingo, 3 de octubre de 2021

Los hombres las prefieren rubias


En el año 1953 se estrenó la película Los caballeros las prefieren rubias, basada en la novela del mismo título de Anita Loos y protagonizada por la incomparable Marilyn Monroe, quién protagonizaba el ideal de belleza de la época.

Tal vez, desde entonces, se tiene la idea de que los hombres prefieren a las mujeres rubias antes que a las morenas o las castañas. Y en 2018 salió un estudio, realizado por la Universidad de Augsburg, en Minnesota (Estados Unidos), en el que se afirmaba que, para los hombres, las mujeres rubias son más atractivas y parecen más jóvenes que las mujeres cuyo color de pelo es moreno o castaño. No obstante, como también señalaron los autores del estudio, David C. Matz y Verlin B. Hinsz, los hombres no elegirían a una mujer rubia para casarse o tener hijos pues las consideran más frívolas.

Dejando a un lado las opiniones al respecto, hay que indicar que este gusto de los hombres por las mujeres rubias nos ha sido legado por los romanos, quienes ya sufrieron el encanto fatal de las mujeres rubias. ¿Os interesa el tema?


Las mujeres romanas, como todas las del sur del mediterráneo de la época, poseían cabellos castaños y morenos. Y sólo se teñían el pelo cuando comenzaban a aparecer las temidas canas. Pero todo cambió para ellas cuando Julio César, en su regreso de la campaña en la que sometió la Galia, trajo como prisioneras a numerosas mujeres de blanca piel y rubios cabellos.

Desde ese momento, las mujeres romanas pudientes decidieron cambiar el color de sus cabellos por el rubio, que como exótico, resultaba tremendamente atractivo para el hombre romano. Aquello fue una verdadera revolución social pues, hasta entonces, eran las prostitutas las que estaban obligadas a teñirse de rubias para diferenciarse de las nobles y decentes mujeres romanas.

Para cambiar su color de pelo ello utilizaron tintes y pelucas.

Según comenta Raffel Pagés, afamado peluquero que posee un museo sobre la Historia de la Peluquería en Barcelona, para teñir el cabello de rubio las romanas utilizaban sobre todo azafrán y también una famosa receta compuesta a base de grasa de cabra y cenizas de haya, aunque no era muy saludable para el cabello.

En efecto, Plinio el Viejo nos ofrece la receta de tan peculiar ungüento en su obra Historia Natural (XXVIII, 51):

El sapo, también, es muy útil para este propósito, una invención de las Galias, para dar un tinte rojizo al cabello. Se prepara con sebo y ceniza, de las que las mejores son las de haya y carpe: hay dos tipos, el sapo sólido y el líquido, ambos muy utilizados por los pueblos germanos, por los hombres más que por las mujeres”.

Además de la receta de Plinio, las romanas también utilizaban la denominada pila mattiaca, una bolas de tierra proveniente de la ciudad de Mattium (ciudad en el norte de Hesse, Alemania) con las que obtenían un rubio rojizo. Marcial dejó escrito el uso de este tipo de tinte en sus famosos Epigramas (Libro XIV, 27):

Si a teñir te dispones, ya canosa, tus longevos cabellos, toma — ¿a dónde te llegará la calva?— unas bolas matiacas”.

Aquí marcial aconseja teñirse de rubia las canas antes que arrancarse los cabellos canosos, pues el único resultado de tal costumbre sería quedarse calva sin remedio.

El maquillaje de una señora - Una matrona romana es maquillada y peinada por sus esclavas en el tocador. Óleo por Juan Giménez Martín. Siglo XIX. Congreso de los Diputados, Madrid.
 La otra opción para parecer rubia era utilizar peluca. De nuevo Marcial también nos informa sobre esta costumbre entre las romanas (Ep. Libro XIV, 26):

La loción de los catos enciende las cabelleras teutónicas: podrás ir mejor arreglada con cabelleras cautivas”.

En efecto, en la Roma antigua existía un prolífero mercado de pelucas confeccionadas con las cabelleras de esclavas bárbaras.

La esposa de un emperador como Claudio, Mesalina, y la emperatriz Faustina tenían más de 700 modelos de pelucas, especialmente rubias para sus noches lujuriosas y de desenfreno sexual. Según nos contó Juvenal, Mesalina frecuentaba las noches en un burdel cuan prostituta ataviada con una de esas pelucas rubias (Sátiras, VI, 114-132):

Fíjate en los rivales de los dioses, escucha lo que aguantó Claudio, Cuando la esposa se daba cuenta de que su marido dormía tenía el valor de preferir una estera al dormitorio del Palatino, de tomar, augusta cortesana, una capucha de noche, y abandonar al esposo, no haciéndose acompañar por nadie más que por una esclava.
Pero es que con una peluca rubia que escondía su cabello negro fue a meterse en un burdel asfixiante con sus cortinas harapientas, y un cuartito vacío que era para ella. A continuación, desnuda y con los pezones ribeteados de oro, estuvo allí tomando el falso nombre de «Lobita», y dejó al descubierto el vientre que te parió, generoso Británico.
Recibió zalamera a los que entraban y les pidió el dinero. [Y tumbada boca arriba se tragó los pollazos de muchos.] Luego, cuando el chulo despedía ya a sus chicas, partió triste, y, con todo, hizo lo que pudo, cerrar la última su cuartito, ardiendo aún con la calentura de su clitoris rígido, y se retiró agotada de tíos pero aún no saciada. Afeada por sus mejillas oscuras y sucia con el humo del candil llevó la almohada imperial el olor de la casa de putas”.

