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jueves, 16 de enero de 2014

Abderramán III se proclamó califa como culminación del proceso de unidad de Al-Ándalus



El 16 de enero de 929 se produjo un singular e importante evento en la Península Ibérica. Abderramán III se proclamaba califa de Al-Ándalus. A muchos de vosotros el dato os dejará indiferentes, pero la importancia de tal decisión es enorme. Y, tal vez, por ella, Al-Ándalus pudo continuar siendo un reino musulmán independiente del resto de reinos musulmanes.

Puesto que hoy celebramos su efeméride, creo que será de interés comentar un poco el significado, las causas y las consecuencias de tal decisión. Además, es la excusa perfecta para completar el capítulo del libro “Mis Mentiras Favoritas” en donde abordamos la figura de Abd al-Rahman III.


Abderramán III fue uno de los más importantes y conocidos gobernantes de Al-Ándalus. En una crónica anónima que trata sobre su etapa de gobierno, podemos leer el siguiente resumen de su reinado:
“Conquistó España ciudad por ciudad, exterminó a sus defensores y los humilló, destruyó sus castillos, impuso pesados tributos a los que dejó con vida y los abatió terriblemente por medio de crueles gobernadores hasta que todas las comarcas entraron en su obediencia y se le sometieron todos los rebeldes”.
El autor, demasiado vehemente en sus alabanzas, no fue justo con la realidad. Como ya vimos en el capítulo de “Mis Mentiras Favoritas”, no todo fueron éxitos para Abderramán III.

Pero no vamos a centrarnos en sus desgracias, en esta ocasión. En cambio, describiremos uno de sus momentos más importantes y llenos de gloria, la adopción del título califal. Pero antes, iniciemos el camino por el principio.

Abderramán III accedió al trono un 16 de octubre de 912. Era un joven de 21 añitos y sucedía a su abuelo Abd Allah. No tenemos claras las razones por las que el antiguo emir escogió al joven Abderramán como su sucesor, pero resulta chocante que no escogiera antes a alguno de sus hijos. Tal vez, Abd Allah encontrara en Abderramán al enérgico gobernante que necesitaba Al-Ándalus para sobrevivir. No en vano, la situación era muy delicada, con varios enemigos acechando las fronteras: cristianos en el norte, fatimíes al otro lado del estrecho y muladíes (los nuevos musulmanes convertidos desde el cristianismo) descontentos con las élites gobernantes que les menospreciaban por ser conversos.

Abderramán III logró imponerse a todos sus enemigos en diferentes enfrentamientos con ellos. Primero resolvió las disputas internas que afectaban al emirato, acabando con todos los conatos de revuelta e independencia respecto al poder centralizador cordobés. Luego se ocupó de los enemigos externos. A los cristianos les quitó las ganas de avanzar con diversas campañas de castigo. A los hermanos de religión del otro lado del estrecho, los rivales más peligrosos, los contuvo de dos formas: por medio de las armas y por medio de la religión.

Debemos remontarnos un poco a los tiempos inmediatos de la muerte de Mahoma para entender los distintos movimientos religiosos musulmanes. Los califas eran los sucesores en la tierra del profeta en la tierra. Pero como Mahoma no había previsto su sucesión, los problemas no tardaron en aparecer. Básicamente se formaron dos grupos: unos defendían que el poder debía recaer sobre Alí, primo del profeta y marido de su hija Fátima (Si´íes); otros opinaban que el sucesor debía elegirse entre los miembros de la tribu de Qurays, a la cual pertenecía Mahoma (Sunníes).
Los primeros califas, Abu Bark, Umar y Utman lograron mantener la cohesión interna gracias a una política de expansión fronteriza que tuviera ocupados a los suyos. Pero tras morir Utman, asesinado por unos soldados descontentos, los descontentos con Utman, que eran muchos, aclamaron como califa a Alí. Eso era algo que no consentirían los partidarios de Utmán, quienes deseaban vengar su cruel asesinato. Por ello ahora se produjo la primera ruptura de la comunidad de creyentes, la llamada 1ª Fitna.
De las luchas de poder que ocurrieron entonces salió ganador Mu´awiyya, gobernador de Siria. Alí murió a manos de un jariyí, un seguidor de los jariyíes, movimiento escindido de los seguidores de Alí, los cuales consideraban que el califa debía ser el musulmán más devoto.
El triunfo de  Mu´awiyya supuso la victoria definitiva de la ortodoxia sunnita, la cual volvió a aglutinar a toda la comunidad de creyentes (umma) bajo un mismo poder. Además, supuso la creación de la primera dinastía hereditaria dentro del Islam, la de los omeyas.
A pesar de la aparente unidad, las ambiciones políticas de los si´íes partidarios de Alí no acabaron aquí. En un movimiento clandestino mantuvieron su oposición al poder omeya, y cuando tuvieron la oportunidad de alzarse lo hicieron con rabia.

La ocasión se presentó a inicios del S.X, cuando el califato omeya ya había desaparecido a manos de los abasíes, y la fragmentación de su imperio era más que evidente. Aunque el califa abasí seguía siendo la cabeza religiosa de todos los creyentes, en diversas partes del imperio se alzaron poderes independientes. En Persia gobernarán los Tahiríes, en el Magreb los Idrisíes, en Túnez los Aglabíes, en Egipto los Tuluníes. Todos estos movimientos tuvieron como precedente la escisión de Al-Ándalus, que se convirtió en un emirato independiente de Damasco con la llegada al poder del último omeya superviviente, Abd al-Rahman I.

