Cuando era un aficionado a la historia, un aspecto
que me molestaba de los historiadores era su falta de concreción. En numerosas
ocasiones, cuando intentaba resolver una pregunta concreta referente a un
suceso histórico, consultando a los especialistas en el tema, terminaba sin
obtener respuesta.
Hoy día, siendo historiador, he logrado comprender
que eso de lo que me quejaba es hacer historia. Porque en la historia no
existen explicaciones fáciles ni verdades dogmáticas. Las lecturas siempre son
múltiples y las posibilidades variadas. La verdad de los hechos, en el mejor de
los casos, es una aproximación reducida a escasas variables.
Pero una gran parte de la sociedad no entiende esta
característica de la historia. Le gusta la historia sencilla, la de las
explicaciones fáciles y únicas. La que nos cuenta los procesos históricos de
forma casi novelada. A fin de cuentas, la que nos enseñaron en las escuelas
cuando éramos pequeños.
Y ante tamaño público exigiendo una interpretación
histórica determinada, numerosos historiadores (y otros personajes que
pretenden serlo) se han dejado seducir por “el lado oscuro” de la historia; es
decir, por la interpretación subjetiva. Si a lo anterior añadimos el componente
nacionalista de los estados modernos y lo aderezamos con un poco de las
trasnochadas ideologías del funesto siglo XX tendremos un cóctel peligroso pero
de gran atractivo para el gran público.
En el artículo de hoy voy a mostraros un ejemplo de la insidiosa
manipulación que aún en la actualidad ciertos sectores ideológicos siguen
imprimiendo a la historia.