La importancia del rubio era tal que se utilizaban diversos términos para designarlo y referirse a las diferentes tonalidades del rubio: flavus, aureus, croceus, fulvus, rufus, rutilus...

Fue más adelante, en tiempos del emperador Adriano, cuando se puso de moda que los hombres también tiñeran de rubio su cabello, a veces para tapar las canas, algo que posteriormente el emperador Cómodo seguiría hasta el extremo. De él se cuenta que espolvoreaba la cabellera con oro molido.

Por supuesto, no todos eran partidarios de los tintes y las pelucas. Los autores más conservadores criticaron esta moda que atentaba contra las costumbres romanas más ancestrales. El poeta Propercio es un buen ejemplo (Elegías, II, 18):

Todavía ahora imitas insensata a los pintados britanos y coqueteas con tu cabeza teñida con brillo extranjero? Tal como la naturaleza la dio, así es ideal toda belleza: feo es el color belga para los rostros romanos.
¡Qué surjan bajo tierra muchos males para la doncella que cambia su cabello con artificio inapropiado! ¿Es que si una se tiñera sus sienes con tinte azul,  por eso esa belleza azulada le sentaría bien?”.

Y otros incidían, no sin razón, en los perjuicios que provocaban los agresivos tintes utilizados por las romanas. Aquí destacaré las palabras de Ovidio (Amores, I, 14):

Ya te lo decía: - Deja de teñir tus cabellos -, ahora ya no tienes ni un pelo que puedas colorear… No eran negros, ni dorados, sino de un tono intermedio, igual que el del alto cedro, al que se arranca su corteza en los húmedos valles del empinado Ida… Tuyo es el delito, y tuya fue la mano que derramó el veneno en tu cabeza”.

Tampoco Tertuliano era muy aficionado a los tintes, algo que expresaba con genial ironía (Los adornos de las mujeres, II, 6):

Veo que algunas incluso se tiñen el cabello de color rubio azafrán. Hasta les avergüenza, su país, porque no han nacido ni en Germania, ni en la Galia. Así cambian de patria con el cabello (…) Las que se esfuerzan en hacerlo negro de blanco son las que  lamentan haber vivido hasta la vejez. ¡Qué temeridad!”.

El cabello, símbolo privilegiado de belleza y elemento de provocación erótica, aparece descrito una y otra vez en los textos latinos de Ovidio o Catulo. Por ejemplo, en este último, vemos una propensión por las melenas rubias como símbolo de belleza, tal como nos demuestra en varios de sus poemas: c. 64.63 sobre la rubia Ariadna “sin retener en su flava [rubia] cabeza la sutil mitra”; c. 66.62 sobre Berenice “votados despojos de una flava cabeza”. Para las mujeres terrenales Catulo utiliza el término cándida, que también podría referirse a la piel, como en el c. 13, 4 “cena, no sin una cándida chica” o c. 35, 8 “aunque una cándida muchacha mil veces”.

Pero me voy a despedir con un par de incisivos poemas de Marcial, en el que nos queda clara la aversión de los romanos por quedarse calvos y las ridículas soluciones que se inventaban.

(Epigramas, Libro , 49):

A un calvo
El otro día, viéndote por casualidad sentado a ti solo, te tomé por tres personas. Me engañó el número de tu calva: tienes cabellos a una parte y tienes a la otra, y tan largos como los que pueden sentar bien incluso a un adolescente; en su mitad, tienes la cabeza desnuda y en un largo espacio no se deja ver ni un solo pelo.
Este error te vino bien en diciembre, cuando el emperador distribuyó comida: volviste con tres raciones. Creo que así fue Gerión. Te aconsejo que evites el pórtico de Filipo: como te vea Hércules, estás perdido”.

(Epigramas, Libro X, 83):

Calva mal disimulada
Recoges de aquí y de allá tus cuatro pelos y la anchurosa explanada de tu resplandeciente calva la tapas, Marino, con las melenas de los temporales. Pero, movidos al impulso del viento, se vuelven y son devueltos a su sitio y tu cabeza desnuda la ciñen de este lado y del otro con grandes mechones. Podría pensarse que entre Espendóforo y Telesforo está Hérmeros, el de Cidas. ¿Quieres reconocer con mayor franqueza que eres un anciano, para que parezca de una vez que eres una sola persona? No hay cosa más ridícula que un calvo melenudo”.

Marcial sigue de relativa actualidad


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