Como decimos antes, los si´íes ismailitas, conocidos como Fatimíes, lograron derrocar a los aglabíes y nombrar a Ubayd Allah como nuevo califa en el año 910. Este personaje era el esperado mahdi, descendiente de Fátima y Alí. A pesar de las distintas revueltas que tuvo que sofocar entre los beréberes de la zona, los fatimíes tuvieron tiempo de presionar a los emiratos limítrofes.

Abderramán III sabía del peligro que suponía el nuevo califato fatimí para Al-Ándalus. La toma de Sicilia por los fatimíes podía cortarle el comercio mediterráneo, ahogando la economía andalusí y preparando un futuro desembarco desde el otro lado del estrecho. Además, la propaganda religiosa de los fatimíes, la cual negaba la legitimidad dinástica de los omeyas, debía ser contrarrestada de alguna manera. El emir de Al-Ándalus pasó al ataque en varios frentes.

Lo primero que hizo fue atacar el norte de África, lanzando contra los fatimíes a sus ancestrales enemigos, los beréberes de la tribu zanata. Con ello logró desestabilizar la zona lo suficiente para luego pasar a la acción. En el año 927 conquistó Melilla y en el año 931 Ceuta. Su objetivo era tanto militar como económico, pues de esta forma alejaba a los fatimíes de las rutas comerciales de la zona controladas por los andalusíes. La toma de Ceuta fue especialmente importante, pues era el punto final de las caravanas que traían oro al mediterráneo desde el centro de África y el puente tradicional para un desembarco en la península. Con estas acciones se aseguraba cierto dominio militar y económico en la zona. Pero faltaba contrarrestar el ataque religioso. Para ello se aproximó a los alfaquíes, guardianes de la ortodoxia, como primer paso antes de proclamarse califa. Con este último título se igualaba en rango tanto al califa fatimí como al abasí, y dejaba claro que en ningún caso Al-Ándalus caería en manos de los otros dos califatos existentes.

Fuera por esta proclamación o no, lo cierto es que los fatimíes dejaron de mirar a la Península al cabo de unos pocos años. En el año 952 los fatimíes lograron entrar en Egipto y expulsar a los ijsidíes. Fundaron una colonia militar junto a Fustat, la anterior capital, la cual, con el paso de los años, evolucionaría hasta convertirse en el actual El Cairo; y controlaron el país tan eficazmente que para el año 973 la capital de su califato fue trasladada a Egipto.

Por lo que respecta a Al-Ándalus, el califato supuso diversos cambios en varios aspectos, tanto políticos como sociales, respecto a la manera de dirigir el emirato que se había llevado a cabo hasta entonces. No se trató de un título sin fondo, sino, al contrario, cambió la fisonomía del poder totalmente. Veamos los cambios más importantes:

  • Se acentuó la orientalización iniciada en el S. VIII.
  • El califa ya no sólo era el jefe político, como un emir, sino que también representaba a Dios en la tierra. Inevitablemente eso se tradujo en la inmediata sacralización de la persona de Abderramán III, la cual la podemos observar en la implantación de un ostentoso ceremonial alrededor del califa. El objetivo de esta pompa era tanto realzar la figura del califa como alejarlo de sus súbditos, pues sólo los altos funcionarios o los árabes del clan omeya tendrán derecho a reunirse con el califa.
  • Entre los nuevos símbolos de poder destaca el sello real, símbolo de deseo de independencia, el cetro, recuerdo del bastón del Profeta, y el trono.
  • Se crea una nueva moneda de oro con el nombre de Abderramán III, olvidando definitivamente al califa abasí.
  • Entre sus muchos poderes y privilegios está el presidir la oración de los viernes, impartir justicia y dirigir tanto la administración como el ejército del reino. Si bien, en la práctica, las tareas cotidianas serán resueltas por funcionarios controlados en última instancia por el hachib, una especie de primer ministro. 
  • El nuevo concepto de poder que impone Abderramán tiene su plasmación artística en dos edificios. Por un lado, embellece la mezquita de Córdoba con un bello alminar o campanario nuevo, restaurando parte de su fachada y ampliando el patio de entrada. Por otro, construye una nueva y enorme ciudad palatina a escasos kilómetros de Córdoba, siendo ésta su manera de demostrar, a ojos de todos, el poderío económico del nuevo califa.


Medina al-Zahra, la ciudad palaciega de Abderramán, fue destruida a los pocos años, cuando el califato dejó paso a la anarquía y a la implantación de los reinos de taifas. Pero su esplendor, sólo conocido por las crónicas literarias, está empezando a volver a la vida gracias a la labor de los arqueólogos. La visita de estas ruinas es una de las más evocadoras y sugerentes que podréis hacer dentro de nuestro país, por lo que dejar una mañana libre cuando visitéis Córdoba para acercaros a este lugar.

Como dijo un día Abderramán III, o eso al menos es lo que le atribuyen los cronistas, “Los monarcas perpetúan el recuerdo de su reinado mediante el lenguaje de bellas construcciones. Un edificio monumental refleja la majestad de quien lo mandó erigir”.
Aquí os dejo este vídeo de las ruinas de Medina al-Zahra para que podáis ir abriendo boca y valoréis en su justa medida las palabras de Abderramán III.



 fuente video: Artehistoria.

P.D.: La atribución del nombre de esta ciudad palaciega al de una concubina del califa, llamada al-Zahra, es una leyenda creada posteriormente para explicar la etimología de la ciudad. En verdad, al-Zahra significa “La ciudad brillante”. Éste y otros muchos datos sobre las ruinas de Medina Azahara los podéis encontrar aquí.


FUENTES:

López Pita, P.: Historia del Islam Medieval. UNED. 2002

Martín Rodríguez, J.L.: Manual de Historia de España. La España Medieval. Ed. Historia 16. 1993.

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